Sábado, 30 de abril de 2005 | Hoy
CASOS > ¿QUIéN HIZO DE LA PAMPA UN DESIERTO?
Que el centro-oeste pampeano sea un desierto no es sólo culpa de la naturaleza.El fenómeno y sus consecuencias (el despoblamiento de la zona, entre otras) llevan años despertando controversias. Tal vez haya llegado el momento de saber realmente por qué La Pampa (que tiene el ombú) ya no tiene el agua que alguna vez tuvo.
Por Juan Sasturain
“Detrás de los equivocos /
se vienen los perjudicos”
A. Yupanqui
Partiendo desde Santa Rosa, primero hacia el norte y después virando en ángulo recto apuntándole con la ruta perpendicular a la cordillera, el viaje al occidente pampeano es una experiencia simple y reveladora: asistir al progresivo paso, en apenas 300 kilómetros, desde las tierras fértiles a la consabida aridez de la imponente, intimidatoria meseta basáltica, sólo interrumpida por las pecas de sus ojos de agua. Sucesivamente, primero los campos de pastoreo sustituyen el espacio de siembra, y después, en manchones boscosos cada vez más nutridos, el caldén –perfil y figura– se apodera del paisaje con la misma naturalidad con que campea en el escudo provincial. Hasta que todo vuelve a cambiar. Como si el antiguo dibujo vacilante del Salado –la huella de lo que hubo de haber habido– estableciera un límite riguroso, la jarilla y sus achaparrados socios copan el paisaje del borde del camino al horizonte y la ondulación del terreno comienza a deschavar los médanos de abajo. Itinerario terminado: estamos en el desierto.
¿Ya, tan pronto? Es que no sólo las estaciones climáticas suelen adelantarse. También las zonas, los espacios territoriales suelen dar un paso de decenas de leguas y leguas adelante o recular otro tanto. Acá, uno siente que la Patagonia ha trepado en el mapa, vadeado el Colorado y –paradójica mancha de sequía– ha crecido desde abajo y copado largamente el centro-oeste pampeano. ¿Qué pasó?
Para entenderlo, primero habría que deslindar ciertas nociones confusas, del tipo de los equivocos que menta Atahualpa en las Coplas del payador perseguido. El primer equivoco es que ni La Pampa es toda la pampa sino sólo una mínima parte; y que ni la pampa es toda La Pampa sino bastante menos. Pero es así, desfasada, secamente, como se llama la postrera y recortada unidad política. Pasa con las provincias que llegaron tarde a la categoría de tales –el otro caso es Chaco–, y que a falta de un nombre consuetudinario, decantado por el uso o la falta de reconocimiento de sus topónimos originales por lo tardío del asentamiento civilizatorio (por llamarlo así), les impusieron nombres descriptivos, propios de la geografía física, anteriores a que la historia, la política y la economía hicieran su trabajo de sembrado onomástico. Es decir: ser bautizado oficialmente “La Pampa” es como reconocer que no se tiene historia sino sólo geografía. Eso le da a La Pampa un aire primitivo, “anterior”, de cierta salvaje virginidad impuesta por un paisaje apenas alterado: el espacio es ostensible; la provincia mediterránea apoyada en el Colorado y diseñada con regla y ángulos rectos remite, desde el nombre y constantemente, al mapa.
La definición ortodoxa de desierto es a la vez geográfica –zona llana sin agua– y cultural: zona despoblada, sin civilización asentada. En términos generales, de “curso natural” de los hechos, la segunda definición es consecuencia de la primera: sin agua no hay posibilidad de desarrollar una cultura. Claro que la ecuación no es irreversible: desde la cultura en tanto tecnología se puede ir al desierto y darle agua, transformarlo en zona fértil. Pero también hay otra, más perversa: desde la cultura se puede ir contra la naturaleza y transformar una tierra fértil en desierto. En el fondo, debajo, detrás y arriba, está siempre el agua. Así, el nuevo equívoco ya no es espacial sino de un orden diferente, casi ontológico: el desierto, ¿es o se hace?
Es un viejo asunto. Cuando hace un siglo y medio largo arranca La cautiva bajo una cita de Victor Hugo, con el rotundo “Era la tarde y la hora / en que el sol la cresta dora / de los Andes. El desierto / inconmensurable, abierto...”, Esteban Echeverría propone un espacio, la pampa, que por entonces empezaba ahí nomás, y lo define como desierto. Otra vez la cuestión manifiesta entre naturaleza y cultura, geografía e historia. Para el sentido común argentino incorporado, el desierto entra en la historia cuando la civilización –dueña de la pelota y de la palabra– lo alcanza, lo modifica y lo puebla. ¿Lo puebla? ¿Es que no tenía agua y estaba despoblado? Echeverría nombra desierto a lo que entonces no lo era en ninguno de los dos sentidos: había agua y había población. ¿Qué quiere decir entonces el poeta? Quiere decir que era territorio bárbaro, poblado pero no civilizado: eso es Sarmiento, civilización y barbarie, la tesis del Facundo en estado puro.
