ARTE > LAS FIESTAS DE LA BAUHAUS
Escuela anómala, utópica y vanguardista, liderada por un grupo de pedagogos excéntricos, la Bauhaus forjó –antes de disolverse, acosada por el conservadurismo y el nazismo– las ideas, los diseños y los planos sobre los que se alzó el mundo que hoy conocemos como “contemporáneo”. Sin embargo, uno de los componentes fundamentales de su método es el menos conocido de todos: las fiestas.
Por Alan Pauls
La primera fiesta –la más inesperada– era el examen de ingreso. Para entrar a la escuela de artes más influyente del siglo XX, los aspirantes eran encerrados en un cuarto oscuro y ametrallados con una salva de truenos y relámpagos que los hundían “en un estado de intensa agitación”. La aceptación de los candidatos dependía de “lo bien que supieran describir sus reacciones” a esa batería de estímulos. “Este informe encendió mi entusiasmo”, recuerda uno de los primeros alumnos: “Mi futuro económico estaba lejos de estar asegurado, pero no me lo pensé dos veces y decidí unirme a la Bauhaus”.
Mezcla de boutade progresista, dark room y experimento psicodélico, el singular método de filtrado concebido por Walter Gropius y su pandilla de pedagogos vanguardistas no hacía más que profetizar la dimensión festiva más regular, sistemática, pautada por un calendario estrictísimo y protocolos rigurosamente establecidos, en la que el entusiasta aspirante a artista-artesano viviría –junto con los cerca de 1400 alumnos que llegó a tener la escuela– a lo largo de todo el año lectivo. Porque además de concebir, imponer y propagar los conceptos formales más modernos de que pueda jactarse el mundo contemporáneo, la Bauhaus dedicó buena parte de sus catorce años de existencia (1919-1933) al arte menos oficial (pero no menos obsesivo) de la juerga. Fiestas para las inauguraciones, fiestas de cumpleaños, fiestas temáticas, fiestas de despedida de profesores, fiestas de Nochebuena y de Carnaval, fiestas para el solsticio de verano, fiestas de otoño: entre la efervescencia imprevisible de Weimar y la ominosa Alemania que terminaron copando los nazis, no hubo coyuntura que el falansterio educativo inventado por Gropius dejara sin celebrar, y la abnegada inspiración con que abordó cada uno de esos festejos (diseño de tickets y afiches, vestuario, iluminación, música, ambientación, regalos, etc.) no tiene nada que envidiar a la que hizo nacer algunos de los edificios, muebles y premisas gráficas sin los cuales hoy nada es digno de llamarse “contemporáneo”.
Lo primero que llama la atención en la muestra de la Caixaforum son las fotos de los balcones. Un clásico de la arquitectura Bauhaus. Sólo que la sobriedad de las líneas y la adustez de los materiales funcionan aquí como el decorado adulto de una felicidad irresponsable y aniñada, la que hace reír a esa turbita de estudiantes que hacen morisquetas, se contorsionan y posan, a veces asomándose peligrosamente al vacío, para las cámaras cenitales que los enfocan desde una terraza vertiginosa. Puede que esos modelos kamikazes fueran sólo alumnos, alumnos descocados, pero el hombre tras la cámara era el profesor Lázló Moholy-Nagy (que más tarde exportaría la Bauhaus a Chicago), y es fama que otro pedagogo irreprochable del elenco, Josef Albers, solía usar los balcones del edificio de la escuela para socializar a voz en cuello los chistes espartaquistas que traía de la ciudad. Y la misma euforia –quizás algo más ebria, más infantiloide– aparece equitativamente repartida en las caras de los miembros de la Bauhaus que se amuchan en el vano de una puerta, con el pintor Oskar Schlemmer abajo, en el piso, cigarro en mano, y el propio Albers más atrás, con la pipa entre los dientes y el brazo izquierdo alzado. Esas fotos ponen al desnudo la fórmula del espíritu Bauhaus a la hora de la jauja: despreocupación Dadá + picardía proletaria de Bertolt Brecht (o de Alexander Rodtchenko).
