REQUIEM POR MITTELEUROPA
RESCATES
¿Quién es Sandor Marai, el
novelista húngaro de preguerra que la crítica internacional acaba
de rescatar del olvido y poner a la altura de Thomas Mann y Robert Musil? La aparición
de El último encuentro y el anuncio de la publicación del resto
de su obra en los más importantes idiomas occidentales (incluyendo, afortunadamente,
el castellano) permiten a los lectores limpiarse el paladar de tanta hojarasca
editorial y probar el inigualable sabor de un secreto literario añejado
durante cuarenta años de ostracismo.
Por Juan Forn
El 21 de febrero de 1989, un
ciudadano centroeuropeo se suicidaba en San Diego, California, poco antes de cumplir
los noventa años. Sus deudos (una nuera y tres nietas, todas ellas norteamericanas)
adjudicaron el triste suceso al pozo de depresión en que se había
sumido el anciano luego de las muertes sucesivas de su esposa y de su hijo adoptivo
(el padre de las niñas) en menos de dos años. Grande fue la sorpresa
de las cuatro cuando, al llegar al entierro, descubrieron un equipo de Radio Europa
Libre pidiendo permiso para transmitir a Hungría los responsos de ese anciano
para ellas inofensivamente anónimo, que llevaba 41 años sin pisar
su tierra natal.
Casi al mismo tiempo, en unas oficinas de París, el editor y escritor italiano
Roberto Calasso cedía a uno de sus vicios impenitentes y desatendía
una tediosa reunión editorial para sumergirse en la lectura de un catálogo
donde se ofrecían viejos volúmenes de literatura centroeuropea traducidos
al francés entre el 46 y el 50. Calasso terminó levantándose
de la reunión para encargar con urgencia todos los títulos que figuraban
en ese catálogo de un ignoto novelista húngaro y se enclaustró
en su habitación de hotel a leerlos hasta la partida de su vuelo a Milán.
Meses después, en la Feria de Frankfurt, reunió en una cena a seis
de sus más prestigiosos colegas europeos y dedicó las dos horas
siguientes a convencerlos de que se sumaran al proyecto que se proponía
llevar a cabo desde la editorial Adelphi. Fueran los legendarios postres alemanes,
la elocuencia igualmente legendaria de Calasso o los nuevos aires que soplaban
desde la caída del Muro de Berlín, los seis editores se embarcaron
en el descabellado proyecto de reeditar poco a poco, y en los más importantes
idiomas occidentales, la obra de Sandor Marai, aquel nonagenario que se había
descerrajado un balazo en el paladar meses antes, en San Diego, California.
Las cosas se toman su tiempo en el mundo editorial pero, a doce años de
aquella cena en Frankfurt, la quimera de Calasso se ha convertido en realidad.
El ariete ha sido El último encuentro, un libro de 1942 cuya reedición
no sólo ha sido ensalzada hasta el delirio por la crítica y elegida
uno de los libros del año 2001 en Italia, Francia, España, Alemania,
Inglaterra, Estados Unidos, Portugal y Brasil (con ventas que superan los cien
mil ejemplares en cada uno de esos países) sino que amenaza convertirse
en superproducción cinematográfica en el futuro cercano, protagonizada
por Anthony Hopkins y Juliette Binoche. Que el cine trivialice un libro tan formidable
es una noticia menor y hasta bienvenida si eso contribuye a que sigan traduciéndose
o reeditándose los demás títulos de un autor que retrató
con maestría comparable a la de Robert Musil, Joseph Roth, Leo Perutz y
Gregor von Rezzori la agonía de ese mundo mitteleuropeo que no supo cómo
sobrevivir el fin del imperio austrohúngaro.
Y digo reeditando porque los lectores de habla castellana de los años 50
(y los habitués de librerías de viejo) ya conocían El último
encuentro, sólo que con un título más fiel al crepuscular
original: A la luz de los candelabros (la reciente edición anglosajona
rescata al menos algo del título original al rebautizarlo Embers, o Rescoldos,
ya se verá por qué). En el extenso prólogo de aquella edición
de Destino de 1946, el traductor F. Oliver Brachfeld contaba que Marai había
nacido en 1900 en Kassa (hoy Kosice, en Eslovaquia), que era sobrino del universalmente
famoso catedrático de derecho Beni Grosschmidt (Marai es seudónimo
literario) y hermano del cineasta Geza Radvanyi; que empezó a escribir
en diarios húngaros a los 14 años y a publicar poemas a los 18,
luego de volver de un viaje por Palestina; que, con la llegada al poder del nacionalista
Horthy, se exilió en Leipzig (desde donde escribía para el Frankfürter
Zeitung) y París (donde conoció a Ilona, la mujer que lo acompañaría
el resto de su vida, y donde tradujo al húngaro las obras de Kafka, Trakl
y Benn) y que, a su retorno a la patria, conoció el éxito y el escándalo
con Los rebeldes (1931), una novela que retrataba un despertar de primavera
físico y moral que se abría a todas las seducciones, sobre todo
las ilícitas, tanto políticas como sentimentales y que inauguró
para él y sus lectores una producción literaria febril que ni siquiera
la invasión nazi pudo aplacar (aunque durante la ocupación Marai
sólo publicó un título, un Libro de hierbas que ofrecía
recetas de infusiones curativas para el cuerpo y el alma, y que, en clave, animaba
a sus compatriotas a hacer frente al invasor, al que llamaba los males de
la existencia). El prólogo de Brachfeld culminaba con la noticia
de que, pese a los rumores que corrían por la Europa liberada, Marai no
había sucumbido durante la guerra en un campo de concentración (como
tantos compatriotas y colegas suyos), y festejaba la noticia anticipando la traducción
de los libros más intensos de su admirado autor: las novelas
Interludio en Bolzano, Los celosos y Divorcio en Buda y la autobiografía
Confesiones de un burgués.
