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Domingo, 31 de julio de 2005

PERSONAJES > POR QUé A LOS CHICOS LES GUSTA ROALD DAHL

LIBROS COMO CARAMELOS

Fue acusado de superficial, misógino, antisemita, discriminador y maniqueísta; varios escritores lo atacaron en público, y muchos padres desconfían de sus relatos. Pero los chicos aman sus libros. ¿Por qué?

POR MARGARET TALBOT

Roald Dahl ha sido sorprendentemente popular durante casi medio siglo. Su primer libro para chicos, The Gremlins, fue publicado en 1943; el último, The Minpins, fue publicado póstumamente en 1991. En una encuesta del 2000, los lectores británicos lo eligieron como su autor favorito. El año pasado se vendieron más de 10 millones de ejemplares de sus libros alrededor del mundo. Seis de sus libros fueron llevados al cine; incluido Charlie y la fábrica de chocolate (1964), que ahora tiene una segunda y multimillonaria versión dirigida por Tim Burton y protagonizada por Johnny Depp (que se estrena esta semana).

No obstante lo cual, Dahl es también un escritor infantil que ha provocado la desconfianza y el desagrado de muchos adultos a lo largo de los años, aunque ellos mismos no hayan podido explicar muy bien por qué. En sus libros infantiles no hay ni una sola insinuación de sexo, ni siquiera de romance. Tampoco decepcionan como literatura sino todo lo contrario. El tono es coloquial, confiado y divertido, y está repleto de signos de exclamación y frases ESCRITAS ENTERAMENTE EN MAYUSCULAS. Las objeciones de los adultos a Dahl tienen más que ver con su sensibilidad. Hay humor escatológico: el protagonista de The B.F.G. (1982), el Gran Gigante Bonachón, insiste en tirarse pedos frente a la Reina. Y Dahl tiene un tono de blanco-anglosajón-protestante, nada sentimental, siempre ligeramente sádico, y taimadamente entretenido.

Matilda (1988) es la historia de una niñita prodigiosa que padece a sus groseros padres, y el libro ofrece un comentario muy desdeñoso sobre los padres egoístas y negligentes. Usualmente, en los libros de Dahl los adultos que maltratan a los niños o a los animales reciben grotescas y merecidas reprimendas, que en general son diseñadas por las víctimas, a través de su propia astucia y coraje. En James y el melocotón gigante (de 1961, o Jim y el durazno gigante, según la película), las malvadas Tía Spiker y Tía Sponge mueren aplastadas cuando James y la fruta epónima ruedan colina abajo. Y no sólo los padres malos reciben su justo castigo. En Charlie y la fábrica de chocolate, Dahl reparte algunas reprimendas desagradables entre niños desagradables. (El glotón Augustus queda atrapado en el chocolate; Violet Beauregarde, la mascadora de chicle compulsiva, se infla como una mora gigante; la consentida Veruca Salt cae por un conducto para la basura.)

En muchos libros infantiles –contrariando lo que los padres les dicen a sus hijos sobre las apariencias–, la fealdad física significa su equivalente moral. Dahl lleva esto a un extremo, describiendo vivazmente los repulsivos atributos de sus villanos. Dahl compartía con George Orwell una aguda percepción sobre por qué los niños pequeños a menudo ven horribles o intimidantes a los adultos: “En parte se debe a que el niño normalmente está mirando hacia arriba, y pocos rostros salen favorecidos cuando se los observa desde abajo”, escribió Orwell.

En las ficciones de Dahl, los personajes malos no son simplemente malos; son monstruosos, caracterización que algunos lectores adultos encuentran nada sutil, pero que para muchos chicos resulta graciosísima. Incluso los adultos buenos son a menudo desconsiderados o fácilmente amedrentables, mientras que los niños, en los libros de Dahl, suelen ser sensibles, maduros y difíciles de atemorizar. (Los niños toman todas “las buenas decisiones”, dice mi hijo de nueve años.) Y en las historias de Dahl, las clases de planes elaborados que los chicos están permanentemente urdiendo –y que los adultos rechazan de plan como imprácticos o peligrosos– tienen resultados triunfales.

