PLáSTICA > LAS PINTURAS BLANDAS DE LEDA CATUNDA
Pintando sobre materiales que podrían considerarse versiones 3D de la tela clásica –toallas, cortinas, alfombras–, la brasileña Leda Catunda consigue que la pintura se salga del lienzo para acercarse al espectador, invitándolo a cometer la mayor herejía de la plástica occidental: tocar las obras.
› Por María Gainza
La pintura, que durante años durmió en camas doradas, en tumbas de vidrio, se fuma un cigarrillo, toma una lata de cerveza, sacude su cabello, aprende a reír, a andar en bicicleta, a nadar, se topa con un chico en un taxi y juntos salen a pasear. Algo así, no exactamente así pero muy parecido, recitaba Claes Oldenburg cuando algún crítico entrometido le preguntaba sobre el porqué de sus obras. Sobre exactamente qué lo había llevado a concebir esas gigantescas hamburguesas y helados de tristeza elefantina derritiéndose como manteca en la mano. Algo de esa misma insatisfacción por los límites físicos establecidos históricamente para la pintura se puede encontrar también en las obras de la brasileña Leda Catunda expuestas, desde hace unos días, en la Galería Alberto Sendrós. Algo de eso y algo más.
Si se mira una obra de Catunda por un buen rato, tarde o temprano, se comienza a sentir un cosquilleo en las yemas de los dedos. Entonces hay que aprovechar una distracción del galerista. Porque los volúmenes blandos de Catunda son obras que se terminan de ver recién cuando llegamos a tocarlas. Pero si las ramas alambicadas de un terciopelo azul se sienten como una caída de hojas en otoño, los retazos de cerezos en flor se escuchan como una flauta lejana y los óvalos celestes saben a mar dulce, es porque sus obras disparan percepciones que surgen de una extraña mezcla de los sentidos. Como el pastor que en La sinfonía pastoral de Gide enseña a la joven ciega a ver a través del tacto y del oído, Catunda puede generar uno de los momentos más raros del día. Su obra, mezcla de géneros diversos y pinturas, convierte hasta al espectador más recio en un sinestésico: una de esas personas que poseen lo que los médicos llaman “una rara condición” y los artistas “un don”, la posibilidad de ver sonidos, sentir colores y saborear formas. Y que alguien nos pueda llevar hasta ese estado –en un lugar público y sin asistencia química– es siempre interesante.
Claro que como todo el buen arte brasileño, el suyo no es pura fenomenología. Desde hace dos décadas Catunda viene perturbando con una obra interesada sistemáticamente en la naturaleza de la imagen. Nacida en San Pablo en 1961, la artista forma parte de lo que en Brasil se rotuló como la generación del 80, un grupo de artistas que fueron absorbidos meteóricamente por el mercado (aquí, una solemne nota al pie diría: a diferencia de la Argentina, la existencia en Brasil de un entramado sólido de universidades, galerías, público, historiadores y críticos, permite que, en buena medida, cada boom lance lo mejorcito del lugar y no lo que encuentra a mano). En el caso de Catunda su universo conceptual comenzó a delinearse a partir de imágenes preexistentes que transportaba a la tela y luego retocaba con pintura, y más tarde por imágenes arquetípicas como acuarios, gatos, cascadas, montañas y formas orgánicas. Todo sobre materiales absolutamente heterogéneos –toallas, cortinas, alfombras– y muchas veces unidos mediante la máquina de coser.
El año pasado, una muestra en la Fundación Centro de Estudios Brasileiros (Funceb), curada por Karina Granieri, presentó a la artista en Buenos Aires. Para esa ocasión la historiadora Viviana Usubiaga describió en el catálogo cómo Catunda “desafía la pintura, sin abandonarla”. Quizá por eso, en las obras exhibidas en esta segunda visita, la pintura siempre parece colocada de una manera que parece desprolija pero que en realidad es despreocupada. Como pinceladas que cubren sin realmente quererlo. Esa sensación de falta de terminación funciona en Catunda como un antídoto contra la solemnidad de la buena factura. Y aun cuando sea ésta una de las formas que elige la artista para discutir el status mítico de la pintura en la historia del arte, es encantador ver cómo sus obras no predican, sino que, sin darnos cuenta, nos envuelven en el diálogo.
