Lo más probable es que dentro de años, Darkroom sea una de esas obras devenidas míticas por la falta absoluta de registro objetivo de lo que pasaba ahí adentro y la pasmosa heterogeneidad de los relatos de los pocos que la experimentaron. Habitación a oscuras, habitada por seres desconocidos y a la vez familiares, en la que se entra a solas y apenas con una cámara infrarroja para orientarse, la obra de Roberto Jacoby parece un enigma de significados tan múltiples y atávicos como la guerra, la soledad, el miedo, las sociedades, lo extraño y lo desconocido.
I
Nadie sabe exactamente qué es Darkroom. Ni aun los que han entrado. Se sabe que es una performance para un único espectador, que se entra a un cuarto oscuro como pozo ciego con una cámara con visión infrarroja en la mano, que adentro hay performers que llevan máscaras –cabezotas como Teletubbies–, que ellos no pueden ver y que hacen cosas (así de vago) y que uno elige qué mirar y al hacerlo se pierde las demás acciones. Hasta ahí lo que se sabe, lo que se da por seguro, lo que se lee en el prospecto. Después está lo que se dice. Dicen que es una experiencia imposible de transmitir, absolutamente intransferible, que es una obra que se mira con la nuca, que no se ve nada, que con lo que se ve basta y sobra, que es como un videojuego, que recuerda a Carretera Perdida de David Lynch, que te sentís un hamster en un laboratorio, que da morbo, que da placer, que si entrás con demasiada información no funciona, que es más teatral que visual, que es extrañamente familiar, que no es para tanto, que es genial, que no te mueve un pelo, que es una experiencia, como mínimo, perturbadora. No hay dos relatos iguales. En privado, muchos admiten que, si uno realmente logra suspender el descreimiento por los tres minutos que dura la visita (minutos que se estiran como fideos de plastilina) lo primero que se siente al entrar a Darkroom es miedo, un miedo primitivo, cuiqui dicen los más tímidos.
II
Darkroom es por sobre todo una obra hecha a partir de los comentarios de los pocos iniciados que han podido entrar y, en ese sentido, es un producto típico de Roberto Jacoby. Entronca con aquella idea llevada a cabo en 1966 por el grupo Arte de los Medios de Comunicación (Jacoby, Escari, Costa) de hacer “una exposición que fuera sólo el relato de una exposición”. Porque Darkroom no sólo vive de lo que la gente cuenta sino que crece y se automitifica con cada uno de esos cuentos. Pero es además el último experimento, y sin lugar a dudas el más turbulento, en una larga cadena de ensayos con nuevas comunidades. No sólo porque como buena parte de los trabajos de Jacoby, éste se empeña en construir no tanto objetos como situaciones, sino porque, como Reinaldo Laddaga lúcidamente explica en el libro editado por Belleza y Felicidad, Jacoby orienta su práctica a “exponer la vida observada”. Es una constante que atraviesa buena parte de sus creaciones: el Proyecto Bola de Nieve: una red multimedia de artistas y no artistas; el laboratorio de arte y tecnología Chacra 99; la revista ramona; el proyecto Venus; o sus recientes Sociedades Experimentales. Cada una, a su forma, ha sido concebida como un caldo de cultivo para la formación de comunidades que se desvían de los modos habituales de la vida cotidiana. Y Roberto Jacoby las construye y las estudia un poco como el otro Jacoby, el Dr. Jacoby, estudiaba a la población acotada y discreta y absolutamente desviada de Twin Peaks.
