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Domingo, 6 de febrero de 2005

NOTA DE TAPA

Sigo siendo el rey

En este enero que pasó, Elvis hubiera cumplido 70 años y, con la excusa de celebrarlo, se han editado en todo el mundo sus primeros discos remasterizados y con bonus tracks. Puede que los motivos no sean tan prístinos (éste es el último año antes de que comiencen a vencer los derechos sobre las canciones, que pasarán a formar parte del dominio público). Pero eso no explica por qué es el que más factura entre los artistas fallecidos (incluyendo a Tolkien y a Lennon), por qué despierta devoción en grandes, chicos y medianos, y por qué sus canciones siguen alcanzando el número 1 en los rankings. Esta nota, sí.

Por Fernando D'Addario

El show bizz ha llegado a un punto tal de sofisticación que elabora rankings para vivos y para muertos; como no importa aquí repasar el top 5 de quienes aún fatigan escenarios y sets de filmación (es demasiado previsible), vaya entonces la lista de los que repiten su éxito desde el más allá: nuestro héroe de la semana, Elvis Presley, lideró en el 2004, por cuarto año consecutivo, el ranking de ganancias de artistas ya fallecidos. Con 40 millones de dólares en una sola temporada, aventajó a otros cadáveres exquisitos: Charles Schultz (creador de Snoopy), J.R.R. Tolkien, Marilyn Monroe y John Lennon. El aparente “milagro” alcanzado por la sociedad del espectáculo no hace más que traducir en números una rigurosa realidad de mercado: los grandes de verdad empiezan su carrera artística, la que realmente importa y perdura, después de muertos.

El empresario Robert Sillerman debe haber pensado en todo esto cuando compró el 85 por ciento de Elvis Presley Enterprises, un imperio económico tan diversificado que puede darse el lujo de prescindir de lo (presuntamente) esencial: los derechos de los temas que inmortalizó El Rey. Sony/BMG tendrá las canciones, pero Sillerman maneja el nombre y la imagen de Elvis, un negocio potencialmente más expansivo. Comercializa los tours de Graceland (la mansión donde vivió y agonizó la estrella), el Heartbreak Hotel (sí, el viejo himno es un hotel de verdad, destinado exclusivamente a los fans que llegan a Memphis para visitar a su ídolo), jueguitos para la computadora, pins, remeras y otros souvenirs que reciclarán su simbología más allá del sinuoso comportamiento de las ventas de discos. No es que las canciones hayan perdido su valor; de hecho en Gran Bretaña, el viejo tema “One Night”, incluido en el CD Jailhouse Rock, relanzado con motivo del 70º aniversario del nacimiento de Elvis, volvió a ser número 1 hace un par de semanas. Y en la Argentina, Sony/BMG relanzó en estos días los tres primeros discos del cantante para RCA: Elvis Presley, Elvis y Loving You, todos ellos con abundantes bonus tracks y remasterización con tecnología DSD.

Este mini-capítulo business puede cerrarse con una referencia que apunta más a la sociología del consumo: la corporación Disney financió un millonario estudio de mercado que midió la incidencia de Elvis en la vida cotidiana de los Estados Unidos (el resto del mundo vendría a ser un apéndice cultural que aplicará las conclusiones por añadidura); el trabajo determinó que la figura de Presley atraviesa indemne todos los estratos sociales de ese país, sin distinción de sexo, edad o condición económica. Su conexión con el espíritu de los EE.UU. es transversal e inconmovible. Ahora bien, ¿es posible dibujar una síntesis de todos los Elvis posibles? ¿Se puede diseñar artificialmente un modelo Presley estándar, que se ajuste a la compleja –y también contradictoria– idiosincrasia del americano medio?

Desentrañar la significación de Elvis en la cultura popular del siglo XX (con notable supervivencia en el XXI) implica algunos riesgos. Uno de ellos es caer en la postura maniquea de oponer al joven cantante que patentó el primer quiebre generacional de los últimos cien años con el hombre decadente y grotesco que perdió todo vínculo con la cordura. Una mirada menos tajante podría infiltrar, entre esos extremos, un itinerario regido por la lógica del mundo que ayudó a crear. Es probable que un ejecutivo de Brooklyn y un granjero de Alabama encuentren en Elvis, por distintos motivos y a través de diversos mecanismos, un espejo deformante de ese american way of life que los redime y los maldice. Presley es, tal vez, el arquetipo expresionista de esa utopía cumplida llamada Estados Unidos. Habría que conectar con Baudrillard cuando avisa: “América no es un sueño ni una realidad, es una hiperrealidad. Y es una hiperrealidad por ser una utopía que se ha vivido como consumada”. En la tierra de las oportunidades, Elvis asumió ese sentimiento que convierte a la sociedad norteamericana en una secta propiciadora del progreso selectivo. Una cuota de azar, de fatalismo creativo, convenció a su madre, la idealizada Gladys, de que podía hacer cumplir en el pequeño Elvis sus propias urgencias de salvación: de los dos hijos mellizos que llevaba en la panza, uno nació muerto y fue enterrado anónimamente en una caja de zapatos; el otro se salvó y fue Elvis Presley. El futuro Rey creció con ese mandato tácito y con la condena que delataba su origen.

