NOTA DE TAPA
Por ella, los griegos preferían no tocar las estatuas, los hombres medievales descartaban colores, Don Juan no pudo elegir una mujer, Napoleón prohibió el suicidio, el siglo XX se enamoró de los autos y Claudia Schiffer se hizo millonaria... entre otras consecuencias. En el flamante Historia de la belleza (Lumen), Umberto Eco rastrea a lo largo de dos mil quinientos años de historia las formas que tomó ese ideal estético que es a la vez resultado de una época y su marca para la posteridad. A manera de anticipo, Radar reproduce el capítulo dedicado al gran enfrentamiento de nuestro tiempo: las vanguardias versus los medios masivos, y algunos pasajes en los que la belleza hizo historia.
Imaginemos un historiador del arte del futuro o un explorador llegado del espacio que se planteen ambos la siguiente pregunta: ¿cuál es la idea de belleza dominante en el siglo XX?
En el fondo, en un paseo por la historia de la belleza en la Grecia antigua, el Renacimiento o en la primera o segunda mitad del siglo XIX, siempre tenemos la sensación, mirando “desde lejos”, de que cada siglo presenta características unitarias o, a lo sumo, una única contradicción fundamental.
Puede suceder que los intérpretes del futuro, mirando también “desde lejos”, consideren que hay algo realmente característico del siglo XX, y que den la razón a Marinetti, por ejemplo, diciendo que la Niké de Samotracia del siglo recién concluido era un hermoso coche de carreras, olvidando tal vez a Picasso o a Mondrian. Nosotros no podemos mirar desde tan lejos; podemos contentarnos con destacar que la primera mitad del siglo XX, y a lo sumo los años ‘60 de ese siglo (luego será más difícil), es el escenario de una lucha dramática entre la belleza de la provocación y la belleza del consumo.
La belleza de la provocación es la que proponen los distintos movimientos de vanguardia y del experimentalismo artístico: del futurismo al cubismo, del expresionismo al surrealismo, de Picasso a los grandes maestros del arte informal y otros.
El arte de las vanguardias no plantea el problema de la belleza. Se sobreentiende, sin duda, que las nuevas imágenes son artísticamente “bellas” y han de proporcionar el mismo placer procurado a sus contemporáneos por un cuadro de Giotto o de Rafael, precisamente porque la provocación vanguardista viola todos los cánones estéticos respetados hasta ese momento. El arte ya no se propone proporcionar una imagen de la belleza natural, ni pretende procurar el placer sosegado de la contemplación de formas armónicas. Al contrario, lo que pretende es enseñar a interpretar el mundo con una mirada distinta, a disfrutar del retorno a modelos arcaicos o exóticos: el mundo del sueño o de las fantasías de los enfermos mentales, las visiones inducidas por las drogas, el redescubrimiento de la materia, la nueva propuesta alterada de objetos de uso en contextos improbables (véase nuevo objeto, dadá, etcétera), las pulsiones del inconsciente...
Sólo una corriente del arte contemporáneo ha recuperado una idea de armonía geométrica que puede recordarnos la época de las estéticas de la proporción, y es el arte abstracto. Rebelándose contra la dependencia tanto de la naturaleza como de la vida cotidiana, el arte abstracto nos ha propuesto formas puras, desde las geometrías de Mondrian a las grandes telas monocromas de Klein, Rothko o Manzoni. Pero quien haya visitado una exposición o un museo en los últimos tiempos con toda seguridad habrá escuchado a personas que, ante un cuadro abstracto, se preguntan “qué representa” y protestan con la inevitable pregunta: “Pero, ¿esto es arte?”. Por consiguiente, este retorno “neopitagórico” a la estética de las proporciones y del número se produce en contra de la sensibilidad común, en contra de la idea que el hombre corriente tiene de la belleza.
Existen, por último, muchas corrientes del arte contemporáneo (happenings, actos en que el artista corta o mutila su propio cuerpo, implicaciones del público en fenómenos luminosos o sonoros) en las que parece que bajo el signo del arte se desarrollan más bien ceremonias de sabor ritual no muy diferentes de los antiguos ritos mistéricos; cuya finalidad no es la contemplación de algo bello, sino una experiencia casi religiosa (aunque de una religiosidad primitiva y carnal) de la que los dioses están ausentes.