De todos ellos, sólo es posible rastrear una edición de Los celosos,
publicada por Janés en 1949 y también traducida por el inefable
Brachfeld. Afortunadamente, Salamandra (el sello que relanzó en nuestro
idioma El último encuentro) anuncia para dentro de poco Buda y Bolzano,
además de haber publicado ya La herencia de Esther (de 1939). Vale aclarar
que las nuevas traducciones (de Judit Xantus) exhiben un castellano francamente
más límpido que las de Brachfeld, pero carecen por desgracia de
sus inigualables introducciones. De hecho, parece no haber más Brachfelds
en el mundo editorial, lo que hace más que azaroso reconstruir el accidentado
itinerario posterior de Sandor Marai. Se sabe, por su Memoria de Hungría
1994/1948, publicada por un pequeño sello de expatriados en Canadá
en 1972, que Marai tuvo un único hijo con Ilona, llamado Kristof, que murió
a poco de nacer en 1940. Poco después, los bombardeos aéreos destruyen
la residencia de la pareja en Budapest y deben buscar refugio en una aldea, donde
salvan la vida a un huérfano que llamarán Jan y se convertirá
en su hijo adoptivo. Giorgio Pressburger, que conoció a Marai durante la
guerra, cuenta que este hombre mimado por las mujeres y adorado por sus
lectores se negó, a pesar del antisemitismo imperante en Hungría,
a que su esposa Ilona (que era judía) llevara la estrella cosida a su abrigo.
Según Imre Kertesz (otro escritor húngaro, sobreviviente de los
campos), cada vez que los cruces gamadas detenían a la pareja,
Marai los apartaba con un gesto de la mano tan inconcebible como raramente eficaz.
Su pertenencia a aquella burguesía cosmopolita de principios de siglo
se convirtió en su maldición y su bandera, agrega Pressburger,
a propósito de la decisión de Marai de abandonar Hungría
cuando se impone el régimen comunista. Primero prohibió que se reeditaran
sus libros, dispuesto a escribir sólo para el cajón.
Cuando las autoridades se burlaron de su decisión y quemaron en público
los ejemplares que quedaban en librerías y bibliotecas, decidió
emigrar con su mujer y el hijo adoptado.
El exilio lo llevaría de Italia a Suiza y de Londres a Nueva York, donde
consiguió por fin un empleo en Radio Europa Libre. Los años pasaban
y Marai se iba perdiendo en la memoria de los lectores de su país y del
continente. Lo único que escribía para entonces eran sus diarios
y sus libelos radiofónicos. En un intento por cambiar de vida y recuperar
la literatura se dejó convencer por Ilona y volvieron a Italia, pero la
experiencia duró poco: extrañaban demasiado a Jan (quien, aunque
había americanizado su nombre a John luego de casarse, seguía siendo
el interlocutor favorito de Marai a la hora de recordar Hungría) y aceptaron
su propuesta de instalarse con él en San Diego para ver crecer de cerca
a sus nietas. El resto ya ha sido dicho: cuando la muerte se llevó a Ilona
y a Jan en menos de dos años, Marai compra un arma y decide acompañarlos
en ese exilio definitivo. Su nuera y sus tres nietas comprenden durante elentierro
que los innumerables cuadernos garabateados en grafía incomprensible que
encontraron en el departamento constituyen una clave para que no sólo ellas
sino la humanidad puedan acceder al misterio de esos 41 años de aparente
silencio de Marai lejos de su patria.
Sugestivamente, El último encuentro también gira en torno de un
silencio de 41 años: el que separa a dos amigos de infancia, oficiales
del ejército austrohúngaro, cuando uno de ellos abandona el regimiento,
la patria y a su amigo sin explicaciones. Los dos ancianos saben que deben saldar
cuentas antes de morir y eso precisamente es lo que narra la novela: no la espera
de 41 años sino el reencuentro final, a lo largo de una noche, en una residencia
campestre, a la luz de los candelabros, donde los rescoldos de la memoria arderán
con la intensidad y el dramatismo de lo postrero. En sus diarios, Marai consideraba
este libro una de mis creaciones menores. Habiendo leído Los
celosos, con su panorámico fresco de época y la fenomenal galería
de personajes que desfila por sus 400 páginas, puede entenderse un poco
más la subestimación de esta pieza de cámara
por parte de su autor (La herencia de Esther es casi un calco, sólo que
en este caso es el reencuentro de dos amantes y no de dos amigos el centro neurálgico
de la novela) y celebrar que este rescate de Marai permita que lleguen a nuestras
manos sus obras sinfónicas (desde Interludio en Bolzano y Divorcio
en Buda hasta Los rebeldes y los Diarios) para que se corrija por fin esa tristísima
sentencia que Marai anota en su diario durante el exilio (El mundo parece
no tener necesidad ya de literatura húngara) y adquiera cabal significado
la sentencia que rige sus Confesiones de un burgués: Quizá
sea éste mi destino y mi deber como escritor: retratar la desintegración
de esa burguesía en la que nací y a la que llegué a comprender
a través del escrutinio de sus raíces más hondas y hoy cada
vez menos visibles.