ENCUENTROS > ERIC HOBSBAWM CARA A CARA CON LAS PERSONAS SOBRE LAS QUE ESCRIBIó
A principios de este año, el gran historiador inglés Eric Hobsbawm fue invitado al Foro Político Mundial organizado en Turín (Italia), donde se encontró por primera vez cara a cara con las personas que hicieron la historia de la que él tanto escribió: 13 ex presidentes y ex primer ministros, 9 ex cancilleres y varios aviones cargados de diplomáticos y funcionarios entre los que se contaban Gorbachov, Helmut Kohl, Giulio Andreotti y Lech Walesa. Esta es la crónica de ese viaje.
Estuve a punto de conocer a Mijail Gorbachov cuatro años atrás, en una conferencia centenaria de la Fundación Nobel en Oslo, donde confluían una selección de premios Nobel y un elenco de académicos. Había aceptado la invitación porque iba a estar presente Gorbachov, pero al final no apareció, y mi compañero de mesa resultó ser el surcoreano Kim Dae Jung, que sin duda es una figura admirable pero no alguien que haya hecho por sí solo mucho más que cualquiera para salvar al mundo del peligro de una guerra nuclear. Porque fue Gorbachov el que aseguró la transición en la URSS e impidió que el imperio soviético terminara en un baño de sangre, como sucedió en Yugoslavia.
Este año tuve más suerte. El Foro Político Mundial (cuyo presidente es Gorbachov) me invitó desde Turín a participar de una asamblea general que conmemoraría, bajo el título 1985-2005: Veinte años que cambiaron el mundo, el momento en que, luego de convertirse en el líder de la URSS, Gorbachov lanzó su ofensiva por la paz mundial y la perestroika en su propio país. Me apresuré a aceptar. Era mi oportunidad, como fanático, de rendirle tributo a un héroe. Aun cuando fuera un héroe trágico.
¿Por qué Turín? ¿Por qué no? Turín tiene más afinidad histórica con el proyecto de Gorbachov que la que tiene Davos, con su Foro Económico Mundial, con una reunión de capitalistas triunfales. Después de todo, es la ciudad de Gramsci y de Togliatti, el lugar donde nacieron el partido comunista italiano –cuya política inspiró la pre-perestroika de Gorbachov– y liberales combativos como el distinguido y admirable Franco Venturi, comandante partisano e historiador de la Ilustración europea y el populismo ruso. Severa, de una irreprochable seriedad intelectual, no hay ciudad italiana que pueda lucir tantos antecedentes antifascistas, incluso entre sus hombres de negocios más poderosos.
Turín siempre me gustó, pese a su predilección por la pomposidad de los estilos arquitectónicos del principesco siglo XIX. A diferencia de Milán, la ciudad no ha perdido su cohesión ni sus lazos orgánicos con las montañas circundantes. Tiene un milieu académico genuino y una Academia de Ciencias, que alguna vez tuvo de presidente honorario al primer cónsul Napoleón Bonaparte. Estuve allí por primera vez durante su período de gloria, cuando era la Detroit italiana a instancias del regio Gianni Agnelli (el "Avvocato") y, al mismo tiempo, cuartel general de la distinción literaria e intelectual italiana a instancias del igualmente regio pero financieramente mucho más inestable Giulio Einaudi, hijo del hombre que se convirtió en el primer presidente de Italia. La suya fue la editorial más prestigiosa del país (Pavese, Calvino, Vittorini, Primo Levi, Natalia Ginzburg, por no mencionar a Gramsci) y, durante un par de décadas después de la guerra, probablemente la mejor del mundo. Einaudi solía invitar a autores (mal pagados) como yo a cenar al opulento restaurante Cambio, intacto desde que Cavour, sentado a una de sus mesas, planeara la transformación del reino de Saboya en el reino de Italia.
Esos tiempos ya pasaron. Tanto Giulio como el "Avvocato" (cuyas muertes merecieron no menos de ocho páginas del diario La Repubblica) han muerto. El fin del fordismo hizo que la ciudad perdiera un cuarto de su población y el fin del comunismo le aportó los albaneses y los rumanos. La Fiat –cuya fuerza de trabajo pasó de 60 mil a 15 mil trabajadores– está en conflicto; me cuentan que los chinos están considerando una oferta. Turín ya no es lo que era, salvo para la Juventus y el bello cordón alpino que la rodea. ¿Mantendrá la Juventus su supremacía sin el respaldo del extinto Agnelli? Si la economía local, con la esperanza de revitalizarse, está invirtiendo su dinero en las Olimpíadas de invierno del año que viene, ¿por qué la ciudad no habría de asumir un posible destino de centro de convenciones? Es evidente que los poderosos de Turín y el Piamonte que nos recibieron y patrocinaron piensan que un evento capaz de atraer a 13 ex presidentes y ex primer ministros, nueve ex cancilleres y varios aviones cargados de diplomáticos y funcionarios gubernamentales es algo que confiere prestigio.
