PERSONAJES > EDGARDO COZARINSKY
El 2005 bien podría ser el Año Cozarinsky. El estreno de su último largometraje (Ronda nocturna), dos libros publicados (el guión y las notas de rodaje del film y Museo del chisme, una jugosa antología de infidencias con teoría incluida), uno de postales narrativas por publicar (Rancho aparte) y un inminente debut como director de teatro (Squash) ratifican la energía y la ávida curiosidad de este escritor y cineasta que supo merodear los márgenes de la revista Sur, iluminó las relaciones entre Borges y el cine, huyó de la Argentina de López Rega, renovó desde Francia el género documental y ahora, desde hace un lustro, vuelve cada vez más fecundo y sediento a Buenos Aires.
› Por María Moreno
–¿Cómo es?
Edgardo Cozarinsky no usa esta frase como muletilla, pero podría ser su divisa desde la época en que se aumentaba la edad para ser aceptado en el cineclub Gente de Cine hasta aquella en que asistió a las clases de Roland Barthes, pasando por aquella otra en que se hizo miembro de la Sociedad por la Conservación y Restauración de la Cripta de los Capuchinos de Viena. En la literatura, el cine, las ciudades, los espacios, Cozarinsky sostiene algo así como una retórica del paseo. Se comporta como un curioso variado o un amateur profesional. El prefiere definirse como un visitante. Claro que no se trataría de un visitante que toca y se va sino de uno que se instala, echa raíces, retorna, retoma. Por eso puede ser múltiple, mundano y fecundo. Ahora, casi en simultáneo, lanza su película Ronda nocturna, un libro homónimo con el guión del film y notas de rodaje (Libros del Rojas) y el Museo del chisme (Emecé), una antología de miniaturas orales precedidas por un prólogo ensayístico. Todo mientras ensaya Squash, su debut en teatro, un biodrama para el proyecto de Vivi Tellas en el teatro Sarmiento, y espera la salida de Rancho aparte (Los Libros del Zorzal, colección Galleta Criolla), una serie de postales argentinas en clave subjetiva.
Claro que alguna vez hubo un comienzo.
–Siempre quise filmar, pero me decidí cuando vi The players versus ángeles caídos de Alberto Fischerman, porque me di cuenta de que se podía hacer una película con total libertad. Pero no quería hacer carrera de segundo asistente, primer asistente, etcétera. Encima era la época de La hora de los hornos, que me repugnaba. Hice Puntos suspensivos con puchos de películas que le sobraban a Alberto. Sólo al final debo haber comprado con mi dinero tres o cuatro latas. Torre Nilsson me prestaba la cámara los fines de semana. La pasaba a buscar los viernes a última hora y había que devolverla el domingo, también a última hora, antes de que Torre Nilsson volviera a su oficina. Hice esa película con la amistad. Al principio tenía muchas ideas de encuadre, de climas, de imágenes. Y a la primera semana de montaje –montábamos a medianoche, en Alex– me di cuenta de que había que olvidarse de todo y mirar lo que estaba impreso en la película como si fuera un objeto hallado, en el sentido de ver qué hay en la imagen. Decirse: “Yo quise poner esto, mostrar esto otro. No veo nada de lo que yo quise, pero mirá qué interesante esto”.
Gestalt de Edgardo Cozarinsky: pelada expresionista a lo Erich von Stroheim, ojos azules y ademanes que van del milonguero al pasajero del Expreso de Oriente. Para un aviso de solos-solas: “Señor culto, agradable, de aspecto centroeuropeo”. Lo demás se oculta en su conversación infatigable, donde –según la convención elegante– el interlocutor queda convencido de que el seductor es él y quedan sospechas de vehemencia a medias confirmada.
–En el ‘99 estuve muy enfermo. Estuve internado en un hospital por un problema en un disco. Ahí escribí La novia de Odessa, sobre un atril. Lo que perdí con la enfermedad, un poco tarde, a los 60, fue el miedo a la opinión de los demás. Hago lo que quiero hacer y espero que guste –porque es legítimo esperar que guste–, pero si no gusta, no por eso lo voy a considerar inferior. No es petulancia: quiero hacer lo que quiero y no estar protegiéndome de lo que me viene en contra. Después perdí el miedo al ridículo. Hasta me enamoré a los 62 de una criaturita de 22. Yo sé de gente que lo vio de afuera como un papelón. ¡Papelón las pelotas! Preferí vivirlo a no vivirlo.
