Dom 29.05.2005
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PERSONAJES > OSCAR GRILLO Y SU FAUSTO CRIOLLO

Una noche en la Opera

Torrencial, talentoso, ecléctico, generoso, Oscar Grillo emprendió la tarea de ilustrar el Fausto de Estanislao del Campo, la obra en la que un gaucho asiste en el Colón a una función de la ópera francesa. El resultado –heterogéneo, repleto de puntos de vista, con recursos del chiste y la historieta del ‘50– es digno de sumarse a las ilustraciones anteriores de Molina Campos y Oski.

› Por Juan Sasturain

Un buen ejercicio para arrancar la lectura de este libro hermoso es pensar el itinerario del relato, hacer la cuenta de qué versión del mito fáustico es ésta que acaba de publicar De la Flor. En principio, es una versión ilustrada hoy por Oscar Grillo del poema gauchesco decimonónico de Estanislao del Campo conocido como El Fausto criollo. Este, a su vez, es la versión que da un gaucho a otro de su experiencia tras asistir, en el Teatro Colón de Buenos Aires, en 1866, a la representación del Fausto, ópera contemporánea del francés Gounod con libreto de Carrié y Barbier que es, a su vez, versión lírico-dramática de la tragedia romántica Fausto de J.W. Goethe. La obra del clásico alemán, a su vez, tiene sus antecedentes en una pieza de Christopher Marlowe, británico del siglo XVI, y en otros autores y fuentes anónimas germánicas medievales que frecuentaron el viejo tema del viejo que pacta con el que sabe por Viejo. Es decir que ésta es una especie de versión a la cuarta potencia, o tercera relectura de un mito original del que –Thomas Mann, Valery y allegados mediante– habría varias versiones más en el siglo XX. Otra manera de abordar el texto –y el trabajo de Grillo, sobre todo– sería datar las más calificadas versiones ilustradas de la obra de Del Campo. Y ahí saltan dos, insoslayables: la que hizo para Kraft a comienzos de los ‘40 Florencio Molina Campos en el apogeo de una fama que se extendía de los almacenes pampeanos a los estudios Disney, y la que le encargó Eudeba a Oski, veinte años más tarde, para la Serie del Siglo y Medio. Tanto el hombre de las celebérrimas Alpargatas mensuales como el genial ilustrador de la Vera Historia de Indias –un trabajo de esa época, precisamente– dejaron su marca de fábrica reconocible a simple vista: el costumbrismo casi agresivo de Molina Campos y la ironía sutil de Oski acompañan cada uno a su manera el texto de Del Campo subrayando aspectos diferentes, cambiando el tono. Frente, detrás y después de ellos, la desaforada versión de Grillo –consciente de las anteriores– merece colocarse en esa fila, que no es poco.

Y una tercera manera de encuadrar este libro es ubicarlo como parte de una colección, coherente gesto de De la Flor, rótulo editorial que congenia natural y semánticamente con Del Campo y Grillo, por lo demás. Detrás de esta edición –y del Martín Fierro que ilustró Fontanarrosa hace poco y de Los Libros de Alicia, de Lewis Carroll, hace unos años– está la mano sensible y el conocimiento erudito de Eduardo Stilman, encargado del prólogo y la edición.

Siempre se agradece el cuidado en la presentación de un texto –sobre todo si es clásico, si es distante, si requiere notas para su mejor entendimiento (no para una supuesta interpretación)–. Y, en este caso y en ese sentido, el prólogo de Stilman es ejemplar: contextualiza autor y obra, despliega lo que dice y no propone lo que quiere decir. Además ha agregado y antepuesto los prefacios históricos, la correspondencia original del autor a propósito de la obra –con Juan Carlos Gómez, con Ricardo Gutiérrez, con Guido Spano– y recogido dos textos poco conocidos de Del Campo que, en una producción tan breve como la suya, cobran mucho sentido: la Carta de Anastasio el Pollo sobre el beneficio de la Sra. La Grúa anticipa –es un ensayo general– su Fausto; y Gobierno gaucho preanuncia el tono y la voluntad apelativa del Martín Fierro.

La ubicación de Del Campo dentro de la literatura argentina –y de la gauchesca en particular– es por lo menos rara: parece un autor menor (y acaso lo sea), aunque no lo es por su notable capacidad de versificador sino por el hecho de que asienta su fama en una obra alevosamente ocasional que tuvo –desde el comienzo– un increíble destino de popularidad. Apenas un ejercicio paródico de estilo, una simple transposición humorística, el Fausto nace travesura periodística como el Martín Fierro es –en origen– un panfleto político o el Santos Vega de Obligado un ejercicio de recuperación culta de una leyenda popular.Estanislao del Campo vivió poco –de 1834 a 1880, 46 años– y publicó menos. Admirador incondicional de Ascasubi –por eso él firmaba “Anastasio El Pollo” ante el seudónimo “Aniceto El Gallo” que usaba el autor de La Refalosa– dejó un solo libro de poemas prologado por el vetusto José Mármol, donde reúne su obra completa. Hijo de un militar antirrosista, se dedicó –como todos los escritores de su tiempo– a la milicia, a la política y al periodismo. Hombre de la causa porteña, se casó con una Lavalle, estuvo en Cepeda y Pavón, con Mitre primero, con Alsina después. En su entierro –no se conservan las palabras– hablaron Guido Spano y José Hernández.

Una mirada simplista le atribuiría una postura ligera, lo suyo sería una secuela menor –si cabe– tras la seriedad comprometida del Martín Fierro o la aproximación programática de Obligado. Algo de eso hay. Pero, sin embargo, Fausto es un texto previo en varios años –se publicó en los diarios de Buenos Aires en la primavera de 1866– a las idas y vueltas de Hernández, que son de los ‘70, y su filiación y linaje son otros: Del Campo es hijo de Ascasubi pero sobre todo pariente y amigo poético del precursor Bartolomé Hidalgo, consigue transmitir como él la felicidad algo ingenua pero genuina, la espontaneidad expresiva, el gusto de cantar y contar con los sentimientos a flor de piel.

Nunca terminaremos de alabar la belleza de las simples cuartetas –esas redondillas nunca más redondas– con que El Pollo describe a Mandinga, a la Rubia, a “la mar”, al anochecer o cuando, sobre el final, reflexiona sobre pérdidas y desgracias de la mujer, asimiladas al destino de la flor. Toda la complejidad del destino fáustico queda a un lado ante la piedad en estado silvestre, los sentimientos más simples y verdaderos. Tal vez a esa sensación que decanta de la lectura de su obra se refería Borges cuando escribió: “Estanislao del Campo es el más querido de los poetas argentinos. Acaso no creamos enteramente en sus gauchos conversadores, pero todos sentimos que hubiera sido una felicidad conocer a quien los inventó”.

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