ARQUITECTURA
El Museo de Arte Decorativo expone maquetas, fotos y objetos de las casas construidas por Alvar Aalto, el arquitecto finlandés que concilió la palabra hospital con la palabra hospitalario.
› Por María Gainza
La sentencia, pronunciada por un filósofo que entendió el siglo XX –aquella disparatada Fiesta de Té del Sombrerero Loco de la que aún no nos reponemos– mejor que muchos, parecería confundir a los historiadores del arte y, aún más, a los curadores: “Cada obra de arte es la enemiga fatal de cada otra obra de arte”. Lo dijo Adorno. Como aquel mítico coleccionista japonés que no podía mirar más de un Manet por día porque dos le parecían demasiada información para una sola jornada, hay cosas que ganan en soledad. Cada diseño de Alvar Aalto empieza y termina en sí mismo, por eso, la pequeña muestra del Museo Nacional de Arte Decorativo, si bien deja con ganas, alcanza para apreciar un par de obras de lo mejor que dio –y dio mucho– la arquitectura finlandesa.
Un diseño de Aalto tiene la armonía y serenidad de la música de cámara. Así lo describió el historiador Siegfried Giedion cuando se sumergió en el estudio de su obra. En ese sentido, la muestra es un solo de piano: íntima y de escala modesta. Es un recorrido mediante fotografías, maquetas, sillas, lámparas y jarrones, por las casas de Alvar Aalto. Nada de los edificios públicos, ni de bibliotecas, fábricas, universidades, iglesias y museos construidos por el finlandés, apenas un puñado de casas familiares que en su gloriosa sencillez materializan su pensamiento: “Hay un motivo subyacente en la arquitectura que, tarde o temprano, siempre se hace ver, y es el ideal de crear un paraíso”. Villa Mairea sería su ejemplo más perfecto. Una casa construida en 1938 en un bosque de pinos sobre la cima de las colinas de Finlandia. Allí Aalto fusionó la arquitectura racionalista con la calidez de su tierra y su interés por la pintura cubista. El resultado exterior es una yuxtaposición de masas anchas horizontales y superficies estriadas verticales, mezcla de piedra áspera, madera de teca, pino y tejas. El interior, en cambio, es la abstracción de los bosques y lagos de la región, un despejado paisaje interior.
Así como España está en los collages de Picasso e Irlanda en cada cuento de James Joyce, Finlandia está en cada uno de los edificios de Aalto. Nacido en 1898 en el pueblo de Kuortane, de joven su familia se mudó a Jyvaskyla, lugar donde Aalto pasaría sus siguientes 24 años y donde construiría la mayor parte de sus edificios (de los 70 que diseñó para el pueblo, 37 fueron concretados). El mundo conoció a Aalto en 1928 con la construcción del Paimio Tuberculosis Sanatorium. Aalto dijo: “El verdadero funcionalismo de la arquitectura deber reflejarse, principalmente, en su funcionalidad bajo el punto de vista humano”, y eso hizo y a eso se dedicó. El sanatorio de Paimio fue uno de los pocos momentos en que la palabra hospital se rozó con hospitalario. Hasta entonces, las habitaciones habían sido concebidas para una persona de pie, pero una habitación para enfermos, pensó Aalto, debía pensarse en relación con alguien en estado horizontal: entonces los techos bajaron y se pintaron de un sereno color celeste, la luz se ubicó fuera del ángulo de visión del paciente, se colocaron radiadores de techo para que el calor apuntara a los pies y no a la cabeza, los chorros de agua del baño se colocaron de tal manera que incidieran sobre la porcelana en ángulo agudo evitando el ruido molesto y se diseñó una silla, la célebre silla Paimio, que facilitaba la respiración.
Lo que resalta la muestra es que sus grandes palabras no terminaron plasmadas solamente en grandes edificios. En cada una de sus casas se ve la sabia, impecable conjunción, del frío glacial de la Bauhaus y del excesivo termostato de un Frank Lloyd Wright. Y el hombre en el centro de cada idea. Aalto temía que la rápida industrialización llevara a la alienación social y uno de sus experimentos más célebres consistió en moldear la cálida madera del abedul –predominante en los bosques de su país– en formas curvilíneas y orgánicas para atrapar algo de ese nunca bien ponderado calor de hogar.Como la arquitectura y el diseño fueron siempre en Aalto ramas del mismo árbol, sus experimentos se extendieron a los muebles y objetos. Con su primera mujer, Aino Mariso, fundó Artek, una compañía que desarrolló, entre otras cosas, sus célebres vasos Savoy: jarrones y bols de vidrio como algas escurridizas de Matisse.
“Hay dos cosas en el arte: la humanidad o su falta.” 30 años más joven que Frank Lloyd Wright –quien declaró “Aalto es un genio” cuando vio su Pabellón finlandés para la Feria Mundial de Nueva York en 1939– y una década más joven que Le Corbusier y Mies van der Rohe, Aalto fue uno de esos pocos arquitectos que pudieron ver a través de las paredes. El mismo que cuando le preguntaron sobre la importancia de la experimentación en su obra declaró: “Claro que uno puede y debe volar. Pero siempre debería hacerlo con un pie –o al menos con el dedo gordo– en el piso”.
Las casas de Alvar Aalto
Febrero-marzo
Museo Nacional de Arte Decorativo
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