Por otra parte, de carácter mistérico son las experiencias musicales de enormes multitudes en las discotecas o en los conciertos de rock, donde entre luces estroboscópicas y sonidos ensordecedores se practica una formade “estar juntos” (a menudo acompañada del consumo de sustancias estimulantes) que puede parecer incluso “bella” (en el sentido tradicional de un espectáculo circense) a quien la contempla desde fuera, aunque no es así como la viven los que están inmersos en ella. Los que participan en ella podrán hablar incluso de una “hermosa experiencia”, pero en el sentido en que se habla de un buen baño, de una buena carrera en moto o de un coito satisfactorio.
Nuestro visitante del futuro no podrá evitar hacer otro curioso descubrimiento. Los que acuden a visitar una exposición de arte de vanguardia, compran una escultura “incomprensible” o participan de un happening van vestidos y peinados según los cánones de la moda, llevan vaqueros o ropa de marca, se maquillan según el modelo de belleza propuesto por las revistas de moda, por el cine, por la televisión, es decir, por los medios de comunicación de masas. Siguen los ideales de belleza del mundo del consumo comercial, contra el que el arte de las vanguardias ha luchado durante más de cincuenta años. ¿Cómo hay que interpretar esta contradicción? Sin pretender explicarla: es la contradicción típica del siglo XX. El visitante del futuro deberá preguntarse, por tanto, cuál ha sido el modelo de belleza propuesto por los medios de comunicación de masas, y descubrirá que se ha producido una doble censura a lo largo del siglo.
La primera se produce entre un modelo y otro en el transcurso del mismo decenio. Veamos tan sólo un ejemplo: el cine propone en los mismos años el modelo de mujer fatal encarnado por Greta Garbo o por Rita Hayworth, y el modelo de “la vecina de al lado” personificado por Claudette Colbert o por Doris Day. Presenta como héroe del Oeste al fornido y sumamente viril John Wayne y al blando y vagamente femenino Dustin Hoffman. Son contemporáneos Gary Cooper y Fred Astaire, y el flaco Fred baila con el rotundo Gene Kelly. La moda ofrece trajes femeninos suntuosos como los que vemos desfilar en Roberta, y al mismo tiempo los modelos andróginos de Coco Chanel. Los medios de comunicación de masas son totalmente democráticos, ofrecen un modelo de belleza tanto para aquella a quien la naturaleza ha dotado ya de gracia aristocrática como para la proletaria de formas opulentas; la esbelta Delia Scala constituye un modelo para la que no se corresponde con el tipo de la exuberante Anita Ekberg; para el que no posee la belleza masculina y refinada de Richard Gere, existe la fascinación delicada de Al Pacino y la simpatía proletaria de Robert De Niro.
Y, por último, el que no puede llegar a poseer la belleza de un Maserati puede optar por la belleza proporcionada del Mini Morris.
La segunda censura divide el siglo en dos partes. A fin de cuentas, los ideales de belleza a los que se remiten los medios de comunicación de los primeros sesenta años del siglo XX evocan las propuestas de las artes “mayores”.
Damas de la pantalla como Francesca Bertini o Rina de Liguoro son parientes próximas de las lánguidas mujeres de D’Annunzio; las mujeres que aparecen en los carteles publicitarios de los años ‘20 o ‘30 evocan la belleza filiforme del estilo floral, del Liberty o del Art Déco.
En la publicidad de diversos productos se nota la inspiración futurista, cubista y también surrealista. Los cómics de Little Nemo están inspirados en el Art Nouveau, mientras que el urbanismo de otros mundos que aparece en Flash Gordon recuerda las utopías de arquitectos modernistas como Sant’Elia, e incluso anticipa las formas de los futuros misiles. Los cómics de Dick Tracy manifiestan una lenta adaptación a la propia pintura de vanguardia. Y en el fondo basta seguir a Mickey Mouse y a Minnie, desde los años ‘30 hasta los años ‘50, para ver cómo el dibujo se adapta al desarrollo de la sensibilidad estética dominante. Pero cuando por un lado el pop art se apodera, como arte experimental y de provocación, de lasimágenes del mundo del consumo, de la industria y de los medios de comunicación de masas, y por el otro los Beatles revisan con gran sabiduría incluso formas musicales que proceden de la tradición, el espacio entre arte de provocación y arte de consumo se reduce. No sólo eso, sino que si parece que existen aún dos niveles entre arte “culto” y arte “popular”, el arte culto, en ese ambiente que se ha llamado posmoderno, ofrece al mismo tiempo nuevas experimentaciones más allá de lo figurativo y retornos a lo figurativo, como revisiones de la tradición.
