PERSONAJES > JOSE RICARDO GATTONE, EL LUCHADOR DE CATCH QUE NO FUE KARADAGIAN
Ya de adolescente podía levantar un Ford T en el aire. Su primera pelea fue en el colegio, contra un cura que abusaba de un compañero. Fue estrella en el Luna Park en la época de oro del catch, pero su enfrentamiento con Martín Karadagian le valió el exilio. En Estados Unidos reconstruyó una carrera que lo convirtió en ídolo y millonario. Recorrió el mundo, se autonombró Barón y en Japón llegó a ser un luchador de sumo cubierto de honores. Todo sin que su familia argentina supiera nada. Ahora, tras una larga investigación, su nieto reconstruye vida y lucha de José Ricardo Gattone en una biografía justamente titulada El Gran Gattoni.
› Por Mariano Kairuz
La lucha fue cruel y fue mucha, y poco es lo que quedó de todo aquello: acaso, la memoria de un programa de televisión destinado casi exclusivamente al público infantil, de cotillón y modesta escenografía, en la que medían fuerzas personajes de orígenes exóticos o históricos y nombres tales como Gengis Khan, Mr. Moto, las Momias (la blanca, la negra), el Androide (o “el muñeco maldito”), El Hombre Vegetal, La Hormiga, El Ejecutivo, con resultados perfectamente previsibles sobre coreografías perfectamente ensayadas. La teatralidad payasesca de un árbitro que –todos lo sabían– siempre favorecía al villano de turno. Al menos para la última generación que pudo verlo por televisión, todo el asunto puede tener, en ese recuerdo un tanto difuso, mucho de decadencia, de último estertor: una troupe de hombres grandotes, algunos al borde del retiro, ganándose la vida mediante un remedo de lo que alguna vez fue un espectáculo glorioso y multitudinario. Hubo una historia anterior.
La lucha fue cruel y fue mucha arriba y abajo del ring, y de eso trata El Gran Gattoni (Editorial Sudamericana), el libro en el que el ex rugbier, cineasta y contador público Claudio Peroni reconstruye la “leyenda de un campeón de la lucha libre”; la vida de un luchador argentino prácticamente desconocido en su país que alcanzó fama y fortuna en una segunda vida iniciada en los Estados Unidos; el enigma de un abuelo al que jamás conoció, pero cuyo fantasma lo persiguió desde chico. Son dos historias, en rigor: una de nacimiento (de un titán), ascenso (la época de oro del catch) y final (la discutida transformación de un disciplina deportiva en puro espectáculo); y la otra, la obsesiva búsqueda de Peroni, empujado por su familia a develar un misterio arrastrado por décadas, desde que Gattone, instalado desde mediados de los ‘50 en EE.UU. dejó de escribirles para siempre a su esposa y a sus hijos, desapareciendo casi sin dejar rastros.
1La historia de cómo José Ricardo Gattone se convirtió en Leone –no es chiste: es así, de verdad– contada por su nieto empieza muy atrás en el tiempo. Es el relato de la temprana orfandad de su abuela, y también el relato de los Gattone (con e final) inmigrantes, de su llegada a América. De la infancia de José Ricardo, Peroni destaca el hecho más determinante sufrido por el hogar de los Gattone: la muerte de uno de los hijos en el patio del colegio, debida a un cascotazo que, aunque no estaba dirigido a él, le dio de lleno en la cabeza. Una tragedia que, dice Peroni, “templó y recluyó más en sí mismo” a su abuelo. Su aparente fragilidad emocional, entonces, decidió a sus padres a mandarlo a una escuela palermitana, “una congregación religiosa famosa por su disciplina y rectitud moral” cercana a la casa ubicada en lo que hoy es Plaza Italia, y en cuyo gimnasio José Ricardo tuvo su primer contacto con la lucha libre. En las clases del “padre Luis”, lecciones dignas del maestro de Kwai Chang Caine, el joven Gattone aprendió que “la victoria y la derrota son dos circunstancias: la lucha libre no busca una ni provoca la otra”; que “un luchador busca superar la ambigüedad cotidiana: su misión es desnudar la naturaleza; recrear el origen primitivo del hombre, y enaltecerlo aportándole el ejercicio de virtudes como la justicia y el valor”. Su obsesión, su destreza y su tamaño no le ganaron a Gattone muchos amigos durante su adolescencia, pero sí protegidos y admiradores: parece que el tipo era capaz, por ejemplo, de levantar un Ford T a diez centímetros del suelo. Pero la anécdota, el momento exacto en el que Peroni hace nacer al luchador, su primer gran acto justiciero en plena aplicación de las enseñanzas del sensei Luis, es otro: cuando Gattone encontró al cura-tutor de la escuela en el baño arrodillado frente a la bragueta de uno de sus alumnos. Un encontronazo violento que le valió al futuro luchador su expulsión del colegio.
