Domingo, 31 de julio de 2005 | Hoy
CINE >SIN CITY, EL COMIC HECHO PELíCULA
Con Sin City, la ciudad del pecado, Robert Rodríguez consiguió la adaptación más fiel de un comic a la pantalla hasta ahora. Los blancos y negros son impactantes, los efectos tienen lo suyo, y Bruce Willis, Benicio del Toro y Clive Owen están más que bien como protagonistas. Pero la perla de la película es el regreso de Mickey Rourke en la piel de un vengador bestial.
Por Hernán Ferreirós
La nueva película de Robert Rodríguez es la adaptación más fiel a un comic jamás filmada. Esto no es necesariamente algo bueno. Si bien muchísimas de las películas llegadas de Hollywood tienden a la ligereza y a la inconsistencia de un mal comic, ésta eligió un camino distinto: transportar literalmente el lenguaje visual de la historieta o, más específicamente, el lenguaje visual de la historieta de Frank Miller, uno de los pocos auteurs del comic industrial, a la pantalla.
Miller es un semidiós para los lectores de comics, sobre todo por El regreso del Señor de la Noche, la mejor historia de Batman alguna vez publicada –que podría convertirse en la mejor película de Batman si alguien contratara a Clint Eastwood para protagonizar su adaptación antes de que se muera– y que inició una era de oscuridad y de algo así como un realismo psicológico sucio para los comics mainstream norteamericanos. Miller hizo por la historieta de superhéroes algo parecido a lo que Hammett y Chandler habían hecho por el policial cincuenta años antes. Toda su obra de los ‘80 es abiertamente noire, así trate sobre ninjas y justicieros ciegos, e influyó en todo lo que vino después.
Sin City es su incursión más literal en el género negro, acaso el intento de escribir el policial que le hubiera gustado leer. Para esta serie de comics, Miller tomó todo lo que lo fascinaba del hardboiled –los personajes brutales, los diálogos afilados como una gillette, las mujeres fatales–, lo cargó de anfetaminas y esteroides y lo puso en una historia monolítica. Las historias de Sin City no son tanto una progresión dramática sino, en términos de Roland Barthes, una acumulación de punctum –el momento en que uno detiene la lectura, en que uno levanta la vista de la página porque encontró algo que lo interpela–. Barthes se refiere a la imagen, pero en el caso de la transposición a la literatura que le interesa a Miller habría que pensar en una línea de diálogo particularmente brutal, en una escena inconcebiblemente violenta, en una reacción completamente inesperada. Todos esos momentos dispersos a lo largo de decenas de novelas –pero sorprendentemente condensados en Mickey Spillane, fuente de plagio esencial aquí– están compilados en cualquier historia de Sin City. Por eso provocan un efecto de catálogo: en vez de tener lo que tienen que tener, tienen todo: los diálogos lacerantes, las traiciones imperdonables, el sexo gratuito, la violencia extrema. Sólo están ausentes las dilaciones que en los textos originales servían para construir historias y personajes, y separaban esos momentos. Pero esto es hardboiled 3.0.
En las historietas de Miller no hay muchas vueltas: los protagonistas quieren algo, generalmente vengarse, hay alguien que se opone a ellos y uno de los dos termina hecho papilla. Aunque falta la tridimensionalidad, la densidad de una historia clásica, cuando funcionan, el resultado no podría ser mucho más gratificante.
De las muchas historias de Sin City, la película toma cuatro: una breve a modo de prólogo (The Lady Wore Red, tan ínfima que es casi un gag) y tres más: The Big Fat Kill, The Hard Goodbye y That Yellow Bastard. La mejor, tanto en el papel como en la pantalla, es The Hard Goodbye, protagonizada por un Mickey Rourke con una máscara casi tan escalofriante como su rostro real.