¿Y eso no te pasaba antes?
–No. Había como una idea de decoro, no de decoro clase media argentina, pero sí miedo al qué dirán. Ahora llegué a tirar piedras por una ventana.
Las miniaturas orales de Museo del chisme están reunidas bajo el título “Cuadros de una exposición”. Incluyen el asombro de la hijita de Luis XV cuando, mientras jugaba con ella, comprobó que la sirvienta también tenía cinco dedos en cada mano; a la escritora chilena María Luisa Bombal entrando precipitadamente en una de las habitaciones de la casa de Victoria Ocampo al grito de “¡Victoria, présteme su máquina de escribir que tengo que mandar un anónimo y la mía la conoce todo Chile”; y el encuentro de Valle Inclán y Benavente ante una puerta vaivén, con el primero que dice: “Yo no le cedo el paso a un puto”, y el otro que contesta: “Yo sí”.
–El chisme mide siempre una temperatura social y tiene una circulación más o menos abstracta, como la del dinero. Lo que le importa es más la transmisión que lo transmitido. Eso fue lo que me interesó del tema. A lo largo de muchos años fui escuchando chismes y anécdotas de Enrique Pezzoni, de José Bianco, y me pareció que ese saber frívolo se iba a perder si no se hablaba de él. Por supuesto, estaba esa frase de Proust: “Aun esa cosa vigorosamente despreciada, el chisme, al revelarnos un aspecto insospechado de la conducta de una persona que creíamos conocer, participa de ese movimiento de la actividad científica que es sacar a la luz lo desconocido”. Yo había leído mucho a Henry James, donde los personajes no están tratados directamente sino a partir de lo que otro cuenta de ellos. Y me pareció ver allí algo parecido. Tomé notas, pero no las desarrollé. Cuando lo hice pensé en presentarme al premio La Nación de ensayo, porque en ese momento era plata que yo necesitaba. Me parecía una macana total, pero me divertía poner todo un aparato de investigación medio académico, con citas, etc., para hablar del chisme. La segunda parte, donde hablo de Borges, la escribí después, porque Borges formaba parte del jurado del concurso. Ahí dije que la erudición en Borges es una forma de chisme, porque propone la necesidad de leer, detrás de la información, otro texto, no necesariamente más verídico, pero siempre más elocuente, aunque encubierto. Al leer, traducir, falsear, tergiversar, Borges reproduce el proceso de chismorrear.
¿Era una actitud terrorista escribir sobre el chisme cuando todo el mundo se dedicaba a objetos más prestigiosos?
–Me di cuenta cuando se publicó. Gente ligada a la facultad me preguntaba: ¿esto es una burla o qué? Sobre todo en una época en que todo era Montoneros y ERP.
La actividad del flâneur leída por Benjamin en Baudelaire ha incitado en los escritores una relación entre tarea literaria y caminata. Hay un Borges de barrios apartados, entrevistos desde su pasado; un David Viñas de balcones y frentes en clave político-arquitectónica; un Aira que ve pasar la calle por la ventana de un bar; un Sebreli de estación de trenes. Se podría decir que cuando caminan, Borges mira –en sentido figurado– para atrás, David Viñas para arriba y Sebreli a los ojos. Cozarinsky mira panópticamente y su mirada funde espacio y tiempo. Por eso puede capturar tanto a los sin techo instalados en las veredas de la calle Garay como a las travestis dominicanas que giran por Cochabamba mientras advierte intacto, en Santiago del Estero, el Cercle d’Anciens Combattants. Pero no camina deliberadamente hacia lo otro. Y si tanto en la revista Sur como en la universidad o el mundo gay se considera un visitante, el viaje del francés ilustrado hacia el muchacho árabe le parece comprensible, pero reprobable.