Lejos de ser un factor contingente, el componente festivo siempre formó parte de la política de la escuela. El Programa fundacional, publicado en abril de 1919, ya establecía “el fomento de relaciones amistosas entre maestros y estudiantes fuera del trabajo: teatro, conferencias, poesía, música, baile de disfraces” y la “creación de un ceremonial festivo en todas estas reuniones”. “El juego se convierte en fiesta, la fiesta en trabajo, el trabajo en juego”, predicaba incluso el lacónico Johannes Itten, que era vegetariano, adoraba al dios hindú Mazdazdan y fue radiado de la conducción de la Bauhaus cuando estaba a punto de convertirla en un convento. En rigor, para el horizonte utópico que inauguraba la institución, la fiesta –un tipo de experiencia que no solemos asociar con la aleación hormigón-metal-cristal, ni con el sillón Barcelona, ni con la manía de escribir en minúsculas, por no citar más que tres de los grandes legados de la Bauhaus– era tan decisiva como el Gran Objetivo que perseguía explícitamente: borrar las fronteras entre las Bellas Artes y las artes aplicadas. Reformulando radicalmente las jerarquías entre maestros y alumnos, las relaciones entre saberes y prácticas y la distinción entre arte, cultura y tecnología, la Bauhaus proponía concebir y crear “juntos el nuevo edificio del futuro, que reunirá arquitectura, escultura y pintura en una sola unidad, y que un día subirá hacia el cielo desde las manos de un millón de trabajadores como el símbolo cristalino de una nueva fe”. Tanta efusión de optimismo no debería opacar la fuerza de esa pequeña palabra: juntos. Además de reinventar las formas del mundo, la Bauhaus –heredera del espíritu de las cofradías medievales y del Lebensreform, un movimiento precozmente alternativo que a fines del siglo XIX, en nombre del antiindustrialismo, combinaba la mitología del boy scout con la del hippie– experimentó un nuevo modelo de organización de la convivencia, de intimidad grupal, de comunión. Era una escuela de artes y oficios, sí, pero también un ecosistema, un hábitat, un laboratorio de comportamientos, una microsociedad. Tenía talleres, estudios, departamentos, una cantina, una huerta para abastecerse de papas y verduras. Tenía un uniforme, el Bauhaustracht, sobrante apenas retocado de una partida de trajes militares rusos comprados por monedas, y hasta su propio silbato, el Bauhauspfiff. Y tenía fiestas.
Al principio de la etapa Weimar, sede de la escuela entre 1919 y 1924, el Departamento de Jarana mantuvo cierta compostura y se limitó a organizar veladas de lecturas más o menos circunspectas. La agenda empezó a desperezarse a partir de 1920, cuando incorporó conferencias, pequeños conciertos de música y recitales de poesía, y en otoño de 1921 pudo darse el lujo de anunciar la formación de la Bauhaus Kapelle, una orquesta liderada por el húngaro Andor Weininger que acompañaba las performances poéticas con improvisaciones sobre temas folklóricos. El calendario oficial de festejos no tarda en establecerse: Navidad, Carnaval (fiesta de disfraces), el cumpleaños de Gropius (el 18 de mayo), la Fiesta de los Farolitos (en el solsticio de verano) y la de los Cometas (en otoño). Los bailes se multiplican; azuzado por la ansiedad estudiantil, hay uno cada tres o cuatro semanas. La dirección, lejos de desalentarlos, los promueve y pone a su servicio todos los talleres de la escuela. Ise Gropius, la mujer de Walter –alias “Gropi”, o “Pius”, o “Pius I, Papa de la Bauhaus”–, explica por qué: “Las grandes fiestas de la Bauhaus tenían con frecuencia lugar en épocas de grandes agitaciones y desavenencias entre los estudiantes. A mi esposo le parecía infructuoso reaccionar con medidas disciplinarias ante estas tensiones y erupciones de voces críticas, mientras que tras el éxito de una fiesta se conseguía una gran relajación y un pensamiento positivo. Estas fiestas no eran en absoluto unas reuniones casuales sino que, por el contrario, se preparaban concienzudamente y brindaban excelentes posibilidades creativas para expresar críticas y ridiculizar las cosas que crispaban a los estudiantes. Un montón de problemas sin articular que se habían acumulado era solventado de forma divertida y arrebatadora. La Bauhaus aprendía a reírse de sí misma y personas que estaban enemistadas comenzaban a trabajar juntas sin considerarse insoportables”.