2 La primera gran hazaña deportiva fue en rigor una derrota que tuvo lugar en el verano del ‘34 y consecuencias significativas y perdurables: Gattone se sumó intempestivamente a un grupo de ciclistas italianos en una carrera internacional Congreso-Mar del Plata, con un entrenamiento de tan solo dos meses y una bicicleta un poco baqueteada, desalentado y burlado por los “profesionales”. Quedó por el camino, pero obtuvo toda una lección involuntaria de marketing que lo acompañaría toda su carrera, de parte de aquellos tanos bravucones a los que decidió que debía empezar a parecerse. Empezando por el nombre, y es ahí que nace Gattoni, con i.
3 Tiempo después, ya sumergido en el universo de la lucha libre, pero con una esposa e hijos que mantener, Ricardo Gattoni abandonó, para horror de su padre, su trabajo en Grafa, en medio de un conflicto sindical, y montó junto a un único socio una empresa dedicada a uno de los negocios del futuro: la fabricación de tapas de gas. Era la Argentina-potencia en la que acababa de ser derrocado el presidente Castillo, y Gattoni entraba de lleno en la modernidad, con máquinas importadas de Estados Unidos, el país hacia el cual miraría de ahí en más. A pesar de que la apuesta funcionó, la lucha libre terminaría por engullirse al empresario.
4 A mediados de los ‘40 el Luna Park ya era la gran sede de los campeones locales y extranjeros, y Gattoni se empecinó en integrar su troupe. Conoció a personajes legendarios tales como El Hombre Montaña, El Conde Nowina y uno de los mayores referentes del catch de entonces: Antonio Rocca. No dejaba que su esposa Victoria fuera a verlo pelear al Luna porque “no era lugar para mujeres”, pero le llevó a la casa a cuanto luchador o aspirante a luchador, bohemio y “tirado”, se cruzaba a la salida del club. Los llamaba “los vagamundos” y los hospedaba en su hogar por días y hasta por semanas.
5 Y entonces comienza el episodio titulado el “Anticristo armenio”: Peroni le atribuye a Martín Karadagian haber sido uno de los principales responsables de forzar el presunto exilio de su abuelo. El enfrentamiento con “El Cortito” era un match entre dos formas de concebir la lucha libre, en el que Peroni idealiza a su abuelo y al armenio sólo le concede el haber sido muy perseverante, pero lo deja, moralmente, contra las cuerdas: “para el Barón Gattoni”, escribe, “la lucha era disciplina, arte, historia, sobriedad y filosofía; para Karadagian lo importante era el espectáculo”. Karadagian armó su propia troupe desarmando la tradición de las troupes de gladiadores extranjeros y reemplazándolos por los más fornidos del barrio, disfrazándolos de bravos guerreros de tierras y tiempos lejanos. Fue en el 1947 cuando Gattoni y Karadagian terminaron de transformarse en archienemigos. Gattoni, escribe su nieto, debió rendirse ante la evidencia de que había triunfado una visión del catch que “privilegiaba el carisma, la popularidad y las influencias” sobre “la destreza de un luchador arriba del ring”; una “telaraña de negocios y alianzas” que imposibilitaban “la limpia obtención del campeonato del mundo gracias a los méritos en combate”. Fue una especie de sucia maniobra del tipo de las mafias gremiales, según lo describe Peroni: Karadagian chantajeó a Gattoni, obligándolo a optar entre el cómodo segundo lugar que él estaba dispuesto a cederle, o irse; pronto, le advirtió el armenio, ya no tendría contrincantes. Gattoni se dejó humillar un tiempo, adoptó el nombre de Michelle Leone con el que lo habría bautizado el futuro líder de los Titanes en el Ring y eventualmente se retiró del Luna. Esto, y el fracaso de unos encuentros con Perón, que no gozaba de su simpatía, pero con el que estaba dispuesto a hacer una suerte de “canje promocional” si le financiaba un viaje panamericano (llevando en su jeep las imágenes de Juan Domingo y Evita), fueron determinantes en su partida definitiva en 1953.
