Domingo, 18 de septiembre de 2005 | Hoy
DEBATES > GERMáN GARGANO DISCUTE CON LEóN FERRARI
El mes pasado, León Ferrari participó de la sección Fan de Radar, para la que eligió el Guernica de Picasso como su cuadro favorito. En la nota hablaba del modo en que Occidente “oculta con belleza la crueldad de su religión” y cómo “artistas de la talla de Signorelli, Fra Angelico o El Bosco apoyaron, exaltaron e ilustraron la crueldad que la Iglesia esgrime como amenaza evangelizante”. Pero el artista Germán Gargano discrepa profundamente. A continuación, sostiene que muchos de esos artistas hicieron exactamente lo contrario.
POR GERMAN GARGANO
León Ferrari vuelve a insistir en la idea de que los artistas renacentistas son los propagandizadores de la amenaza del Infierno, los que “apoyaron, exaltaron e ilustraron la crueldad”. En cambio, Picasso es “un ateo consecuente”. Y se le ocurre –vale la pena reiterar el “se le ocurre”– que el Guernica “puede ser visto como una condena a los exterminios bíblicos”, una denuncia de la “nefasta” pintura religiosa. Efectivamente “puede ser visto” como tantas “visiones” que la ceguera de cada uno puede tener. En tren de asociaciones, éstas podrían ser infinitas. Así, la imagen picassiana del caballo podría ser una denuncia del “exterminio bíblico del Diluvio”. Sin embargo, como las fijaciones se van haciendo más intensas, y también más extensas, Picasso cae en la volteada. León Ferrari se pregunta: ¿cómo pudo hacer de la paloma bíblica del Diluvio, “ese primer genocidio”, un emblema de la paz? “Las tradiciones religiosas invaden el mundo agnóstico y ateo”: Picasso, infiltrado por el Occidente cristiano y capitalista. León Ferrari, en cambio, sí nos indica cuáles son las imágenes no contaminadas. Literalmente esto ya resulta un pensamiento prediluviano.
Otorga a las obras de los pintores religiosos la calificación de “indudablemente muy bellas”, una valoración meramente esteticista. Se olvida de que son bellas porque también son fuertes y comprometidas, e incluso aún mejores que el Guernica de Picasso. “Quieren el Infierno, bueno ahí lo tienen”, parece decirnos El Bosco, y sobre todo decírselo a él mismo, siendo esto particularmente valioso: enfrentarse a su propio infierno. De esto y no de otra cosa se trata enfrentarse a los propios demonios, que por ejemplo el mismísimo beato San Antonio tenía prohibido y se había prohibido –por religión– mirar (obsérvese cómo en ninguno de los cuadros de las Tentaciones el Santo mira a los demonios sino tan sólo a la gracia divina).
Mirar era considerado ceder a la curiosidad y por lo tanto a la tentación y al pecado. De ahí la reclusión del eremita: no ver, no oír, no hablar, no luchar. Ellos, los pintores, aunque en los tiempos del artista el fin moralizante justificaba los más atrevidos medios figurativos, les dieron forma, los miraron y los fabricaron, los enfrentaron. Los hicieron nada menos que protagonistas del cuadro. Precisamente no son mediums, son pintores. Ese es el filo de su herejía. De eso sabían los líderes religiosos y políticos, que no siempre aceptaron esto de buen grado. El Bosco mismo (y también Bruegel) ha sido considerado herético, aunque es cierto que estas interpretaciones no son las más apropiadas y son un tanto forzadas, pero no por lo que figura en sus cuadros sino por los datos biográficos que nos muestran a un pintor teólogo y moralizante. Pero así y todo su pintura en sí no transmite eso: da para innumerables conjeturas, incluso las más opuestas, y es realmente muy compleja aun en sus simbolismos, algunos hasta hoy no desentrañados.
Pensemos en el Jardín de las delicias y su lujuriosa “Cabalgata del deseo”, que no puede haber sido pintada sin el más ferviente deseo sexual, visible en cada grano del lienzo. ¡Vaya a saber para qué la tendrían colgada Reyes, Papas, súbditos! ¿Que el panel izquierdo del “Infierno” viene a castigar eso? Bueno... creo que El Bosco no estudió mucho marketing. Si ese Infierno, luego de ver lo anterior, lo ve un sadomasoquista, aun ateo, se hace una fiesta. Stalin hubiera fusilado a más de uno que pintara con tanto amor y fervor los vicios burgueses. Veamos a Minos en el Juicio final de Miguel Angel, que mientras espera y juzga a los condenados disfruta de la fellatio que le hace la serpiente. En fin, se puede abundar mucho más.
Los demonios han sido escritos con la mirada, en nuestros cuerpos, por El Bosco, Grunewald, Brueguel y tantos otros, así como la angustia la ha escrito El grito de Munch. Esa es su valentía, audacia y revolución. Al lado de esto la revolución verbal de León Ferrari contra este arte es mínima y no se condice con el valor de su obra (la de Ferrari) ni con su hacer como artista.