Catunda tiene lo que se dice obras gordas, de esas que cuestionan abiertamente la bidimensionalidad de la pintura, y lo que el historiador y hasta el año 2000 director del Museo de Arte Moderno de San Pablo, Tadeo Chiarelli, en el libro publicado por Cosac & Naify, llama acertadamente “relieves pintados”. Es un trabajo que habita una región entre la pintura y la escultura. Algo siempre en el camino a ser otra cosa. Hay que ver estas obras. Suena a maestra de colegio recordar que recién cuando uno se para frente a una pintura empieza a verla. Pero en el caso de Catunda no está de más volver a recordarlo porque su obra es realmente de esas que la reproducción fotográfica destroza. La escala de sus trabajos y más aún, su presencia como objetos, es clave. Y la relación intransferible del cuerpo de las obras frente a nuestro propio cuerpo tiene la potencia de un tren.
El mundo de Catunda no es el del ámbito femenino como muchos han creído reconocer al ver las costuras que unen los materiales. El suyo es un mundo artesanal, si se quiere, preindustrial, que tiene algo de tapicería, de acolchado, de bordado. Y sin embargo uno no miente si dice que una obra de Catunda es en definitiva un clásico óleo sobre tela. Claro que ya no es el lienzo mudo al que la historia nos acostumbró, ese que la pintura habitualmente cubre hasta volver invisible, sino uno con carácter propio, con sus propias texturas, patrones y colores a la vista, casi compitiendo con la pincelada. El soporte, que pasó inadvertido hasta que Toulouse Lautrec hizo lo que hizo con él, cobra primer plano. Y lo que llamamos tela se vuelve paño, tapete, colchón, toalla, lona. Entonces Catunda pinta sobre estas superficies barrocas, cargadas de información, saturándolas con gouaches, papeles de colores, sedas, plotters y clacos.
En la obra de Catunda los colores parecen los de una heladería: rosa frambuesa, verde limón, marrón glace, naranja melón. Son colores que circulan por un mundo que, como la naturaleza, no conoce las líneas rectas. Después están las formas orgánicas que se entrelazan, como garrapatas. Y no se sueltan. Como abrazos primordiales. Por momentos la obra de la brasileña parece una topografía del inconsciente cubierta de dibujos e imágenes universales: paisajes, mares y bosques que se repiten. Un reino artificial que no recrea la naturaleza sino que la vuelve a construir, de cero. En estas formas ambiguas, paisajes por acumulación y yuxtaposición, la artista captura el continuo ir y venir de la vida. Hay también cierta nostalgia en las imágenes de Catunda. En objetos que, como cristalizaciones, contienen lo animado en formas inanimadas. Y la forma en que este bosque petrificado convive con, o gracias a, una poética de lo blando –como ella misma define su trabajo– es lo que paradójicamente da solidez a sus obras.
El curador Paulo Herkenhoff escribió que en algún momento Leda Catunda le robó la toalla a Tom Wesselman y se puso a pintar sobre ella. Probablemente estaba haciendo alusión a una obra de Wesselmann llamada Bañera, donde una imagen plana de una señorita saliendo del la ducha convive con radiadores, cortinas de baño y toallas reales que salen del plano y avanzan sobre el piso. De la misma forma transita Catunda el camino de la pintura al objeto. Si el espectador no estaba dispuesto a acercarse a la obra, ella se acercaría a él.
Catunda ha traído a Buenos Aires su propio jardín botánico hecho de terciopelos, algodones, tules y cortinas. Con un módulo básico que en muchas de sus obras es la gota. Una gota que puede ser lágrima, lengua, vientre. Y que multiplicada no da mar, sino racimo. Porque esa medida primordial con la que la artista trabaja no tiende a diluirse sino a amontonarse. En Catunda, como En el jardín de las delicias de El Bosco, el mundo parece haber sufrido una transformación radical. Espacios donde el agua, el líquido amniótico que nos mantiene con vida, se desborda como en una bañadera, produciendo crecimientos misteriosos: las frutillas gigantes de El Bosco, los gotones hinchados de Catunda. Tienen algo de Génesis y de diluvio universal. Y después están esos espacios ambiguos donde Adanes y Evas, como desgarbadas parejas de extraterrestres, caminan desorbitadosentre ríos, caminos ondulados y pequeños lagos. Entonces, al mirar sus obras uno recuerda eso que decía Keats: “La imaginación puede ser comparada al sueño de Adán: cuando se despertó, éste lo creyó verdad”.
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