Mezcla de experiencia catártica y ceremonia paródico-carnavalesca (no hay festejo donde los maestros de la escuela no sean brutalmente caricaturizados por los estudiantes), las fiestas made in Bauhaus pretenden ser también una estrategia de relaciones públicas. Gropius, buscando aplacar el recelo que la escuela inspira en los alrededores, jamás se olvida de integrar a los habitantes de Weimar. “Los alborotadores están a la escucha e intentan hacerse los amiguitos para que también los invitemos”, dice en una carta de 1919. “Quizás sea éste el único medio para imponer nuestra buena causa.” (No lo será, pero es probable que no hubiera ninguno capaz de imponerla.) En sus 14 años de vida, la Bauhaus nunca podrá librarse del acoso de las fuerzas conservadoras, siempre desveladas por el prontuario rojo de sus directivos o profesores y por el libertinaje que no deja de corromper a sus estudiantes. En 1924, meses antes de que la escuela, económicamente estrangulada por la mayoría derechista del Parlamento de Turingia, se vea obligada a mudarse a Dessau, el Weimarische Zeitung la acusa de ser una “central comunista de corte soviético”, teatro de actos impúdicos donde se alienta el sexo fuera del matrimonio. Lo que más indigna al matutino es que los niños nacidos de ese comercio aberrante sean celebrados públicamente (y no escondidos con vergüenza) y sus cunitas fabricadas en los mismos talleres de la escuela. “Esa depravación –remata el diario– es el fruto de la enseñanza y la educación que practica la Bauhaus.”
Además de una tasa matrimonial nada desdeñable (70 bodas entre 1400 estudiantes en catorce años), esa depravación deparó algunas de las juergas más memorables, ingeniosas y mejor producidas del siglo XX. Los obsequios que circulaban en ellas harían babear al experto en potlatchs y al coleccionista más curtido; para el cumpleaños de Gropius de 1924, por ejemplo, los maestros le regalan una carpeta con covers gráficos de una foto de periódico –una multitud escuchando un discurso emitido por un altavoz en un bajoventana: ¡la era de la comunicación de masas!– firmados nada menos que por Klee, Kandinsky y Schlemmer. Klee cumple 50 años en diciembre de 1929 y la escuela se las ingenia para que un avión de la fábrica Junkers le arroje sus regalos desde las alturas. La Bauhaus, sinónimo de funcionalidad y economía, también gozaba gastando.