En 1972, el Horn Book, un periódico sobre literatura para chicos, publicó una diatriba de la escritora infantil Eleanor Cameron contra Dahl. “Charlie y la fábrica de chocolate”, cargaba la mujer, era “uno de los libros de peor gusto jamás escritos para niños”. No es que tratara simplemente sobre las golosinas; era una golosina, “que nos deleita y nos seda; experimentamos su breve placer sensorial, pero nos deja pobremente nutridos, y embota nuestro gusto para cosas mejores”. Dahl detestaba la televisión, pero su libro, decía Cameron, proveía el mismo tipo de satisfacciones fáciles.

La escritora de ciencia ficción Ursula K. LeGuin secundó las críticas de Cameron, a pesar de que admitía que “los niños de entre ocho y diez años parecen estar verdaderamente fascinados con los libros de Dahl”. De hecho, uno de sus propios hijos, lamentaba decir, “solía terminar de leer Charlie... y empezaba a leerlo de vuelta desde el principio (hizo esto durante dos meses cuando tenía once años). Parecía poseída mientras lo leía, y después de leerlo, durante un rato se volvía, para una chica normalmente afable, bastante antipática”. Los libros, concluía LeGuin, “proveen una genuina experiencia de escape, una diminuta fuga psicológica, muy parecida a la que proveen las historietas”.

En los ‘80, las feministas atacaron a Dahl por su supuesta misoginia, haciendo blanco en Las brujas (1983). En 1985, un crítico dijo que se trataba de “una publicación peligrosa” que guardaba una “sorprendente similitud” con el Malleus Maleficarum, un texto misógino de caza de brujas del siglo XV. Era una comparación bizarra. Dahl sí escribe en Las brujas que “una bruja es siempre una mujer”, pero no que una mujer es siempre una bruja. El personaje más fuerte y más atractivo del libro es la fumadora, obcecada e inmensamente afectuosa abuela del niño.

El antidahlismo se vio alimentado todavía más por una biografía no autorizada de 1994, escrita por el británico Jeremy Treglown, que presenta a un hombre complicado, dominante, y a veces desagradable. Dahl fue “un héroe de guerra, un connoisseur, un filántropo y un hombre de familia devoto que debió confrontar una pasmosa sucesión de tragedias”, escribe Treglown. “También fue... un fabulador, un antisemita, un patotero y un buscador de problemas autopromocionado.” En 1981, Robert Gottlieb, que en ese entonces era el director editorial de Knopf, que publicaba a Dahl en Norteamérica, rompió relación con el escritor, argumentando que maltrataba al equipo de la compañía. Más de una vez Dahl hizo comentarios antisemitas; en 1983 le dijo a un periodista que “hay un rasgo en el carácter judío que produce animosidad... quiero decir, siempre hay una razón por la que un anti-algo florece; incluso un sorete como Hitler no los eligió porque sí”. (Debe decirse que no hay sentimientos así de nocivos en su obra infantil.) Y, en 1989, Dahl, que no tenía empacho en denunciar indignado todo intento de censurar su obra, tildó a Salman Rushdie de “peligroso oportunista”, cuando se proclamó la fatwa en su contra. La reputación personal de Dahl es justificablemente criticada, pero su obra ha sido injustamente atacada. Cuando se trata de literatura para adultos, prácticamente hemos dejado de juzgar una obra por la moral personal de su autor. ¿Por qué deberíamos someter a los escritores infantiles a un estándar más estricto?