Por su parte, los medios de comunicación de masas ya no presentan un modelo unificado, un ideal único de belleza. Pueden recuperar, incluso en una publicidad destinada a durar tan sólo una semana, todas las experiencias de la vanguardia y ofrecer a la vez modelos de los años ‘20, ‘30, ‘40 o ‘50, llegando incluso al redescubrimiento de formas ya en desuso de los automóviles de mediados de siglo. Los medios proponen de nuevo una iconografía decimonónica, el realismo fabuloso, la exuberancia de Mae West y la gracia anoréxica de las últimas modelos, la belleza negra de Naomi Campbell y la nórdica de Claudia Schiffer, la gracia del claqué tradicional de A Chorus Line y las arquitecturas futuristas y gélidas de Blade Runner, la mujer fatal de tantas transmisiones televisivas o de tantos mensajes publicitarios y la muchacha con la cara recién lavada al estilo de Julia Roberts o de Cameron Díaz, ofrecen Rambo y Platinette, o un George Clooney de cabellos cortos y los neocyber con el rostro metalizado y el cabello transformado en una selva de cúspides coloreadas o pelados al ras. Nuestro explorador del futuro ya no podrá distinguir el ideal estético difundido por los medios de comunicación del siglo XX en adelante. Deberá rendirse a la orgía de la tolerancia, al sincretismo total, al absoluto e imparable politeísmo de la belleza.
Grecia > Por qué las estatuas no se tocan
El arte griego y el occidental en general, a diferencia de ciertas formas artísticas orientales, dan mucha importancia a la distancia correcta de la obra, con la que no se entra en contacto directo: en cambio, las esculturas japonesas se tocan, y con un mandala tibetano de arena se interactúa. La belleza griega es expresada, pues, por los sentidos que permiten mantener la distancia entre el objeto y el observador: vista y oído más que tacto, gusto u olfato.
Sonido y visión son las dos formas de percepción privilegiadas por los griegos (probablemente porque, a diferencia del olor y del sabor, se pueden reducir a medidas y órdenes numéricos). Pero aunque se reconozca a la música el privilegio de expresar el alma, sólo a las formas visibles se aplica la definición de bello (kalón) como “lo que agrada y atrae”. Esta diferencia se entiende si se tiene en cuenta que una estatua debía representar una “idea” (y, por tanto, suponía una contemplación detenida), mientras que la música se interpretaba como algo que suscita pasiones.
Debido a esta implicación que se produce en el ánimo del espectador, las formas perceptibles por el oído, como la música, despiertan sospechas. El ritmo de la música remite al fluir perenne (y disarmónico, porque carece de límites) de las cosas. Así pues, desorden y música constituyen una especie de lado oscuro de la belleza apolínea armónica y visible, y como tales se incluyen en la esfera de acción de Dionisos.
Edad Media > Cada color tiene un significado
La Edad Media cree firmemente que todas las cosas en el universo tienen un significado sobrenatural, y que el mundo es como un libro escrito por la mano de Dios. Todos los animales tienen un significado moral o místico, al igual que todas las piedras y todas las hierbas. Se llega así a atribuir significados positivos o negativos también a los colores, aunque los estudiosos ofrezcan a veces opiniones contradictorias respecto del significado de determinado color; esto sucede por dos razones: ante todo, para el simbolismo medieval una cosa puede tener incluso dos significados opuestos según el contexto en el que se contempla (de ahí que el león a veces simbolice a Jesucristo y a veces al demonio); en segundo lugar, la Edad Media dura casi diez siglos, y en un período de tiempo tan largo se producen cambios en el gusto y en las creencias acerca del significado de los colores. Se ha observado que en los primeros siglos el azul, junto con el verde, es considerado un color de escaso valor, probablemente porque al principio no consiguen obtener azules vivos y brillantes, y por tanto los vestidos o las imágenes azules aparecen descoloridos y desvaídos.
