NOTA DE TAPA
Antes de convertirse en una estrella mundial con El señor de los anillos, Viggo Mortensen filmó durante años películas de culto e hizo papeles minúsculos en películas de los estudios pero, grande o chica, todas sus interpretaciones han sido notables. Ahora, cuando se da el lujo de aparecer con la camiseta de San Lorenzo en la tapa de Vogue y de elegir qué hace y cuánto cobra, no ha perdido las mañas: financia su propia editorial, publica a intelectuales norteamericanos de izquierda y es criticado por sus opiniones políticas. De paso por Buenos Aires para presentar Una historia violenta, habló con Radar sobre esta película de David Cronenberg con la que demuestra una vez más cómo ser célebre, inteligente y buen tipo al mismo tiempo.
› Por Mariana Enriquez
Apenas se le nota en fotos y menos aún en pantalla gracias al maquillaje, pero Viggo Mortensen tiene una cicatriz impresionante en el labio superior. Tan honda y oscura que parece reciente. Pero no es un souvenir de El señor de los anillos. “La historia de la cicatriz no es glamorosa. Bueno, a lo mejor un poco por el atuendo”, cuenta en ese castellano ralentizado y un poco robótico que habla. “Me lastimé en una fiesta en la St. Lawrence University, a los diecisiete años. Estaba muy borracho, disfrazado de David Bowie en la época de Aladdin Sane. Me llevé un alambre de púa por delante. Dicen que me colgaba el labio, yo no me acuerdo. Ni me anestesiaron para coserme, pero eso tampoco fue heroico. Estaba borrachísimo.”
Cuando se ríe, es casi el único momento en que se le notan las arrugas, o más bien las marcas de gesto. A los 47, Mortensen es una especie de milagro de la genética: parece por lo menos diez años menor. Su aspecto agrega a la confusión general sobre el Personaje Mortensen, que es de verdad extraño. Entre su berretín de mate y San Lorenzo –que lleva a todas partes, no sólo a la habitación del Hotel Intercontinental, donde recibe a la prensa argentina, sino también a Cannes y a las entrevistas de GQ y Vogue– y su gentileza y tranquilidad mezcladas con un sentimentalismo melancólico que resulta incongruente con ese rostro nórdico, inexpresivo, fríamente bello, resulta tan encantador como inabordable.
Y también es difícil decidirse sobre quién es Mortensen si se piensa en su carrera. En pantalla, fue héroe épico (El señor de los anillos, Océano de fuego, pronto Alatriste), pero también héroe de acción de encarnación castrense (Marea Roja, G.I. Jane). Claro, a esa cara dura le sienta el pelo cortísimo y el uniforme. Pero también es ideal para hippie idealista (A Walk on the Moon, con Diane Lane), villano (Un crimen perfecto, fallida remake de Hitchcock con Michael Douglas y Gwyneth Paltrow), fracasado (el paralítico degradado en Carlito’s Way de Brian De Palma) y oveja negra con síndrome de estrés post-traumático (Bajo la misma sangre, el excelente debut cinematográfico de Sean Penn donde se luce en una actuación injustamente olvidada). Hasta fue el Diablo en una bizarra secuela de La profecía, donde, con barba y pelo largo, se comía un corazón. “A veces, cuando se termina el dinero, uno hace la película que le ofrecen”, dice, encogiéndose de hombros. “Ahora puedo elegir, pero no siempre fue así.”
Sin embargo, es fácil intuir cuáles son las películas que siempre soñó hacer. Comenzó su carrera en Testigo en peligro de Peter Weir, donde no decía una sola palabra. Poco después conoció a la admirada diva del punk Exene Cervenka, líder de X, citada en Menos que cero de Bret Easton Ellis, a quien conoció durante el rodaje de una película inconseguible, Salvation! Se fueron a vivir a Idaho, y el ambiente punk de Los Angeles rezongó porque su mayor estrella se había ido al medio de la nada con “un campesino rubio”. El retiro duró poco, y la pareja bohemia volvió a Los Angeles y a la ética del “hazlo tú mismo”. Ahora, millonario, Mortensen está contento porque la fama le permite expandir su editorial independiente, Perceval Press, que publica libros de arte, fotografía y, últimamente, ensayo político. Lo apasiona mucho más hablar de eso que de El señor de los anillos. No es extraño, entonces, que alguien así esté encantado de haber trabajado con David Cronenberg. Cuando habla de Una historia violenta, parece un chico con un sueño cumplido.
¿Por qué fue tan especial trabajar con Cronenberg?
–Porque es un inconformista que toma riesgos. Y lo hace mejor cada vez. Le interesan la vida y la complejidad de las relaciones humanas, y por eso hizo una película interesante y complicada. Al principio, Una historia violenta parece muy sencilla: la fotografía, el relato, la actuación, la música, todo es bastante convencional. Pero, como siempre pasa en el cine de Cronenberg, cuando destapa y demuestra lo que hay debajo de esa superficie de cortesía, es casi el mejor para demostrar lo raros que somos los seres humanos. Y es así deliberadamente. Cronenberg es un fanático de los motores, solía ser corredor de autos y es uno de los directores que mejor maneja las cuestiones técnicas. Te cuida durante el rodaje y también cuando monta la película. Tiene un ritmo casi perfecto: es como un músico. Y busca reacciones en los actores: muchos directores no van en busca de eso, y si lo consiguen después no lo aprovechan.