La infancia del propio Dahl tuvo un costado mágico y encantador, así como uno amargo y draconiano. Cuando él tenía tres años, Astrid, de siete, la mayor de sus cinco hermanos, murió de apendicitis. “Harald Dahl quedó tan desconsolado”, escribió Dahl en Boy, sus memorias publicadas en 1984, que no tuvo fuerzas para resistir un ataque de neumonía, y murió dos meses después. Las escuelas británicas en las que fue pupilo desde los nueve años fueron para Dahl una experiencia miserable. Buena parte de Boy está dedicado a los castigos físicos que les aplicaban allí. La caña era lo más común. “Esa vara me aterrorizaba”, escribe Dahl. “No era tan sólo un instrumento para golpearte; era un arma para lastimarte. Laceraba la piel. Provocaba un severo moretón negro y escarlata que tardaba tres semanas en desaparecer, y a lo largo de las cuales podías sentir tu corazón latiendo debajo de las heridas.” La mayor parte de sus primeras obras fue para adultos. Se especializaba en historias sobre los años de la guerra y cuentos macabros con finales sorprendentes, pero para principios de los ‘60 parte de ese éxito había empezado a menguar. La revista New Yorker, que antes le había aceptado varias historias, ahora se las rechazaba. Sus historias adultas eran escalofriantemente disfrutables, pero mostraban poca compasión o penetración psicológica. Era en los niños, parecía, no en los adultos, en quienes Dahl podía prodigar empatía.

En 1953 se casó con la actriz Patricia Neal, y al año compró una casa en Buckinghamshire, cerca de su madre y sus hermanas. Dahl, que adoraba a sus hijos, sufrió varias tragedias familiares. Su bebé Theo quedó hidrocefálico cuando un auto atropelló el cochecito que su niñera empujaba al cruzar la calle en Manhattan. Su hija Olivia murió de sarampión a los siete años. En 1965, Neal sufrió un ataque de parálisis cuando estaba embarazada de la quinta hija de la pareja, Lucy. Mientras se recuperaba, Dahl se hizo cargo de la casa; incluso llevaba a los chicos al colegio por la mañana. ¿Quién podía culparlo de ser, a veces, malhumorado o por enojarse con la gente que lo decepcionaba? Era pragmático y tenía muchos recursos. Impulsado por las dificultades de Theo, ayudó a diseñar una válvula para drenar el agua del cerebro, que se usó para tratar a miles de chicos. Y si no era físicamente afectuoso con sus hijos –según escribe Tessa Dahl, su hija mayor–, sí compartió con ellos su interés en las bromas, los chascos y las incesantes tomaduras de pelo.

Tras treinta años de matrimonio, Dahl se divorció de Neal y en 1983 se casó con Felicity Crosland, una talladora de madera con quien había estado viviendo un largo affaire. Con ella pareció encontrar felicidad y serenidad. Según Tessa Dahl, cuando su padre escribió en Las brujas (1983) que “no importa quién eres o cómo te ves mientras haya alguien que te ame”, era un escritor que estaba cambiando. “Mi padre se había enamorado.” Muchos de los mejores libros de Dahl –The B.F.G., Las brujas, Matilda– fueron escritos durante este período tardío. En estas obras, su acidez natural fue atemperada por la dulzura. Cada libro se centra en una relación entre un niño y un adulto que es un sueño de perfecto entendimiento y camaradería.

Y aun así la esencia de Dahl es su voluntad de permitir que los niños triunfen sobre los adultos. Es un escritor moderno de cuentos de hadas que entiende intuitivamente el tipo de argumentación que Bruno Bettelheim planteó en su libro de 1976, The Uses of Enchantment. Los niños necesitan los materiales oscuros de los cuentos de hadas porque necesitan darle sentido, de una manera simbólica, desplazada, a sus propios sentimientos de enojo, resentimiento e impotencia. Los cuentos también les enseñan sobre la violencia y la brutalidad, contrarrestando el “amplio rechazo a permitir que los niños sepan que la fuente de mucho de lo que sale mal en nuestras vidas se debe a nuestra naturaleza, a la propensión de todos los hombres a actuar de manera agresiva, asocial, egoísta”. Muchos cuentos de hadas son narraciones complejas de satisfacción de deseos. Le enseñan al lector, escribe Bettelheim, que “la lucha contra las severas dificultades de la vida son una parte intrínseca de la existencia humana, pero que si uno no se esconde, sino que confronta esas dificultades a menudo inesperadas e injustas, termina dominando todos los obstáculos”. O, en cualquier caso, tal es la fantasía esperanzada que nos sostiene a todos.