III
Darkroom es a Roberto Jacoby lo que el submarino Nautilus al Capitán Nemo: una forma de explorar un espacio nuevo, pero también una manera de establecer una ecuación entre epistemología y tecnología, conocimiento y seguridad. El imperio submarino del Capitán Nemo es un archivo de información cruda (media novela está dedicada a listar los fenómenos observados) que es guardada dentro de la nave, más precisamente en un museo que exhibe en vitrinas todo lo recolectado. En esa habitación hay además un deck de observación desde donde Nemo mira el océano como un flâneur mira las calles de su ciudad. Hay en Darkroom algo de esa sensación de laboratorio subacuático desde donde se pueden observar otras formas de vida. Y como en un submarino, uno mira y a la vez vigila un espacio que le es ajeno y que sólo se puede conocer mediante aparatos tecnológicos (más que nunca la visión se vuelve artefacto). Hay varias alusiones al agua o a otra atmósfera: la forma lenta y antigravitacional en que se mueven los performers, el pez boyando en la sala de espera, y el silencio. Jacoby asegura que Darkroom tiene una banda de sonido. Lo curioso es que nadie parece haberla escuchado. Adentro reina el más completo silencio, uno acolchonado, ese que se escucha adentro de una escafandra. El Nautilus llevaba el lema Mobilis in Mobili (móvil en lo móvil), una definición aplicable a la experiencia desestabilizadora que produce Darkroom. Porque curiosamente allí dentro el terreno parece haber perdido consistencia, el piso se siente gelatinoso, el espacio no es más que un agujero negro, la visión, que escruta los rostros como paisajes lunares, es por sobre todo torpe, como la de un bebé en sus primeros meses de vida, tratando de ajustar los músculos del ojo a las cosas que lo rodean.
IV
Quizá sea la neurosis de guerra, esa que hace que veamos en el vuelo de los pájaros un signo de peligro, pero Darkroom abre también un espacio de paranoia. La falta de información, la pérdida de coordenadas y de equilibrio y la inseguridad del terreno, vuelve al público especialmente susceptible: no se sabe cuánto mide la habitación, ni cuántos performers hay adentro, ni mucho menos qué están haciendo. Después hay detalles concretos: la visión nocturna que remite a la guerra, las azafatas que llevan uniformes, la sala de entrenamiento, la baja calidad y el color amarillo azulado de las imágenes que recuerda a las de Abu Ghraib. Todo eso junto e indefectible (aun cuando Jacoby no lo haya buscado), el espacio de Darkroom resuena a conflicto bélico, o más precisamente, a un estado de guerra permanente pero sin declarar.
V
A comienzos del siglo XX un botánico holandés, Hugo De Vries, realizó experimentos con flores y probó que una nueva especie podía originarse en un único gran salto. De Vries denominó mutaciones a estos cambios repentinos y a los organismos que exhibían estos cambios, mutantes. Hasta ese momento, un mutante era un ser sin historia. No tenía pasado, ni progenitores, ni linaje. Señalaba la presencia de una forma afuera del paradigma darwiniano donde cada especie era el producto de cambios graduales y pequeños, subordinados al criterio de selección natural. De Vries demostró que el mutante no era un callejón sin salida, sino que por el contrario tenía el potencial para propagarse. Los cabezones de Jacoby, entre larvas, muñecos de nieve y bebes gigantes, tan absortos en sus simples tareas, parecen formar parte de una nueva especie. Son seres que resbalan por la más espesa niebla, sus cabezas convertidas en algo desmesuradamente grande como una colina. Están empezando a organizarse lentamente. No pueden ver, ni hablar, pero dicen que entre ellos ya han comenzado a reconocerse por el olor.
VI
En la Antigua Grecia, Artemisa era la diosa del mundo salvaje, de las bestias, las plantas, las tierras baldías más allá de las tierras cultivadas, las regiones donde los ríos desbordan y las aguas estancadas crean un espacio que no es ni seco ni mojado. Son los confines, las zonas limítrofes donde se establece contacto con el Otro. Artemisa, que también llevaba una máscara, representa, más que ningún otro dios, la capacidad de integrar y asimilar lo que es foráneo. Darkroom, que por momentos parece retroceder desde un conocimiento positivo hacia uno habitado por el mito y la religión, nos pone cara a cara con la alteridad, con la extraña sensación que proviene de presenciar algo que de tan ajeno resulta familiar. Más tarde, al observar las filmaciones desde la seguridad de las cabinas, vemos a todos esos seres que como espermatozoides flotan, chocan, rebotan, se acarician. Y sean lo que fueren, como nosotros, están tan desoladamente a la deriva que dan ganas de llorar.