Las dos celebraciones más clásicas de la escuela –la Fiesta de los Farolitos y la de los Cometas– parecen versiones bucólicas del intervencionismo situacionista de los años ‘50; en la primera, los bauhausianos desfilaban por el parque y las colinas de Weimar durante una noche de verano, armados con toda clase de faroles diseñados en la escuela; en la segunda, celebrada en otoño, se reunían en lo alto de las colinas y lanzaban sobre la ciudad un ejército de cometas extravagantes. También eran periódicas las fiestas de disfraces. Según recuerda el diseñador Farkas Mólnar, “a Kandinsky le gustaba vestirse de antena, Itten iba de engendro amorfo, Feininger de dos triángulos rectángulos, Moholy-Nagy de segmento atravesado por una cruz. Much se disfrazaba de apóstol desaseado, Klee de canto del árbol azul y Gropius de Le Corbusier”. A partir de 1925, con la escuela ya instalada en Dessau y la Bauhaus Kapelle embarcada en un turbulento devenir musical (instrumentos caseros impredecibles; ejecutantes que destrozan sus vientos en escena; incorporación de disparos de armas de fuego), cada fiesta adopta un lema y se vuelve temática. Hay una consagrada a la Nueva Objetividad (1925) y otra a la forma Tubo (1926); la Fiesta Blanca (1926) exige a sus invitados acudir con “2/3 de blanco y 1/3 de color pero sólo en cuadros, lunares o a rayas”; en febrero del ‘28, la Fiesta de las Barbas, Narices y Corazones, celebrada en plena crisis económica, incluye prótesis nasales y capilares diseñadas en la escuela y cabinas para sacarse fotos. Pero la Fiesta Número Uno de la Bauhaus –la que habría envidiado incluso el Truman Capote que dio el Black & White Ball de 1966 en el Plaza de Nueva York– fue la Fiesta del Metal, que fulguró durante la larga noche del 9 de febrero de 1929. El lema tecno fue responsabilidad de Hannes Meyer, sucesor de Gropius en la dirección de la escuela, que alentaba la producción de “artículos de consumo para el pueblo en lugar de artículos de lujo”. Como las invitaciones y las entradas, el edificio de la Bauhaus resplandecía en las tinieblas con un brillo metálico. Las paredes estaban tapizadas de láminas de metal, había enormes esferas de acero colgando del techo (y anticipando las bolas de espejos de las discotecas), los invitados (unos 2 mil) llegaban a las salas de baile en vagonetas sobre rieles y la escalera, al pisarla, sonaba como una campana. “A la fiesta se llegaba bajando por un tobogán enchapado en hojalata, bajo la luz de los focos reflejada en innumerables bolas plateadas”, anota Oskar Schlemmer en su diario. “Pero primero había que pasar por la ‘hojalatería’. Aquí uno podía cubrir sus necesidades en materia de hojalata y otros metales más nobles bajo cualquier forma. ¡Se podían conseguir llaves inglesas, tijeras de hojalata y abrelatas (...) y hasta una dama vestida de discos de hojalata que lucía con coquetería una llave inglesa en la pulsera y pedía a sus caballeros que le apretaran las tuercas!”
Fue el canto del cisne de la utopía Bauhaus. Un año más tarde, en un contexto signado por el avance del nazismo, las fuerzas de la política real –la misma que había rondado a la escuela desde su fundación, haciéndola posible, marcándole límites o amenazándola, pero nunca interviniendo directamente en ella– se apoderaban de la fiesta de Carnaval y acababan definitivamente con su precaria condición extraterritorial. Varios estudiantes entonan La Internacional y dan vivas al comunismo alemán. Presionado por la intendencia de Dessau, el director Meyer pone entre paréntesis sus simpatías con la izquierda y expulsa a 36 alumnos. Aun así, el alcalde cede a las viejas exigencias de la derecha y rescinde el contrato que ataba a la escuela a la ciudad. En 1932, la Bauhaus se muda a su última sede, una ex fábrica de teléfonos en Berlín. Habrá una sola fiesta más, la última, en febrero de 1933. Todos irán vestidos de blanco; sólo se permitirá un toque de color, uno solo: una manchita en la espalda. El 30 de enero, Hitler es nombrado canciller del Tercer Reich. Dos meses más tarde, la fiscalía ordena allanar la sede de la Bauhaus en busca de “material comunista” y precinta el edificio. La escuela se autodisuelve el 20 de julio de 1933. Fin de fiesta.
La Bauhaus de fiesta puede verse en la Caixaforum de la Fundación La Caixa de Barcelona hasta fines de septiembre.
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