Hay mucho que aprender de los llamados clásicos, y no justamente por su buena factura, su arte de la perspectiva, sus veladuras, y cuantas sandeces esteticistas más, sino por lo que con su actitud de meter la pala hasta el fondo nos han dado a ver. Por cómo nos han comprometido la mirada y el cuerpo de ahí en más.
Plantear que una obra de arte tuerce las mentes humanas, las aliena, les mete engaño y falsedad... esta segunda mirada que nos propone como más profunda y verdadera es en verdad una mirada moralizante, teológica y propagandística. Es ver bastante retorcidamente la cuestión. A los creyentes lo que sí los aterrorizó y con razón es la Inquisición, no el Infierno de Dante, porque en el Infierno dantesco no está en juego su creencia religiosa sino su profundidad ética.
En verdad no sabemos qué efectos puede realmente haber tenido el arte religioso sobre los pueblos en aquellos años, pero suponerlo opresivo es en principio aventurado. Opresivo es el poder. Y el arte que fue absorbido por el poder no produjo nunca nada de interés (realismo socialista, la pintura hitleriana, por ejemplo). No hay por qué no suponer, por el contrario, que gran parte del arte religioso también es efecto de una opresiva cosmovisión que era necesario de alguna manera expulsar. La gran mayoría de estos pintores tenía una visión pesimista y torturada del hombre y su mundo. En Miguel Angel esto bien lo documentan, por otra parte, sus cartas y notas. Bien puede haber tenido un efecto liberador –todo arte lo tiene después de todo–, operando desde dentro mismo, mostrando y expulsando lo terrorífico y culpabilizante de este universo simbólico, en las difíciles condiciones de una época en que, pese a los cambios renacentistas, el pensamiento religioso todo lo recubría. Más bien entonces, podemos inclinarnos a pensar que puede cumplir idéntica función a la de los sueños en el hombre, aun sus pesadillas más terribles.
Reclamarles una pintura de denuncia suena extemporáneo. Justamente el hecho de que no haya habido Guernicas debería hacerle reflexionar a León Ferrari que las cosas surgen en la época en que pueden surgir, cuando ya el pensamiento no es monolítico. Eran religiosos, todo el mundo lo era, aun los que se oponían a la Iglesia, seguramente convencidos en sus principios más genuinos, pero de tal manera –lo prueba su arte, que por eso es arte– que no le daban vuelta la cara al conflicto que está en ellos mismos, y en varios de ellos con el poder terrenal.
Ahí están entonces Miguel Angel, los cuerpos y la sexualidad, que es casi el centro de su obra, censurada por la Iglesia, su Juicio final y las últimas Piedades totalmente informes, Tintoretto y sus brutales pinceladas religiosas, el “somos como los locos y los poetas...” del Veronés en el juicio ante la Inquisición por su indigna, irreverente Ultima cena, la condena de Dante al infierno de los papas Bonifacio, Nicolás y Clemente a un mayor sufrimiento que el de una licuadora de León Ferrari, su “no condena” del amor adúltero de los ya condenados Paolo y Francesca, los versos profanos de San Juan de la Cruz preso por la Inquisición. Ahí están sus y nuestras revoluciones. Revoluciones que hacemos nuestras porque nos llevan a un hacer en el que imprimimos nuestro sello.
Una obra es creíble por el latido que conlleva y eso hace que antes que lo que representa sea otra cosa. Y lo decía el socialista Malraux con respecto a Cimabue. Esa es su belleza, no desligada ni del tema ni de la relación de estos pintores con la obra. Aquí es donde se opera la coherencia estética y ética que reclama León Ferrari, no en lo que declama el pintor, en sus creencias o posiciones partidarias. La verdadera revolución se opera allí y no en propagandas, que a esta altura ya deberíamos saber todos que sólo tienen el efecto de hacer un ejército pobre, que se agota en su propia victoria cuando la tiene. El punto de partida artístico puede ser religioso, comunista, fascista, racista, el de las carmelitas descalzas o el que se quiera. Poco importa. Los comunistas italianos se preguntaban con admiración cómo podía ser que Vittorio De Sica, demócrata-cristiano afiliado, podía meter la mano tan a fondo en la realidad italiana. Cuando la motivación es genuina, incluso desde algún lugar de desconocimiento, porta una verdad. Por ello las obras perduran, son bellas, y nos siguen emocionando. Sus pinturas siempre se están pintando. Van más allá, abren a un enigma porque pegan en ese plexo fantasmático que como sujetos nos constituye y que no tiene que ver con posturas ideológicas, religiosas, políticas. Justamente las construcciones ideológicas o religiosas, cuando penetran, “saben” dar en la tecla de los fantasmas de la humanidad. Mostrarlos, más allá de la intencionalidad de cada quien, es un primer paso para atravesarlos.
Moraleja inversa: un pintor centroamericano (posiblemente Guayasamín, comunista ferviente y de una pintura netamente propagandística) pinta a un negro azotado por un terrateniente a caballo. La compra precisamente uno de estos terratenientes e invita al pintor (ante su asombro) a cenar con la obra ya colgada. El pintor le pregunta en determinado momento qué es lo que lo atrajo de su pintura. Le contestó que efectivamente así hay que tratar a los negros.
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