–Hay dos niveles en eso: uno es el del culto a la virilidad, contra el que no tengo nada, pero no es algo que toque mi sensibilidad. Nunca me sentí mujer, nunca busqué un hombre como hombre. Eso es machismo, como el de los norteamericanos en los años ‘50, con esa idea de que el negro es más potente que el blanco. El segundo nivel es que refleja una suerte demasoquismo histórico: “Nosotros te colonizamos, por eso somos culpables; así que vení y rompenos el culo”. No es moralismo: me parece asqueroso intelectualmente. A James Baldwin lo obligaron a ser una suerte de pija negra de todos los blancos. Los franceses dicen: “¡Ah, les arabes!”. No soporto toda esa cosa maricona francesa llena de anillos que, para mí, es la caricatura homofóbica del homosexual que se asume exageradamente, como el del cabaret que elabora así una respuesta ideológica y que es la caricatura tranquila en la vida cotidiana de poignet cassé (muñeca rota). Javier Miquele, director de fotografía de Ronda nocturna, tiene una frase maravillosa: “Uñas de plomo”. Cuando filmábamos en El Olmo había una de esas mesas de señores mayores y yo le decía: “Mirá, todos muñeca rota”. Y él me contestaba: “Qué muñeca rota: uñas de plomo”.
Las errancias de Cozarinsky lo llevan al bar o a la casa de amigos donde siempre es dueño de mesa, no por acaparamiento sino como archivo viviente de un modo de conversar en el que la versión indica el estilo personal al mismo tiempo que encarna la de los grandes maestros orales de la ciudad letrada. A la salida está la entrada de la milonga, cuyos pasos aprende en París y se niega a mostrar en Buenos Aires, o la entrada en una intimidad compartida de a ratos y donde él llega honorablemente solitario al sueño.
–Nunca he podido dormir con alguien. El sexo no tiene que ver, para mí, con la vida cotidiana, ni con la casa donde vivo. El sexo es en un hotel alojamiento o en un auto, pero en la cama donde yo duermo: solito. Las pocas veces que me venció el sueño, el despertarme al lado de alguien fue el horror. Primero, porque me despierto con mal humor.
¿Qué pasa si te encontrás con alguien mimoso?
–En ese sentido, mi maestro fue Alberto Girri, que por los años ‘70 tenía una relación con una estudiante, compañera mía en la Facultad de Letras, que era mimosa. Cuando terminaba la situación, él pasaba al baño, salía y se empezaba a vestir. Entonces ella le decía: “¿Te quedás un poquito más?”. “Punto y aparte, nena”, le contestaba él.
Museo del chisme tiene un aire académico, aunque Cozarinsky asocie la formación académica al abandono del hedonismo y al tiempo hipotecado. Modestamente, él se autocalifica como “lector salteado”, aunque haya deglutido universos completos como los de Proust, Balzac y Musil.
–Cuando me fui a vivir a Francia no tenía idea de hacer vida académica, pero para tener una especie de ocupación legal me inscribí en los cursos de Roland Barthes. Había escrito ya el ensayo sobre el chisme. Barthes me dijo: “¿Por qué no lo desarrolla un poco? Si usted quiere doctorarse, llévelo a 300 páginas”. “No puedo.” “Entonces déjelo así: es un ensayo. Si no, lo va a hacer pesant (pesado). Como tesis yo la patrocino, pero depende de si usted tiene interés en hacerla.” Yo no tenía.
¿Tenés cierto prejuicio hacia la formación universitaria?
–Me consideraba incapaz de mantener la voluntad de encerrarme a hacer vida académica. Porque es cortarse de muchas situaciones de la vida social y no dedicarse a leer por gusto, como yo lo hago.
Vos decís que estuviste en la revista Sur de visita. Pero Sur tenía también una marca antiteórica.
–No te olvides que salió en una época donde pensar la literatura era el centro de la actividad intelectual. Se hablaba de los personajes de Balzac como si fuera gente conocida. La literatura era un espacio en el imaginario que funcionaba en relación con la realidad. No había que filtrarlo por las ideas o los sistemas. Después el eje pasaron a ser la filosofía, el estructuralismo, el psicoanálisis, hasta que la política dominó todo. Pero hasta los años ‘50, la literatura te explicaba el mundo y te iluminaba la experiencia.
Esa defensa de la autonomía literaria volvió en los ‘80.
–Entonces conocí a la gente de la revista Babel. A Luis Chitarroni lo sentí más cerca de mí que los que formaban parte del mundo literario público de los años ‘70. En esa época se estaba preparando un mundo donde yo no tenía lugar y muy probablemente me mataran. Porque López Rega e Isabel Martínez eran para mí la imagen del horror. También Perón, que cuando volvió era un viejo gagá y los llevó al poder. Sentía que me ahogaba.