No recuerdo una experiencia parecida. Es raro que los historiadores se encuentren en presencia de sus objetos de manera masiva; incluso hoy, cuando la TV nos familiariza diariamente con los rostros de la gente que toma las decisiones a nivel nacional y mundial. Es un panorama inesperado: como visitar el museo de Madame Tussaud y descubrir que las figuras de cera han sido reemplazadas por los originales. Estrechamos sus manos, compartimos la mesa en las comidas, podemos hacerles preguntas y escuchar sus respuestas, cordiales pero por lo general anodinas. Y la seguridad es menos obvia que la de un museo.
Adentro, unos cien señores maduros y mayores y el habitual puñado de mujeres están sentados de un lado de un largo rectángulo de mesas, en el hall de una academia militar en el barroco Victor Emmanuel, mirándose unos a otros a través de un amplio espacio y escuchando traducciones simultáneas de y a los idiomas habituales más el polaco (los polacos enviaron a dos ex presidentes de ideas muy diferentes y un ex primer ministro). En ángulo recto a mí, en el extremo de la mesa, veo al encogido y astuto Giulio Andreotti, siete veces primer ministro de Italia entre 1972 y 1992; la rígida apostura marcial del general (luego presidente) Jaruzelski, que suprimió Solidaridad y negoció el fin del comunismo polaco, y al mismísimo Mijail Gorbachov, asombrosamente bien mantenido, elegante y afable, aunque algo empequeñecido al lado de su vecino, el enorme Helmut Kohl, el canciller más longevo de Alemania, a la que reunificó en 1990. Hasta un historiador viejo y cínico se impresiona con semejante elenco.
Terminé sentado entre el consejero nacional de seguridad de Reagan de 1981 y un ex funcionario francés, y frente a un israelí anti Sharon con el que hablé durante el almuerzo y que resultó que había estado a la cabeza de la Mossad en tiempos previos al Likud. También reconozco una aparición checa procedente de un pasado que me gustaría olvidar: Rudolf Slansky junior, expulsado del partido por participar de la primavera de Praga, más tarde militante de la Carta 77. Me sigue resultando parecido a su padre, ejecutado en 1952: la víctima comunista más prominente del último y más abiertamente antisemita de los procesos-shows de la Europa oriental stalinista. En algún lugar de la mesa, Lech Walesa explica que ni la política rusa ni los comunistas polacos tuvieron nada que ver con la reconquista de la independencia polaca: todo fue obra de Solidaridad y del Papa. (Mi vecino no parece demasiado impresionado, y eso que él fue el que firmó los cheques para pagar las operaciones de la CIA en la Polonia de esa época.)
Y lo que es aún más extraño: me doy cuenta de que estoy en medio de un cónclave de fantasmas. Exceptuando a los chinos, que rehúyen los debates públicos, una sorprendente porción de los que tomaron las decisiones que cambiaron el mundo en los años '80 están aquí. Pero los que hoy gobiernan sus países brillan por su ausencia. No hay nadie que represente a la Rusia de Putin, ni al Washington de Wolfowitz, ni a la Alemania de Schroeder, ni a la Inglaterra de Blair. Salvo los políticos turineses y piamonteses y el ministro italiano de asuntos europeos, que representa sigilosamente a Berlusconi, el único funcionario gubernamental activo presente es el ex disidente soviético Nathan Sharansky, ahora, ¡ay!, miembro del gabinete de Sharon. Hasta los asesores occidentales de la época se retiraron de la política, si no de los negocios. Los que discuten los cambios mundiales de los últimos 20 años son los mismos que quedaron relegados por esos mismos cambios. Por supuesto: una ocasión como ésta, destinada a homenajear a Gorbachov, no es el mejor momento para que los oradores se tomen el trabajo de emitir juicios históricos sobre un hombre por el que la mayoría siente una admiración sincera. Pero el espíritu de la reunión está lejos de ser celebratorio. Es difícil evitar la impresión de que pocos de los que están reunidos en este hall, del este al oeste, están felices con lo que sucedió en los ex Estados comunistas o con la situación internacional desde la caída de Gorbachov.