Muchos años después, su historia triste sería recordada como reaseguro del ideal americano: el chico pobre, blanco (white trash era el insulto destinado a los blancos miserables, aquellos que no habían sido favorecidos por la selección natural), de Memphis, había sorteado todos los obstáculos hasta alcanzar el éxito. El camionero con 4 dólares en el bolsillo que se transformó en ídolo. ¿Cuáles eran sus herramientas? Una voz excelente (de negro), desparpajo adolescente y un contexto que pedía a gritos la confluencia de esas dos particularidades. Elvis no fomentó la ruptura generacional; fue su vehículo circunstancial. El rock and roll, prefigurado formalmente por el modosito Bill Halley, estaba destinado a proyectar los códigos de identificación juvenil que James Dean había esbozado en el cine y la generación beatnik prometía en la literatura. Presley, con su meneo pélvico y sus espasmos de sexualidad naïf, no inventó el rock and roll. Inventó la música joven; o, mejor dicho, su imagen sirvió para que la juventud motorizara el despertar adrenalínico de la sociedad de posguerra. En un mundo capitalista en expansión, descubrió –seguramente sin darse cuenta– a la juventud como producto.

Esa reconversión de pautas y códigos culturales no debía necesariamente concluir en una rebeldía estructural. La conciencia colectiva, en principio alarmada por esos arrebatos de lujuria televisada, no tardó en metabolizar los cambios. Aquí entra a jugar la figura del monje negro que necesita todo mito: el Coronel Parker. Juzgado por la historia como el más malo de todos (peor que Yoko Ono), se le atribuyen responsabilidades de la más diversa especie, desde el amansamiento de Elvis hasta la decisión de entregarlo al ejército, pasando por la elección de papeles tontos para películas tontas y un despliegue incesante de arbitrariedades y abusos. Es un poco difícil defenderlo, porque parece que hasta las acusaciones más graves se quedan cortas a la hora de definir al manager, un ex desertor holandés (ex animador de circo, ex representante de bailarinas de bajo fondo, etc.) que se autoproclamó “coronel”. Sin embargo, lo que Parker aportó a la carrera de Elvis (en rigor, a su propia cuenta bancaria) fue una visión estratégica de mediano plazo. Una mirada intuitiva de las expectativas que guiaban a esa sociedad aparentemente en estado de ebullición, pero estructurada según un sistema de valores superador del beatnik, el hippismo y el punk (aunque absorbiera a todos ellos). Parker intuyó que esa fiebre adolescente por el rock and roll básico pronto se consumiría en su incandescencia inicial; que los gustos juveniles se reciclarían musicalmente en nuevos objetos de consumo; que otros tomarían la posta de la rebeldía iconoclasta, con reformulaciones adaptadas al nuevo contexto social y político. Ese cambio dejaba fuera del camino a quienes lo habían construido. El eclipse de Chuck Berry, Jerry Lee Lewis y Little Richard confirmó en los ‘60 esas presunciones (más allá de que luego la historia reparara el daño con el consuelo que da el prestigio).

Parker diseñó para Presley un reposicionamiento que le garantizaría una renta acumulativa en el tiempo. Elvis debía ser el ídolo de la familia americana –y por extensión, del mundo–, una base de sustentación mucho más sólida que las volubles apetencias juveniles. Su devoción sincera hacia mamá Gladys empezó a ser promocionada como si se tratara de un producto publicitario. El incipiente mercado femenino del deseo encontró en Elvis el intermediario ideal, en tanto enamoraba a las chicas sin herir el pudor de padres y abuelos. A favor de esa estrategia, la decisión de enrolar a su pupilo en el US Army (le tocaba el servicio militar obligatorio, pero por su condición de ídolo podría haber zafado) fue una jugada maestra. No sólo aceptó hacer la colimba sino que, a instancias de Parker, fue incorporado sin privilegios ni exenciones a las brigadas establecidas en Alemania desde 1945. Había que frenar el aluvión rojo que venía de Moscú. El paquete familiar fue completado con la edición de un disco de baladas navideñas. Los puristas del rock –no menos fundamentalistas que el reverendo McPherson, quien allá por 1955 había declarado: “Semejante demonio provocará en nuestros hijos la promiscuidad y la falta de respeto a toda autoridad”, demostrando la incompetencia eclesiástica en materia de futurología– acusaron la traición. Años más tarde, los garantes del folk denunciarían la electrificación de Dylan, luego los rockeros de verdad someterían a juicio el aburguesamiento de Pink Floyd, y así sucesivamente. Elvis, ya muerto, seguía siendo Elvis.