¿Por qué Barthes?
–Me interesaba su obra. No hubo una relación personal. Era un hombre muy triste, el típico intelectual francés que tenía sus puntos de referencia y al que, fuera de eso, no le interesa nada. S/Z me impresionó mucho, porque yo tenía en mi nombre esa misma escisión. Mi padre era Cosarinsky con “s” y había sido inscripto con “z”. Cuando tuvo 18 años y sacó la libreta de enrolamiento, pudo haber corregido el error llevando la partida de nacimiento donde decía “hijo de fulano” con “s”. Pero pensó: “Mejor tener alguna diferencia con el resto de la familia”. Como en Barthes, S/Z era la alternancia y la diferencia. El me dijo: “Usted es el ejemplo viviente de lo que yo dije”. En ese momento hubo una suerte de acercamiento, pero conmigo en calidad de ilustración. Me gustaba en cambio Severo Sarduy, con esa mezcla de nouveau roman y experiencia cubana. Era capaz de decirme: “Mira, chico: a esa travesti la llaman La Semiótica”.
Cuando está filmando, Cozarinsky sólo lee novelas digeribles a lo largo de un insomnio. La preocupación por una actriz que no puede cumplir con el contrato porque está haciendo televisión, la inteligibilidad de los títulos del afiche de promoción, las condiciones de alquiler de un espacio pueden proyectar su cantinela muda sobre las mejores páginas de James o sumarse a las mareas discursivas de Las olas de Virginia Woolf. Los universos completos son favorecidos por los retiros inducidos, los que organizan la enfermedad o la espera.
–A Proust lo leía en una hepatitis cuando tenía veinticinco años; a Musil, mientras esperaba noticias para hacer una película. Tenía que meterme en algo porque, si no, empezaba a romperle las pelotas a la gente, que es lo peor que podés hacer.
Para Cozarinsky, entonces, filmar es leer menos o leer textos no escritos como los que la experiencia vivida deja en los gestos de los actores. O escucharlos. De Rafael Ferro, personaje-actor de Squash, le interesó, entre otras cosas, que hubiera sido deportista; de la actriz Jimena Anganuzzi, que de niña había sido acróbata. Y los dos actores –“No sé si me acuerdo, fue hace tantos años... Ya tengo veinticinco”, se quejaba Jimena– terminaron armando una escena con avioncitos y torres humanas.
–Féodor Atkine es un actor francés de origen ruso que yo pensaba para un pequeño papel en mi penúltima película, Crepúsculo rojo. Pero cuando lo conocí, le di el papel masculino principal porque me apasionó. Empezamos hablando en francés y yo le dije: “Te vi en tal y tal película. ¿Vos sos ruso?”. “Sí, mi familia es rusa, pero judía. Tengo pasaporte de Manchuria.”
¿De Manchuria?
–Se llama Féodor Atkine Kaufman. El padre era un comerciante judío nacido en Rusia e instalado en París en los años ‘20. Hacía negocios con Shanghai y Harbin, Manchuria. En el año ‘40, en víspera de la invasión alemana, tuvo que elegir entre irse con toda la familia y encontrar una manera de quedarse protegido. Entonces fue a la Embajada de Manchuria y pidió un pasaporte manchú para él y su familia. La familia Kaufman pasó a llamarse en caracteres chinos “Ka Fa Ma”. Féodor guarda todavía ese pasaporte que dice “Féodor Atkine Ka Fa Ma”. Nació en el ‘42, en plena ocupación, precisamente en el año en que se hizo obligatoria la estrella amarilla. Y lo que me fascinó de esa historia judía es que, cuando terminó la guerra del ‘45, el padre hizo una depresión fuertísima porque cantidad de familiares que no pudieron obtener el pasaporte manchú fueron deportados y murieron en Auschwitz. Entonces Féodor no quiso quedarse en Francia y se fue a Chile. Vivió tres años en Chile, entre los siete y los ocho, y uno en Buenos Aires. Le pregunté qué recordaba de Buenos Aires. “Año del Libertador General San Martín”, me contestó. ¡El slogan que había lanzado Perón!
¿Esas novelas de vida están en los gestos?
–Yo los veo.
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