A partir del siglo XII, el azul se convierte en un color apreciado; pensemos en el valor místico y en el esplendor estético del azul de las vidrieras y de los rosetones de las catedrales: domina sobre los otros colores y contribuye a filtrar la luz de forma “celestial”. En determinados períodos y lugares, el negro es un color real, en otros es el color de los caballeros misteriosos que ocultan su identidad. En las novelas del ciclo del rey Arturo, los caballeros pelirrojos son viles, traidores y crueles, mientras que, unos siglos antes, Isidoro de Sevilla consideraba que entre los cabellos más hermosos estaban los rubios y pelirrojos.
Igualmente, las casacas y las gualdrapas rojas expresan valor y nobleza, aunque el rojo sea también el color de los verdugos y de las prostitutas.El amarillo es el color de la cobardía y va asociado a las personas marginales y objeto de rechazo, los locos, los musulmanes, los judíos, pero también es celebrado como el color del oro, entendido como el más solar y el más precioso de los metales.
Manierismo Qué hay detrás de todas esas frutas y verduras
No es casual que el manierismo no haya sido bien entendido y valorado hasta la Edad Moderna: si se priva a lo bello de los criterios de medida, orden y proporción, inevitablemente es sometido a criterios de juicio subjetivos, indefinidos. Un caso emblemático de esta tendencia es la figura de Arcimboldo, artista considerado menor o marginal en Italia, que alcanza éxito y notoriedad en la corte de los Habsburgo. Sus sorprendentes composiciones, sus retratos con rostros compuestos de objetos, vegetales, frutas, etcétera, sorprenden y divierten a los espectadores. La belleza de Arcimboldo está despojada de toda apariencia de clasicismo y se expresa a través de la sorpresa, lo inesperado, la agudeza. Arcimboldo demuestra que incluso una zanahoria puede ser bella, pero al mismo tiempo representa una belleza que lo es no en virtud de una regla objetiva sino tan solo gracias al consenso del público, de la “opinión pública” de las cortes.
Desaparece la distinción entre proporción y desproporción, entre forma e informe, visible e invisible: la representación de lo informe, de lo invisible, de lo vago trasciende las oposiciones entre bello y feo, verdadero y falso. La representación de la belleza gana complejidad, se remite a la imaginación más que a la inteligencia y se dota de reglas nuevas. Por eso, la belleza manierista expresa un desgarramiento del alma apenas velado: es una belleza refinada, culta y cosmopolita como la aristocracia que la aprecia y encarga las obras (mientras que el barroco tendrá rasgos más populares y emotivos).
Neoclasicismo 1
El gran aporte femenino a la filosofía
Don Juan, al representar el fracaso existencial del seductor, propone en cambio una mujer nueva; lo mismo puede decirse de la Muerte de Marat, que documenta un hecho histórico ocasionado por una mano femenina: no podía ser de otra manera en un siglo que marca la aparición de la mujer en la vida pública. También se ve en las imágenes pictóricas, cuando las damas barrocas son sustituidas por mujeres menos sensuales pero más libres, despojadas ya del asfixiante corsé, y con la melena ondeando libremente: a finales del siglo XVIII está de moda no ocultar el pecho, que a veces se muestra libremente por encima de una faja que lo sostiene y marca el talle. Las damas parisinas organizan salones y participan, evidentemente no como coprotagonistas, en los debates que en ellos se desarrollan, anticipando los clubes de la Revolución y siguiendo una moda que se había iniciado ya en el siglo XVII, en las discusiones de salón sobre la naturaleza del amor. En el seno de estas discusiones nació, a finales del siglo XVII, una de las primeras novelas de amor, la Princesa de Clèves de madame de La Fayette, a la que siguieron en el siglo XVIII Moll Flanders (1722) de Daniel Defoe, Pamela (1742) de Samuel Richardson y la Nueva Eloísa (1761), de Jean-Jacques Rousseau.
