Domingo, 18 de septiembre de 2005 | Hoy
FAN > UN ESCRITOR ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA
Por Roberto Fontanarrosa
Ya había fracasado el último y masivo ataque a El Hormiguero, la colina fortificada por los alemanes con miles de trincheras que le daban el aspecto, precisamente, de un hormiguero. Ya, el Alto Mando francés había fusilado a tres de sus soldados, elegidos por sorteo, para escarmentar a la tropa por su presunta cobardía y descargar en ella la responsabilidad de la derrota. Ya Kirk Douglas, designado sumariamente para ser abogado defensor de esos tres infelices en la farsa de juicio que los llevaría ante el pelotón de fusilamiento, había reputeado largamente a uno de los generales dejando en claro que la culpa era de los oficiales superiores y no de la tropa.
Kirk, en riguroso blanco y negro, algo ridículo en su corta estatura por los pantalones abombachados sobre las botas acordonadas y altas, el mentón siempre agresivo al frente, ajustado el pecho prominente por los correajes del uniforme, masticando bronca bajo el casquito chato francés de la Primera Guerra, camina ahora entre el caserío que hace de Cuartel General de los franceses.
Escucha, entonces, gritos y risotadas que llegan desde la cantina. Entra, y allí están sus soldados, numerosos, ruidosos, sucios, marchitos y sobrevivientes. Se adivina un clima denso de humo y olores agrios a transpiración, ropa mojada y miedo en ese salón que no es muy grande y permanece cerrado para que no entre el frío que hace afuera. El cantinero se sube de pronto a un pequeño escenario y presenta a una chica alemana, apenas adolescente, anunciando que va a cantar. La chica es casi transparente de pálida, luce asustada, tímida, sin gracia y está demasiado vestida de aldeana para el gusto de la soldadesca que quiere más culo y mejores tetas. Ella empieza a cantar, a capella, en alemán, con una voz mínima y quebradiza. Al principio, sólo se la ve mover los labios, pero no se la oye, tapada por la gritería de los soldados que rugen y protestan, se ríen y la rechazan golpeando con sus vasos de metal sobre las mesitas de madera. Pero ella sigue, resiste, sigue cantando. Poco a poco su voz chiquita y clara se va infiltrando entre el quilombo que arman los soldados. La canción es simple, lenta y tristona, y nunca supe cómo se llama, tal vez “Madeleine” o “El fiel húsar”. Pero lo cierto es que los soldados se van callando. Poco a poco se van callando. Tiznados, embarrados, barbudos, ojerosos, al fin escuchan en silencio y luego, lentamente, trémulos, tensos, se rinden, se entregan y empiezan a unir sus voces a la de la chica. Algunos no cantan, sólo escuchan, tragan saliva, aprietan sus cigarrillos, parpadean repetidas veces. Los que cantan lo hacen en voz baja, como si fuera un himno o un responso.
Kirk Douglas, que ni siquiera ha llegado a sentarse, abre la puerta de la cantina y se va. Cuando cierra la puerta detrás suyo el canto de sus hombres se apaga casi por completo.
Es el final de La patrulla infernal, de Stanley Kubrick.
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