¿Y es una persona fácil?
–Muy fácil. Es muy normal dentro de lo que cabe. Y muy divertido, con un humor negro graciosísimo, que me va bien. Nos dio mucha libertad, manteniendo una estructura de guión muy rígida. No es paranoico. No sólo como director sino como persona. Tiene una seguridad y una confianza en sí mismo que es contagiosa y es positiva; no es “yo lo sé todo y ustedes se callan”. Y fue muy cuidadoso en el casting: yo no conocía a William Hurt ni a Ed Harris, pero resultó que eran parecidos a Cronenberg y a mí. Les gustó hablar antes del rodaje, nos inventamos una historia en común, y a fondo: cuando ves esas escenas juntos, debajo de lo que se dice y entre las palabras, en los ojos, se ve que los personajes se conocen y tienen una historia. Se puede trabajar sin hablar, y suele salir bien. Pero da más gusto cuando es posible esa comunicación.
La película tiene mucho de western. ¿Lo hablaron?
–Mucho. No sólo los temas del hombre condenado o la redención imposible, típicos del western... Hablamos mucho de A la hora señalada, la película con Gary Cooper, que es muy diferente, pero se estrenó en un período muy parecido al actual en Estados Unidos, conservador, con una superficie cromada y por debajo grandes tensiones. Era una película con problemas y preguntas, y también parecía muy normal, de género, con un actor conocido. Fue una película muy subversiva y creo que ésta también lo es. Porque es aparentemente de género, pero al rato te das cuenta de que es algo más. Es terreno conocido, te deja entrar y de pronto quedás confundido y desubicado.
¿Y dónde está lo monstruoso, tan habitual en Cronenberg?
–Depende del punto de vista, pero puede ser en esa normalidad del principio. La familia Stall es monstruosa, porque es demasiado normal. Ese esfuerzo de que todo funcione bien, de cuidarse... siempre hay un jueguito de poder. Hay mucho debajo de lo que uno aparenta ser como padre, como pareja, como hijo. El esfuerzo por ocultarlo es inquietante.
También son inquietantes las dos escenas de sexo, la primera tan juguetona, la segunda tan brutal...
–Si juntás las dos, es un cortometraje muy interesante, al estilo Escenas de la vida conyugal de Bergman. Otro director lo hubiera estropeado, como hubiera estropeado las escenas violentas haciendo grandes despliegues de sangre. Cronenberg aprovechó la oportunidad de mostrar el juego psicológico, que es normal en una relación de pareja. Siempre hay un manejo de poder y de control. Y sobrevivimos, no es malo. No es malo que una persona tenga secretos. Ni siquiera a una persona que conozco muy bien le cuento todo lo que pienso. Nunca. Y los que cuentan todo... a veces son divertidos, uno se entretiene, pero no querés pasar todos los días con ellos.
¿Se lastimaron en la escena de sexo?
–Bastante, los dos. Por la escalera. Maria Bello se lastimó más que yo. A mí sólo me mordió la boca, pero ella casi se desgarra la espalda. Fue muy valiente, muy brava; sin esa actitud feroz de Maria no lo hubiéramos conseguido.
¿Y Cronenberg cómo se portó?
–Ah, él se ríe todo el tiempo.
Hay varias películas excelentes con Viggo Mortensen que quedaron en el olvido o ni siquiera tuvieron estreno comercial. Hace muy poco que se reeditó en DVD Bajo la misma sangre, brillante y sincera; es impecable su trabajo en Retrato de una dama de Jane Campion; y son casi imposibles de conseguir dos joyas siniestras llamadas The Reflecting Skin (1990) y The Passion of Darkly Noon (1995), del escritor británico Philip Ridley, ejemplos casi únicos de gótico sureño en cine; la primera en particular es sencillamente aterradora. “Son películas muy interesantes, que tuvieron cierto éxito crítico, pero si las hubiera hecho ahora...”, medio se lamenta. “Fueron baratísimas, se filmaron muy rápido, y fue difícil para Philip; él es un artista original. Ahora, el público y los críticos se han acostumbrado a ver películas extrañas, pero entonces nadie las comprendió. Ni siquiera se estrenaron en cine y todavía dan miedo. Ridley trabaja distinto de Cronenberg, pero tiene la capacidad de crear un ambiente que atrae y repele a la vez, que involucra. Además, ahora serían más interesantes aún como comentario de la sociedad norteamericana y su aislamiento.
También trabajaste con Gus van Sant y Sean Penn...