Presley no volvió ni mejor ni peor del frente militar. Lo que volvió fue otra cosa. La ebullición musical que germinaba en Inglaterra y que pronto irrumpiría también en Estados Unidos no necesitaba del acaramelamiento de “Love Me Tender”, aunque se nutriera del rock and roll crudo en complicidad con el rhythm’n’blues; y Presley no necesitaba nuevas revoluciones. Parker sabía que, en ese terreno, los Beatles y los Rolling Stones lo pasarían por encima. En la apuesta al cine, que marcó casi todo el trabajo de Elvis en la década del ‘60, creyó ver –y acertó– la manera de globalizar su inserción en la industria del entretenimiento. Así evitaba el desgaste de las giras y las grabaciones, reinstalaba una imagen de Presley apta para todo público y hacía la plancha en tiempos de agitación y turbulencia. Es cierto: ¡podría haber hecho mejores películas! Elvis quería ser como Marlon Brando o James Dean (antes del accidente), pero en contra de sus sueños se sumaban sus pobres dotes actorales y el target específico que Parker había pensado para su cliente: canciones de amor, más cerca del country que del rock, personajes buenos y queribles, acosados por conflictos pueriles (sentimentales o personales) que indefectiblemente decantaban en un happy end. Para preservar un mínimo de dignidad rebelde, la industria le opuso la figura de Pat Boone, que lo superaba ampliamente en pacatería.

Se podrá preguntar, en función de estos juegos de estrategia comercial (la palabra marketing todavía no se utilizaba en las industrias culturales), qué grado de injerencia tenía Elvis en las decisiones que llevaban de aquí para allá su carrera artística. Parece que ninguno. A cambio de la sujeción estricta a los dictados de su empleado-jefe, el Rey recibía como un niño malcriado los souvenirs de la superabundancia súbita: una mansión montada como una isla de la fantasía, autos y motos último modelo, mujeres hermosas, etcétera. Lo que Parker no pudo manejar, más allá de sus innegables condiciones de prestidigitador, fue la variable humana, expuesta a la evolución creadora y destructora del azar. No logró elaborar una jugada genial que salvara el equilibrio emocional de Elvis ante la muerte de su madre. No tuvo el suficiente poder de persuasión para evitar que se casara con la hermosa Priscilla, que canalizó los complejos edípicos de su amado. Mucho menos pudo convencer a Priscilla de que, pocos años después, no cambiara a Presley por su instructor de karate. Y por último: no consiguió que Elvis fuese feliz en la piel de ese monstruo idolatrado que a nadie le convenía desactivar.

Se ha escrito mucho sobre los años de decadencia de Presley. Lo único que llama la atención es el manto de piedad con que la sociedad preservó a su ídolo, aun en los peores momentos. Como si hubiese asumido una suerte de responsabilidad colectiva ante esa ruina fulminante que el sistema reserva –igual que con el éxito– para unos pocos. Como reproducción material deuna ilusión casi religiosa, Elvis estaba purgando pecados cometidos por otros. Por derecha se le perdonó la adicción a las drogas (cuando murió, el examen toxicológico descubrió en su cuerpo la presencia de doce drogas diferentes, consumidas en las últimas 24 horas); por izquierda, un guiño indulgente minimizó una secuencia análoga: en 1970 coqueteó con el presidente Richard Nixon, a quien se ofreció para trabajar como agente encubierto con el objetivo de limpiar de drogas el mundo del espectáculo. La gente culta, en tanto, filtró su deterioro físico, su repertorio de dudoso gusto, sus patéticas galas en Las Vegas, dignificándolo en la categoría del kitsch. Los nostálgicos y los revisionistas celebraron 1958 como el fin de la historia: Elvis seguía cantando para ellos y para siempre “Hound Dog”. En el medio, el propio Presley, con arrebatos de hidalguía y sueños paranoicos, erizando la piel de todos cuando se desgarraba cantando “My Way”.

El diario británico The Sun publicó el 19 de agosto de 1977 una caricatura de la tumba de Elvis, con el epitafio escrito por Francis Bacon algunos siglos atrás: “Es un miserable estado de ánimo el tener pocas cosas que desear y muchas que temer, y, sin embargo, éste es comúnmente el caso de los reyes”. En el 2005 puede leerse como un epitafio apócrifo, más allá de la profundidad de la frase. Elvis, como marca, no tiene nada que temer; es el disparador del deseo de millones de personas guiadas por un sueño extraño, que insiste en conservar lo real como imagen. No debería extrañar que, a los 70 años, Elvis esté pasando por su mejor momento.

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