La cuestión sustantiva, entonces: nombrar como vacío lo que no lo es. El desierto que no era tal fue bautizado de prepo, y después se obró en consecuencia. Todo el proceso “civilizatorio” que termina con la ocupación de la totalidad de las tierras fértiles de la pampa argentina se funda en esta idea. Es que los indios pueblan pero no se asientan, y como en la pampa no hay piedra apilada ni palabra escrita, no hay civilización: todo es precario, móvil (mueble, no inmueble), empujable primero, arrasable después. La conquista del desierto es paradójica desde el nombre –si no había nada, ¿qué se conquistó?–, y en realidad sólo fue la ocupación a sangre y fuego, durante el último tercio del siglo XIX, de vastos territorios indios, para incorporarlos –como tierras de pastoreo primero, y de cultivo después– al circuito económico agroexportador sustentado en el previo reparto latifundista.
Es tan alevoso el proceso que –por ejemplo– La Pampa, como provincia, subraya con sus límites el perímetro de las propiedades privadas. Y lo mismo pasa con los caminos y rutas, que –excepto transversalidades relativamente recientes, funcionales para el tránsito rápido hacia otros destinos, en la cordillera– dibujan los codos, bordean las primitivas estancias, no las atraviesan. Quiero decir: los caminos y límites políticos se dibujan a partir de la previa repartija de la tierra. Sólo rastrilladas abandonadas, equivalentes culturales a los naturales cauces secos, indican la posibilidad de un ordenamiento diferente. Eso fue lo que se hizo con ese falso desierto.
Pero eso no ha sido todo, amigos: hay que ver qué pasó con el verdadero desierto, este que recorremos y que lo es, en todos los sentidos, aunque no siempre lo fue. Si aquél no era, a éste lo hicieron.
Uno va en coche; va y va. Lo mismo adelante que atrás y alrededor. ¿Hasta dónde se puede entrar al desierto?, propone el viejo acertijo. Sólo hasta la mitad –es la obvia, tramposa respuesta–, porque después se empieza a salir. Pero es que cuando uno se mete, transita o se sorprende de repente en el corazón de La Pampa, al girar la mirada en derredor siente que incluso esa verdad lógica de sentido común es sospechable. El desierto es infinito por sensación y definición: mientras se está adentro, no hay salida. Y además parece infinito en términos temporales: el desierto es lo que ha sido y será.
En el mapa –en el que uno tiene sobre las rodillas mientras anda por el desierto y verifica– hay señalizaciones físicas y referencias de demarcaciones políticas entreveradas. Los ríos, los caminos y el ferrocarril están marcados con líneas continuas de diferente tipo y color. Otras líneas, formadas por rayas y puntos alternados, indican los límites provinciales o departamentales. La intermitencia indica su naturaleza convencional, provisoria y temporal: no se las encuentra en el suelo, son imaginarias.
Pero hay una tercera forma de señalización que participa equívocamente de las otras dos. Son líneas también de rayas discontinuas, guiones acoplados; a diferencia de los anteriores, no remiten a demarcaciones imaginarias sino reales, de las que se encuentran en el suelo: son las marcas que indican donde hubo agua y ya no la hay, o donde a veces puede haber, o mejor, donde hubo de haber habido. Al desierto central pampeano lo atraviesa de norte a sur una paradójica lluvia de trazos intermitentes que se cruza con una nutrida serie de renglones de pespuntes horizontales, amplia zona de bañados contigua a las lagunas alguna vez comunicadas en red, como se dice ahora. Ese desierto real, que en el mapa es un espacio pespunteado, es exactamente el lugar donde la geografía se cruza con la historia y la política, el lugar del sentido. O del sinsentido: la zona rayada.
Tras los equivocos sistemáticos se han venido los perjudicos históricos. La civilización que realizó la campaña del desierto –guerra de exterminio para conseguir más tierras– despobló para poblar a su manera. Y la civilización que se asentó en esos conceptos y esas tierras pisó, usó y manipuló el supuesto desierto. Es decir que a la cuestión sustantiva le sigue la verbal, la verbalización del desierto: acción y pasión, hacer y padecer. Porque si el desierto es en definitiva lo vacío pero también lo abandonado –encontrar desierto, dejar desierto-, hay una tercera instancia que es provocar desierto, vaciar lo que estaba ocupado –por agua, por gente– mediante dos verbos-acciones derivados: desertar y desertizar. El centro-oeste pampeano, esa zona rayada, está desierto –sin haber sido desierto en origen– porque alguien desertó y permitió que se desertizara.