En la novela de amor del siglo XVIII, la belleza es vista con el ojo interior de las pasiones, preferentemente en forma de diario íntimo: una forma literaria que contiene ya en sí misma todo el primer romanticismo. Pero en estas discusiones, sobre todo, se va abriendo paso la convicción –y es la contribución de las mujeres a la filosofía moderna– de que el sentimiento no es una simple perturbación de la mente sino que expresa, junto con la razón y la sensibilidad, una tercera facultad del hombre.
El sentimiento, el gusto y las pasiones pierden pues el aura negativa de la irracionalidad y, al ser reconquistados por la razón, se convierten en protagonistas de una lucha contra la dictadura de la propia razón.
El sentimiento representa una reserva a la que recurre Rousseau para rebelarse contra la belleza moderna artificiosa y decadente, recuperando para el ojo y el corazón el derecho a sumergirse en la belleza originaria e incorrupta de la naturaleza, con un sentimiento de nostalgia melancólica por el “buen salvaje” y por el niño espontáneo que originariamente se hallaban en el hombre y que ya se han perdido.
Romanticismo > Napoleón prohíbe el suicidio por amor
“Como las viejas novelas”: a mediados del siglo XVII, la expresión se refería a las novelas de ambientación medieval y caballeresca, a las quese oponía la nueva novela sentimental, cuyo tema no era la vida fantástica de las gestas heroicas sino la vida real, cotidiana.
Esta nueva novela, que había nacido en los salones parisinos, influye profundamente en la idea romántica de la belleza, en cuya percepción se mezclan pasión y sentimiento: una muestra excelente, considerando además el destino posterior del autor, es la novela juvenil de Napoleón Clisson et Eugénie, en la que ya aparece la novedad del amor romántico respecto de la pasión amorosa dieciochesca. A diferencia de los personajes de madame de La Fayette, los héroes románticos –de Werther a Jacopo Ortis, por citar a los más conocidos– no son capaces de resistir a la fuerza de las pasiones. La belleza amorosa es una belleza trágica, frente a la que el protagonista se encuentra inerme e indefenso.
Además, como veremos, para el hombre romántico la muerte misma, arrebatada al reino de lo macabro, tiene su fascinación y puede ser bella: el propio Napoleón, una vez convertido en emperador, deberá promulgar un decreto contra ese suicidio por amor al que había destinado a su Clisson, como demostración de la difusión de las ideas románticas a principios del siglo XIX.
Siglo XX > La fascinación por las máquinas
El comienzo del siglo XX es tiempo ya para la exaltación futurista de la velocidad, y Marinetti llegará a afirmar, tras haber invitado a matar el claro de la luna como trasto inútil poético, que un coche de carreras es más bello que la Niké de Samotracia. De ahí arranca la época definitiva de la estética industrial: la máquina ya no necesita ocultar su funcionalidad tras los oropeles de la cita clásica, como sucedía con Watt, porque ahora se afirma que la forma sigue a la función, y la máquina será tanto más hermosa cuanto más capaz sea de exhibir su propia eficiencia.
Sin embargo, en este nuevo clima estético el ideal de un design esencial alterna también con el del styling, según el cual a la máquina se le da formas que no derivan de su función sino que tienden a hacerla más agradable estéticamente y más capaz de seducir a sus posibles usuarios.
En esta lucha entre design y styling es célebre el magistral análisis que hizo Roland Barthes del primer ejemplar del Citroën DS, cuya siglas, que parecen tan tecnológicas, si se pronuncian en francés, suenan como déesse, es decir, “diosa”.
Tampoco ahora nuestra historia será lineal. La máquina, que se vuelve bella y fascinante por sí misma, no ha dejado de suscitar en estos últimos siglos nuevas inquietudes que no nacen de su misterio sino precisamente de la fascinación del engranaje que se pone al descubierto. Pensemos en las reflexiones sobre el tiempo y sobre la muerte que el engranaje de un reloj inspira a algunos poetas barrocos que hablan de esas ruedas dentadas, tan penosas y lacerantes que desgarran los días y rasgan las horas, mientras el fluir de la arena en el reloj se percibe como un constante sangrar en el que nuestra vida se consume en partículas polvorientas.