Sin embargo, pese a la preocupación por los Estados Unidos de Bush que unifica a este foro, hay una diferencia entre la gente del Este y la del Oeste. Nuestros sistemas continúan. Para ellos, en cambio, este evento es básicamente una reunión de lo que los herederos de la Revolución Francesa solían llamar los ci-devant y los herederos de la Revolución Rusa de 1917 los byvshie lyudi: una reunión de gente del pasado. Algunos representantes del Este aquí presentes fueron durante mucho tiempo disidentes. Entre ellos se destaca la viuda de Sakharov, Elena Bonner, y también Alexander Yakovlev, alguna vez el aliado más cercano de Gorbachov, que ahora no para de hacer denuncias sobre la era soviética. La mayoría es gente con toda una vida al servicio leal y eficaz de los regímenes que quedaron atrás, cuyos mundos han desaparecido para siempre. Nadie habla de nostalgia, aunque alguna alusión apareció en los discursos de los ex yugoslavos, pero para muchos de los que están en este edificio –que acaso evoque algunos de los decorados de sus propios anciens régimes– es una suerte de despertar de un sistema en el que creían y que ha muerto, y la resurrección de una esperanza –aunque sea una mínima esperanza de reforma– que sólo abandonaron a regañadientes, si es que alguna vez la abandonaron.
Pero, ¿qué pasa con los intrusos, los expertos, los académicos –la mayoría de EE.UU.– que hacen bulto? Las viejas manos soviéticas que están entre ellos se sienten en su salsa: felicitan a viejos amigos y fuentes de información, completan lagunas, defienden sus interpretaciones, intercambian recuerdos de Moscú y Varsovia. Pero la caída del comunismo, aunque forme parte de mi vida, no es "mi campo"; su escenario no es el mío. Estoy aquí simplemente como un historiador que escribió sobre el siglo en el que vivió la mayoría de ellos, que quiere comprenderlo mejor y que espera que sus propios escritos sobre el siglo se tengan en pie en presencia de la gente sobre la que escribió.
Esa es, en cierto sentido, la pregunta que todos los historiadores se hacen: ¿una mera asociación personal con las reliquias del pasado ilumina el pasado? Y si es así, ¿cómo? Sin duda lo ilumina, pero no sabemos cómo. Casi siempre lo que tenemos en mente son lugares, no personas. Incluso sin gente, la topografía habla: un paisaje seco de Brasil permite entender con más facilidad a los evangelistas rurales, un fuerte menor en el centro de Gales ilumina la tierra de nadie de las marchas medievales. A veces las ciudades solían hablar más alto que las palabras, y algunas lo siguen haciendo: San Petersburgo, por ejemplo, o –hasta su precipitada decadencia poscomunista– Praga. ¿Puede compararse la experiencia de la reunión de Turín con la que recuerdo que sentí hace un tiempo, parado en una fría mañana de invierno, ante la versión reconstruida de la vieja estación Finlandia de Leningrado? ¿Aprendí de la reunión más de lo que habría aprendido leyendo libros o asistiendo a un coloquio más pequeño y menos imponente sobre los últimos años de la era soviética?
La respuesta a ambas preguntas es no. ¿Por qué? ¿Porque los seres humanos envejecen y se vuelven obsoletos más rápido? ¿Porque la gente en un paisaje social es más perecedera que los edificios o los ríos? ¿Porque –como lo saben cualquier historiador y cualquier periodista– nadie saca demasiado entrevistando a presidentes y primeros ministros? Mucho mejor es hablar con la gente que cobra por mantener los ojos y los oídos abiertos y está acostumbrada al chismorreo: los periodistas y los emisarios diplomáticos inteligentes. (Afortunadamente, de ésos había muchísimos.)
Pero no fui a Turín con la esperanza de aprender demasiado sobre la perestroika sino –como la mayoría de los demás– para homenajear a un hombre admirable, sobresaliente, bueno y honesto. Si el historiador que hay en mí se sintió ligeramente decepcionado, el fan de Mijail Gorbachov no. ¿Fue un gran hombre? No lo sé. Lo dudo. Fue –sigue siéndolo– un hombre íntegro y bondadoso cuyas acciones tuvieron consecuencias enormes, para bien y para mal. Ser su contemporáneo es un privilegio. La humanidad está en deuda con él. Y al mismo tiempo, si yo fuera ruso, también pensaría en él como en el hombre que llevó a su país a la ruina.
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