CINE > WHISKY, LA PELíCULA MáS TAQUILLERA DEL CINE URUGUAYO
Cuatro años después de la sorpresa de 25 Watts, los uruguayos Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella vuelven a golpear con Whisky, nuevo avatar de la estética de la melancolía y el absurdo que cautivó a los festivales de cine del mundo, y ya es un éxito en Francia y España.
› Por Mariano Kairuz
En Whisky –la nueva película de los uruguayos Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll– no hay mucho alcohol, pero hay sonrisa para la foto. Es más: para el personaje de Jacobo Koller, dueño de una vieja fábrica de medias con tres empleados que sobrevive en Montevideo, la sonrisa es casi exclusivamente un gesto para la cámara.
El film pasea una mirada extrañada sobre un universo que acaso resulte raro para la mayor parte del público, al menos fuera de Uruguay. A primera vista, puede que Whisky tenga poco que ver con 25 Watts, la opera prima de Stoll y Rebella que seguía los pasos de tres veinteañeros de Montevideo a lo largo de un sábado sin demasiados eventos, en pleno verano. Cuatro años atrás, la película, filmada en blanco y negro, fue un enorme éxito de público en su país –más de 40 mil espectadores– y tuvo muy buena acogida en el circuito de los festivales de cine. Pero lo cierto es que en Whisky la principal preocupación de los directores es la misma que en 25 Watts: generar y transmitir una atmósfera, cierta sensación de incomodidad, y narrar distintas formas de soledad y de tristeza.
Los protagonistas del film debut eran chicos de la misma edad que los directores. Ahora, cuando Stoll y Rebella ya tienen treinta, los personajes de Whisky ya pasaron los cincuenta. “Cuando hacíamos 25 Watts teníamos ese discursito de ‘no, hay que hacer películas sobre los temas que uno conoce’”, dice Rebella. “Pero lo que importaba ahí no tenía que ver con la edad ni con las medias ni con la religión.” “Además –dice Stoll–, ni somos hermanos (los dos somos hijos únicos), ni somos judíos, ni tenemos sesenta años.” Y Rebella agrega: “No hacemos cine de investigación: no averiguamos nada sobre la cultura judía ni sobre la fabricación de medias. Lo que importa en la película es otra cosa.
De hecho, la ceremonia religiosa del film (la colocación de una lápida a un año de la muerte de la madre de Jacobo) no sólo funciona como disparador para otra situación (el reencuentro entre Jacobo y su hermano menor, Herman, que se ha instalado con su familia en Brasil, donde también fabrica medias) sino que aparece omitida en el relato. Jacobo le pide a Marta, su empleada de confianza en la fábrica –con quien tiene una relación de muy pocas palabras–, que se haga pasar por su esposa mientras dure la visita de Herman. En ese tono singular que tiñe las relaciones entre los personajes, mezcla de incomodidad, absurdo y tristeza, parece estar la clave de Whisky.
El de Whisky parece un universo detenido en el tiempo, fines de los ‘70 o, quizá, comienzos de los ‘80: la fábrica, sus máquinas, sus oficinas, sus medias con rombos, la máquina en la que Jacobo mecanografía un mensaje para su hermano, el auto lleno de ruiditos de Jacobo, un hotel en Piriápolis. “Ante los ojos de, por ejemplo, los argentinos, Montevideo está viejo, y es una realidad que Uruguay no es un país moderno”, dice Rebella. “Pero también podés mostrar un Montevideo mucho más aggiornado que el que mostramos nosotros. Más que para atrás, nos interesaba crear un universo atemporal. Buscamos locaciones que estuvieran como hace veinte o treinta años. La escena en la que compran masitas en una panadería originalmente era en un supermercado, que es un lugar obviamente más moderno, pero cuando fuimos a verlo nos dimos cuenta de que tenía algo que nos jodía, y a mí la locación de la confitería me encanta. Y es así: existe y funciona.” “Y Piriápolis, fuera de temporada –retoma Stoll–, es como se la ve en la película. El hotel es de los años ‘30, cuando tuvo su esplendor, y está como que se cae a pedazos: conserva esa cosa de pasado rutilante, pero medio extraña.”
Esa extrañeza se hace patente en el humor de la película, en la distancia casi extranjera que adopta sobre personajes y situaciones. “Tratamos de mantener un balance –dice Rebella–, pero la gente a la que le gustó mucho la película se llevaba más el aspecto de comedia. En Japón estaban fascinados con la película, pero yo me preguntaba: ‘¿Por qué no se ríen?” Stoll: “Nunca sabíamos hasta dónde iba a funcionar el planteo: algunos amigos me dijeron: ‘Me cagué de la risa’, pero el pibe que trabaja en el bar de enfrente de mi casa lloró”.
La película lleva hecho un impresionante recorrido en el circuito cinematográfico internacional, no sólo el festivalero sino también el comercial, con más de 130 mil espectadores en España y 80 mil en Francia. Stoll y Rebella saben que esa repercusión tiene que ver en parte con la visibilidad actual del cine latinoamericano en el mundo. Según Rebella, “es un reduccionismo que mete en la misma bolsa cosas como Trapero y Rejtman, que son como dos corrientes distintas y hasta antagónicas”. Con todo, a Stoll no se le escapa cierto aspecto conveniente de la situación: “Gracias a eso, los festivales hacían foco en el cine argentino, y es probable que un francés no distinga mucho la Argentina de Uruguay. A nivel cinematográfico y político a mí me rompe las pelotas, pero a nivel comercial nos sirvió”.
En cuanto al éxito que tuvieron jugando de locales, los directores dicen que el fenómeno de la película en Uruguay (algo más de 50 mil espectadores) tiene cierto carácter futbolero. “Como casi no hay películas uruguayas –dice Stoll–, cada una es como un partido de la selección contra Brasil. Como ahora Jorge Drexler, que tiene una canción nominada al Oscar y es una especie de orgullo nacional.” Rebella: “A los 80 mil franceses les chupaba un huevo si era uruguaya o argentina; a los 50 mil uruguayos, lo único que les importaba era que era uruguaya”. “El 50 por ciento la fue a ver porque ‘los uruguayos somos así’ –remata Stoll–, y el otro 50 ‘porque los uruguayos no somos así’. Pero nadie va realmente a ver la película.”
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