En el caso pampeano, el que desertó fue el Estado. El Estado regulador y mediador entre partes dejó que una parte se desertizara. Postergada la zona hasta 1952 como provincia con atributos de pleno derecho –La Pampa fue largamente territorio nacional, zona estatal, tierra de nadie–, llegó tarde a la mayoría de edad, y cuando quiso hacerse lugar, encontró una política de hechos consumados que la había considerado mero patio trasero, sureño apéndice de Cuyo.
La cuestión fue el agua, claro. Más precisamente, el uso y abuso de los ríos interprovinciales. Porque el progreso tecnológico y su aplicación unilateral, sin criterio integrador, sólo traen desequilibrio o injusticia a secas. Así, en algún momento, sin que mediaran acuerdos ni miradas al costado o hacia abajo, una zona restringida se irrigó minuciosa mientras una amplia superficie se agostaba sin remedio. En este caso, el desarrollo del riego artificial en Mendoza casi desde principios de siglo XX fue cortando el chorro, el fluir natural y derrame hacia el sur de la amplísima cuenca del Desaguadero a través del Atuel y del Salado, los dos ríos que desde siempre habían regado la región pampeana cruzándola por el medio, de noroeste a sudeste, hasta terminar vertiendo sus aguas –tras un sistema de bañados y lagunas– por el Curacó, en el Colorado. Esas eran las aguas que vieron, bebieron y registraron los viajeros históricos desde el siglo XVIII, las aguas cuyas orillas poblaron los indios y que los soldados debieron atravesar para perseguirlos. Pero eso es historia antigua.
La historia moderna y el paisaje actual que la hereda cuentan y muestran cómo, primero en forma paulatina y después abruptamente, el centro-oeste pampeano se fue quedando sin agua mientras Mendoza prosperaba, se daba dique –cada vez más dique, literalmente– hasta provocar la interrupción lisa y llana del fluir del Atuel. Hace mucho de esto: en 1947-48, la construcción aguas arriba en su alta cuenca del bello y alevoso complejo de diques y centrales Los Nihuiles fue el golpe de desgracia. A partir de entonces, el antiguo río interprovincial dejó de mojar La Pampa durante casi un cuarto de siglo... Exactamente: durante veinticinco años, salvo en momentos puntuales de gran acumulación de nieve en su nacimiento –la Laguna del Atuel– o de lluvias muy importantes en sus cuencas media y baja, el agua literalmente desapareció de esa zona pampeana hasta 1973.
Al no llegar más el agua, los bañados dejaron de bañarse, la gente de juntarse, el ganado de ganar: hubo un éxodo importante, corrimiento hacia el verde incluso más allá de la provincia, cambios de los puesteros.
Humanos y animales desertaron mientras la erosión hacía su trabajo –tuvo décadas y kilómetros de tiempo y campo libre–, y lo hizo a fondo: los viejos cauces del Atuel y del Arroyo de la Barda se fueron cerrando con la vegetación que buscaba la poca humedad allí y sopló el viento en los cauces vacíos, “los médanos vivos encontraron atractivo aposento en los secos meandros”, como dice la crónica de la desertización. El verde bañado del Atuel y el de Chadí Leuvú se blanquearon en enormes secadales, salinizados hasta la saturación.
A la cultura del agua sucedió la cultura residual del desierto. Varias generaciones de tenaces supérstites del despoblado oeste pampeano nacieron y crecieron sin el río, se armaron una vida adaptada a los rigores de la escasez de fuentes de agua dulce. No sabían ni aprendieron a nadar pero sí a hacer pozos –los jagüeles–, buscando el último recuerdo del río subterráneo en el viejo cauce seco que usaron incluso de corral para los pocos animales. Hasta que el agua volvió un día. Y cuando volvió lo hizo tarde y mal, como suele suceder.
Allá por 1973, a raíz de una crecida excepcional, de grandes caudales, reapareció el río. Desordenado, rompiendo tapones y moviendo médanos, arrastrando jagüeles, doblegando empeños. El agua joven e inexperta de costumbres ancestrales dibujó nuevos cauces y cerró otros, avanzando por donde podía, dibujando un nuevo mapa de expectativas y trayendo, a su vez, inconvenientes de distinto tipo a los ribereños. Son los que persisten hasta ahora: el agua dulce llega, pero no demasiada e irregular, con alteraciones graves en tiempo, volumen y trazado de los cauces. De algún modo el agua resulta incontrolable y por eso sigue habiendo dificultades para su aprovechamiento racional. Al díscolo Atuel hay que ponerlo en caja. Y La Pampa, que lo necesita, no puede ni debería hacerlo sola.
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