Dando un salto de casi tres siglos llegaremos a la máquina de En la colonia penitenciaria de Franz Kafka, en la que engranaje e instrumento de tortura se identifican y el conjunto resulta tan fascinante que el propio verdugo se inmola a mayor gloria de su criatura. Máquinas tan absurdas como la kafkiana pueden, no obstante, dejar de ser instrumento mortal para convertirse en las llamadas “máquinas célibes”, esto es, en máquinas bellas porque carecen de función, o tienen funciones absurdas, máquinas de derroche, arquitecturas consagradas al despilfarro o máquinas inútiles.
La expresión “máquina célibe” procede del proyecto del Gran vidrio, la obra de Duchamp también conocida como La casada desnudada por sus solteros, incluso, de la que basta examinar algunos componentes parahallar directamente, como fuentes de inspiración, las máquinas de los mecanismos renacentistas.
Máquinas célibes son las que inventa Raymond Roussel en Impresiones de Africa. Pero si bien las máquinas descritas por Roussel producen aún efectos reconocibles, como, por ejemplo, sorprendentes texturas, las construidas como esculturas por un artista como Tinguely sólo producen su propio movimiento insensato, y su único objetivo es chirriar sin efecto alguno.
En este sentido son célibes por definición, carentes de finalidad funcional, nos hacen sonreír y nos incitan al juego, porque con ello mantenemos bajo control el horror que podrían inspirarnos en cuanto distinguiéramos un objetivo oculto, que forzosamente habría de ser maléfico. Las máquinas de Tinguely tienen, por tanto, la misma función que muchas obras de arte que han sabido exorcizar, a través de la belleza, el dolor, el miedo, la muerte, lo perturbador y lo desconocido.
Neoclasicismo 2 > Es verdad: antes no existían
Las excavaciones de Pompeya (1748) marcan en cambio el inicio de una auténtica fiebre por lo antiguo y originario, y consolidan una profunda transformación del gusto europeo.
Resulta decisivo el descubrimiento de que la imagen renacentista del clasicismo se refería de hecho a la época de la decadencia: se descubre que la belleza clásica es en realidad una deformación efectuada por los humanistas y, al rechazarla, se inicia la búsqueda de la “verdadera” antigüedad.
De ahí el carácter innovador que caracteriza a las teorías sobre la belleza en la segunda mitad del siglo XVIII: la búsqueda del estilo originado implica la ruptura con los estilos tradicionales y el rechazo de los temas y actitudes tradicionales en favor de una mayor libertad expresiva.
Pero no son solamente los artistas quienes reclaman una mayor libertad de los cánones: según Hume, el crítico sólo puede determinar las reglas del gusto si tiene capacidad para liberarse de los usos y de los prejuicios que desde el exterior determinan su juicio, que debe basarse, en cambio, en cualidades internas como buen sentido y libertad de prejuicios, y también método, delicadeza, habilidad.
Este crítico, como veremos, presupone una opinión pública en la que las ideas son objeto de circulación, de discusión y también (¿por qué no?) de mercado. Al mismo tiempo, la actividad del crítico presupone la liberación definitiva del gusto de las reglas clásicas, un movimiento que se inicia como muy tarde con el manierismo, y que en Hume llega a un subjetivismoestético que roza el escepticismo (término que el propio Hume no duda en atribuir, con valor positivo, a su propia filosofía).
En este contexto, la tesis fundamental es que la belleza no es inherente a las cosas, sino que se forma en la mente del crítico, esto es, del espectador libre de las influencias externas. Este descubrimiento es tan importante como el descubrimiento del carácter subjetivo de las cualidades de los cuerpos (caliente, frío, etcétera), que hizo Galileo en el campo de la física en el siglo XVII. A la subjetividad del “gusto corporal” –que un alimento tenga sabor dulce o amargo no depende de su naturaleza, sino de los órganos del gusto de quien lo prueba– le corresponde una subjetividad análoga del “gusto espiritual”: puesto que no existe un criterio de valoración objetivo e intrínseco a las cosas, el mismo objeto puede parecer bello a mis ojos y feo a los ojos de mi vecino.
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