Los protagonistas más memorables de Dahl son personajes tímidos que de todas maneras triunfan. El tranquilo, amable Charlie Bucket es el inesperado ganador del concurso del chocolatero Wonka precisamente por ser tranquilo y amable. El pequeño James es un huérfano humillado por sus tías, pero al hacerse amigo de los excéntricos insectos que habitan el prodigioso durazno de su jardín, y dándole rienda suelta a su propia, dulce ingenuidad, logra cruzar el océano hasta Nueva York y “el niñito más triste y solitario que uno pueda encontrar ahora tiene todos los amigos y compañeros de juegos del mundo”.

“Tengo una visión muy fuerte y profunda de lo mucho que debe luchar un niño para hacer su camino en la vida y llegar hasta los, digamos, doce años”, dijo Dahl en una entrevista con la BBC en 1988. “Cuando uno nace, o a los dos o tres años, es una criatura incivilizada. Y a partir de esa edad, y hasta los doce o quince, si uno va a convertirse en un miembro civilizado de la comunidad, debe ser disciplinado. Severamente. Basta de comer con los dedos y de escupir en el suelo y de maldecir y de lo que se le ocurra. ¿Y quién se encarga de disciplinar? Dos personas. Los padres... Aunque el niño ame a su madre y a su padre, ellos son subconscientemente el enemigo. Existe una delgada línea, creo, entre amar profundamente a tus padres y sentir por ellos un profundo resentimiento.”

Puede presumirse que la mayoría de los jóvenes lectores de Dahl no son maltratados, y aun así comprenden intuitivamente que los golpes y las humillaciones propinadas a sus jóvenes personajes son metáforas sobre la impotencia de la niñez. Y aprecian que Dahl tome partido por ellos tan abiertamente. Los lectores adultos, mientras tanto, obtienen una idea renovada de la distancia que los separa de sus niños y, a veces, de su furia. Las crudas muestras de poder adulto que hay en las historias de Dahl, y que marcaron las vidas de muchos niños en los años ‘20 (Dahl nació en 1916), ya no son comunes, por suerte. Tal vez esto explique la resistencia de los adultos a los libros de Dahl: como la crianza se ha vuelto más autoconscientemente “amable”, resulta inquietante leer historias de desenfrenado resentimiento infantil. Creemos que entendemos a nuestros hijos y que nos comunicamos con ellos mucho mejor que nuestros padres y abuelos con los suyos, y por lo tanto no podemos imaginarnos que nuestros niños pudieran sentirse secretamente oprimidos por nuestros razonables e iluminados acercamientos a su educación. Los libros de Dahl levantan despiadadamente esta ilusión de armonía.

Recientemente, un amigo de mi hijo, de nueve años, me escribió una carta sobre por qué le gusta Dahl: “Su escritura es imaginativa y excitante, y después de leer Charlie y la fábrica de chocolate, me sentí como si hubiera probado todas las golosinas del mundo”. Es una excelente manera de evocar las delicias de Dahl, cuyas mejores historias hacen lo que G.K. Chesterton decía que hacían los cuentos de hadas: inspirar en los niños la idea de que la vida “no es tan sólo un placer sino un excéntrico privilegio”. Los críticos de Dahl no supieron reconocer que sus historias no se limitan a consentir las fantasías de un niño sino que las colman.

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“Cuando uno nace es una criatura incivilizada. Y a partir de entonces, si uno va a convertirse en un miembro de
la comunidad, debe ser disciplinado. Severamente. Basta de comer con los dedos y de escupir en el suelo y de maldecir. ¿Y quién se encarga de disciplinar? Los padres... Aunque
el niño ame a su madre y a su padre, ellos son subconscientemente el enemigo. Existe una delgada línea, creo, entre amar profundamente a tus padres y sentir por ellos un profundo resentimiento.”
Roald Dahl
 
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