Domingo, 3 de julio de 2005 | Hoy
DEBATES > TOCAR CON INSTRUMENTOS DE éPOCA: ¿NECESIDAD O MARKETING?
Si a nadie se le ocurre traducir al castellano contemporáneo El Quijote que corona las listas de best-sellers ni reemplazar el Moog de Abbey Road por un sonido más moderno, ¿por qué durante años se ha tocado la música de Beethoven o Bach con instrumentos contemporáneos? ¿Y por qué ahora se los vuelve a tocar con instrumentos de época? ¿Para vender de nuevo lo que ya vendieron o para hacer justicia a las composiciones?
Por Diego Fischerman
A nadie se le ocurriría borrar por anticuadas las sombras que Murnau pintaba en el piso para lograr un mayor efecto dramático en sus films. Ni traducir al castellano actual ese improbable best-seller del siglo XXI que resultó El Quijote. Sin embargo, en las artes que requieren interpretación –incluso esa suerte de intérprete que es el restaurador, en el caso de las artes plásticas–, las cosas son distintas. Shakespeare debe habérselas casi siempre con Ricardo III entre soldados nazis o, como en la película de Zeffirelli, con Romeos y Julietas renacentistas en lugar de medievales. Y, por supuesto, casi nunca con sus textos originales. De la misma manera en que las orquestas actuales tocan un repertorio escrito, en su gran mayoría, para orquestas bien distintas. Dos discos extraordinarios, recién distribuidos en el país –se consiguen en disquerías especializadas–, ponen en escena los puntos centrales de la cuestión de manera inmejorable.
En ambos casos el protagonista es el director belga Philippe Herreweghe, y los dos álbumes están dedicados a obras corrientemente interpretadas por orquestas modernas: la Missa Solemnis de Ludwig van Beethoven –aquí se agregan, obviamente, cantantes solistas y coro– y la Sinfonía Nº 7 de Anton Bruckner. Se trata ni más ni menos que de las mejores versiones grabadas hasta el momento –con competidores de la talla de Von Karajan, Bernstein o Wand– y, en el caso de la misa de Beethoven, con el atractivo suplementario del precio, sumamente barato por tratarse de un disco importado ($ 25 y se ofrece junto a un catálogo del sello Harmonia Mundi, donde fue publicado). En las dos versiones toca la Orchestre des Champs-Elysées, que utiliza instrumentos originales de las épocas en que estas obras fueron escritas o sus reproducciones exactas. Suena distinto, es claro. Todo es más transparente, las voces se distinguen con mayor facilidad, el sonido es más cálido y menos brillante (las cuerdas son de tripa y la afinación es más grave que la actual) y, sin ir más lejos, las maderas son de madera (en una orquesta actual las flautas son de metal). Pero, ¿eso es suficientemente importante? ¿No se trata de una cuestión de marketing? ¿No será, simplemente, que los sellos tienen que volver a vender lo ya vendido?
Más allá de la indudable modernidad de la idea de autenticidad y de los lazos fluidos que existen entre la música antigua y la contemporánea –el mismo Herreweghe comenzó su carrera haciendo obras de Stockhausen, por ejemplo–, de lo que se trata no es de reproducir con exactitud las condiciones de ejecución –y de escucha– de una obra del siglo XIX. Tal cosa sería imposible, aunque más no fuera porque tanto quienes tocan como quienes los oyen ya escucharon un montón de música que para Bruckner y Beethoven no existían –Schönberg, Debussy, Ligeti y, también, los Beatles y Thelonious Monk–. El objetivo, más que pretender saberlo todo, es no ignorar lo que se sabe. Que sus defensores definan a estas versiones no como auténticas sino como “históricamente informadas” resulta bastante claro. Y si los detractores insisten en que estos autores, de haber conocido instrumentos y orquestas como los actuales, hubieran estado más que felices, bien puede contestárseles que sí.
Bach habría amado el piano moderno y Mozart habría saltado de contento frente a una sonora trompeta de pistones. Pero seguramente habrían, también, escrito otra música que la que compusieron. En ella hay un grado de tensión con los instrumentos que forma parte de la obra. Es cierto que Beethoven pide, en su manera de escribir, otro piano y otra orquesta. Pero también es cierto que, si se satisface ese pedido, parte de la obra se destruye. Una sonata de Beethoven exige al piano de su época –como Hendrix a la Fender– el máximo. Para un piano actual, en cambio, se trata de un paseo. Y, de la misma manera en que no sería deseable cambiar el sintetizador Moog de Abbey Road por un sonido más actual, conviene acercarse a la formidable orquesta de Herreweghe, a su particular balance y a la manera en que explota en fortísimos que una orquesta moderna tocaría a media máquina. No es posible prescindir del intérprete. Pero se puede recurrir a uno que sea capaz de deleitarse, como en El Quijote, con la música del idioma original.
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