6 Gattoni tuvo muchas mujeres en sus viajes, pero dos protagonizaron historias particularmente significativas. A partir de sus presentaciones en Brasil, tuvo un affaire con una quinceañera llamada Lucía Campos, una suerte de “groupie”, amante y eventualmente la madre de su primer hijo extramatrimonial que vivió convencida de que aquello de “Barón”, como Gattoni se presentaba en el cuadrilátero, era un verdadero título nobiliario. La otra historia es la de Evelyn, la mujer norteamericana con la que formó su segunda familia, vivió –entre viajes– la segunda mitad de su vida, en Buffalo, Nueva York, y tuvo dos hijos, a uno de los cuales bautizó Ricky, igual que uno de sus hijos con Victoria. Su familia argentina ignoró por años esta parte de la historia, contando únicamente con esas cartas en las que Gattoni decía extrañarlos y no dejaba de prometerles que, en cuanto estuviera a su alcance, se los llevaría a todos a vivir con él al país del Cadillac.
7 La historia norteamericana de Gattoni es la de su verdadera consagración como campeón de lucha libre. Acá entra en escena la figura no del todo transparente del promotor Pedro Martínez, que fue quien le enseñó las diferencias básicas entre el wrestling yanqui y la lucha libre rioplatense, y junto a quien hizo (hicieron) fortuna. Buena parte de la cual se perdió en el incendio de su casa, un episodio que marcó un quiebre en su carrera, en la primera mitad de los ‘60, alejándolo de la lucha por dos años. Peroni hace énfasis en otra gran anécdota de particular carga simbólica para esta época: cuando Gattoni destrozó a fierrazos el Cadillac –uno de los varios que llegó a tener– que lo dejó parado camino a Detroit, a donde se dirigía para volver al ring.
8 Hacia el final de su vida, Gattoni había peleado en Sudamérica, EE.UU., Canadá, Australia, y hasta en el lejano Oriente. Japón es todo un capítulo en sí mismo: invitado primero como gladiador occidental en los ‘60, volvería en el ‘75 para convertirse en todo un sumotori: un enorme luchador de sumo, perfecto conocedor del protocolo y la filosofía de este tipo de lucha, seguidor de su bestial dieta y admirador del mito de los orígenes ancestrales de la isla. Allí realizó más de treinta combates, para luego regresar a su hogar norteamericano hecho un lechón.
9 Durante los casi cuarenta años en los que la familia argentina de Gattoni no supo nada de él, llegaron rumores de un accidente de avión entre Sydney y Hawaii, de un shock amnésico, de un regreso secreto a Mar del Plata, como promotor, a mediados de los ‘70. Todas hipótesis que se resistían a la idea más sencilla y mucho más dura del abandono. Pero Gattoni vivió hasta 1982 (casi un lustro después de la muerte de Evelyn), año en que se lo llevó lo que Peroni llama “la muerte natural de los luchadores de catch”: el infarto de un corazón sobreexigido. Ocurrió un par de horas antes de un encuentro programado para un torneo en homenaje a su trayectoria. Tenía algo más de sesenta años; sus hijos llegaron a verlo en el hospital de Buffalo en el que fue internado, pero cuando murió estaba solo. Así lo cuenta Peroni, como un episodio cargado de predestinación, como si la historia no hubiera podido terminar de otra manera.
Tras la publicación del libro, Peroni fue contactado por algunos parientes cuya existencia ignoraba por completo, y que al parecer conocen buena parte de la historia de su abuelo; sus testimonios seguramente hubieran abreviado la investigación, que recién pudo avanzar velozmente a partir de una providencial búsqueda en Internet, en el ‘99. Mientras que para Peroni develar el final de la historia de su abuelo fue verdaderamente un alivio, para su madre y sus tíos significó la confirmación de sus peores temores, el fin de la leyenda y de la incertidumbre, y su paso hacia una certeza acongojante. Al día de hoy, dice Peroni, su madre Lili, la hija del Barón, no consigue pasar de la primera página de la biografía finalmente completa de su padre.
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