Si Kirk Douglas recibiera una dosis de radiación como la que convierte al doctor David Banner en Hulk, seguro quedaría idéntico a Marv (Rourke). Movido por el deseo de torturar y asesinar a los responsables de la muerte de Goldie, la prostituta que le regaló una noche de pasión, Marv, máquina humana de destrucción, se enfrasca en una lucha muy desigual contra todos los poderes de la ciudad del pecado. Desigual para ellos, claro. Marv habla un dialecto estrictamente hardboiled (“cuando lo mandé al infierno seguro que le pareció el cielo después de todo lo que le hice”) y es capaz de sobrevivir a cuatro embestidas consecutivas de un Porsche a 120 kph. En suma, combina la mentalidad de un tiranosaurio con la capacidad de recuperación del Willie T. Coyote. Este es el tono del film. Aquí no hay sutilezas. En las otras historias, Miller y Rodríguez apenas bajan un cambio y quedan en quinta.
Fuera de la animación, nunca una adaptación de un comic se acercó tanto al estilo gráfico del original. Claramente Rodríguez usó las historietas como story boards. En los comics, Miller no usó grises, sólo blanco y negro –mucho más negro que blanco– y algún color, generalmente rojo, en momentos significativos. En la pantalla, el resultado es extraordinario. La visión de Marv, con todo el cuerpo cubierto de curitas de un blanco iridiscente, permanecerá como uno de los muchos hallazgos para aquellos que no la hayan visto en el comic.
Sin embargo, este experimento no carece de problemas. Como en Capitán Sky y el mundo del mañana, todos los fondos y buena parte de la utilería son CGI. El efecto general es similar al de esa película: un mundo cerrado, que posa para beneficio de la cámara. En Sin City nunca parece haber más habitantes que las dos o tres personas que están en la pantalla. Y eso le resta varios grados de “existencia” a su mundo. Desde luego que no se pretende que olvidemos el artificio de lo que estamos viendo, pero no es eso lo que socava este mundo. En el cine, la imagen tiene una riqueza mayor que en el comic: está llena de elementos sin función que provocan un efecto de realidad. Al transponer el vacío, los enormes paneles negros de Miller a la pantalla, no se reproduce la sensación de opresión y oscuridad de las historietas sino un achatamiento del mundo que se muestra. El mismo recurso no funcionó igual en ambos medios.
Algo similar puede decirse de la voz en off: volcar cada una de las líneas del monólogo interior de los protagonistas de cada historia a la pantalla resulta un exceso. Aunque el monólogo interior es un recurso tradicional del género negro, aquí termina incomodando. Pareciera que no se confía en el poder de la imagen para narrar.
Desde luego, sólo los hombres tienen monólogo interior. Las mujeres son muñecas de carne que cumplen la función narrativa de la víctima: seducidas, torturadas, violadas, mutiladas y asesinadas (aunque ellas también seducen, mutilan y matan). El género negro, el bueno, reclama personajes femeninos un poco menos uniformes; es más, son esenciales. Mujeres fatales capaces de engañar, enloquecer, traicionar, martirizar, pensar tres veces más rápido que un hombre y llevarlo a la ruina y a la muerte. Las femmes fatales del género negro juegan a que son víctimas, pero en verdad son victimarias o, al menos, eso intentan, porque en verdad el hombre prevalece, pero la batalla es más interesante y más intrincada que acá. En esta película, las mujeres son fantasías sexuales adolescentes, que pueden dispararle a un hombre, pero nunca engatusarlo. La política de los sexos del film está apenas un escalón por encima de la del porno.
El género negro tiene una moral, que es el centro de gravedad del protagonista. Una línea que nunca se va a cruzar: hay gente a la que no se traiciona, cosas que no se dicen. Aquí todo eso se pisotea con tal de hacer un gag más, de llevar un paso más allá el exceso. En lugar de plantear una moral alternativa, la del detective, la película, con todo su desenfreno, termina siendo moralista porque, en definitiva, nos dice que quien la hace la paga, que quien comete un delito de un modo u otro termina siendo castigado para que, de este modo, el orden social sea recompuesto. Por esto la incorrección política de Sin City es sólo una pose, un gesto más del catálogo de manierismos que Miller/Rodríguez copian y amplifican del género noir. Con sus castraciones, mutilaciones, decapitaciones, canibalismo y torturas, con todos sus excesos, Sin City es una película complaciente con sus espectadores, que esperan exactamente eso. Sin embargo, también es un film que se anima a explorar un estilo visual distinto, la visión de dos creadores que hicieron exactamente lo que querían. Para una producción que viene del corazón de Hollywood, no es un mérito menor.
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