–Yo reivindico la remake de Van Sant de Psicosis, como ejercicio. Es un trabajo obsesivo, la literalidad buscada de esa remake me interesa. Tengo un papel pequeño, pero me gustó trabajar con él, es un hombre inteligente, con un sentido del humor raro y divertido. Con Sean Penn fue un trabajo casi artesanal; es una película muy distinta de todas las otras, un homenaje al cine de Hollywood de los años ‘70.
Hace poco, como Sean Penn, Viggo Mortensen tuvo mucha prensa por temas diferentes a su trabajo como actor. En agosto visitó el campamento de Cindy Sheehan, la madre de un soldado muerto en Irak que protestó frente al rancho de George W. Bush en Texas. Años antes estuvo en el programa de Charlie Rose con una remera que decía “No More Blood For Oil” (“No más sangre por petróleo”); desde entonces, desde el sitio de su editorial, percevalpress.com, postea noticias relacionadas con la política norteamericana, y publica libros de ensayo político como Twilight of Empire: Responses to Occupation, con prólogo de Howard Zinn, el más célebre intelectual de izquierda de Estados Unidos después de Noam Chomsky.
Tu editorial vende remeras que dicen “Impeach, Remove, Jail” (“Enjuiciar, Remover, Encarcelar”).
–Las pinté para usar en una lectura de un libro de Howard Zinn, donde participó mucha gente, él incluido. Yo leí en español a Fray Bartolomé de las Casas, y otras cosas en inglés. Mucha gente me la pidió, y la dupliqué. La vendemos lo más barato posible. No ganamos nada, perdemos creo, pero es lo que hace falta. Es ridículo lo que pasa en Estados Unidos, todo el mundo lo ve; por suerte la gente se está dando cuenta. El 62 por ciento de los norteamericanos ya no le cree a Bush, según leí. En cualquier otro país habría nuevas elecciones, o lo echarían, pero eso no va a pasar. Todos los gobiernos mienten, tiene que ser así. No hay que ser ingenuo. Pero la administración Bush batió todos los records de des- honestidad. Son unos artistas esos tipos, el manejo de la información que ejercen es increíble, son genios, igual de buenos o mejores que los nazis. Y lo hacen descaradamente. Espero que no puedan cambiar la tendencia de desconfianza de la gente. Ojalá, porque son unos tipos peligrosos, amorales, que no tendrían problema en crear otra guerra en septiembre del año que viene, antes de las elecciones, para despistar.
Te critican mucho por hablar de política.
–Claro. Yo no suelo mezclar el arte y la política, no me parece necesario, aunque sí creo que están relacionados. Sólo me parece que la obra habla por sí sola. Pero a veces hay paralelos y momentos en la historia donde hay que hablar y decir la verdad. No decir una cosa que sabés o creés que es la verdad, es complicidad. Y sí, te aplastan, se burlan. Siempre pasó, fue así con Vietnam, con la Guerra Fría. Dicen: “Usted es un actor, un artista, no gobierna, no está en el Congreso, no tiene por qué opinar. Nosotros mandamos, sabemos, estamos enterados”. Pero la democracia se basa en que todos tenemos derecho a opinar, y si la cosa no funciona, tenemos derecho a decir que no nos gusta y echarlos. Eso no va a ocurrir. Pero, si quiero, puedo hacer una remera.
Hace una semana, Viggo Mortensen estuvo en el programa Late Show with David Letterman presentando Una historia violenta. El anfitrión le preguntó por su infancia argentina –que en Estados Unidos resulta el colmo de lo exótico– y Mortensen, sinceramente obsesionado, le habló de San Lorenzo. Pero después ofreció una pequeña anécdota sobre cómo fue crecer con su papá en el campo chaqueño: “Vivimos en Buenos Aires, pero sobre todo en el Chaco, donde aprendí a cabalgar con mis tres hermanos. Mi padre, que es danés y hombre de campo, nos llevaba a pescar y a cazar. Yo disparé por primera vez, con escopeta, a los tres años. Es uno de mis primeros recuerdos. Me llevó a cazar patos, no tuvo suerte, y cuando ya nos íbamos, creo que para divertirse un rato, me preguntó si quería matar un pato yo. Estaba oscuro y me dijo: ‘Vas a escuchar pasar la bandada por sobre nosotros. Entonces dispará’. Se puso la culata en el hombro y me sostenía entre sus brazos, si no la escopeta me habría hecho volar por los aires. Pasó la bandada, disparé y pum, cayó un pato muerto. Mi papá estaba tan shockeado que no me detuvo cuando me metí en la laguna a sacar el pato muerto. Hacía mucho frío. El se dio cuenta, me siguió, gritando, y me sacó del agua. Caminamos un par de kilómetros, me acuerdo que yo temblaba, estaba empapado, y tenía al pato en la mano. No lo quería soltar por nada del mundo. En una chacra, una familia prendió la estufa y me secaron un poco el cuerpo; la ropa estaba empapada. Mi papá me llevó a casa desnudo, en una toalla. Cuando llegamos, mi mamá no entendía nada. ‘¿Por qué el nene está azul? ¿Por qué está temblando y desnudo? ¿Por qué tiene un pato muerto en la mano?’. Decidió darme un baño de agua caliente para que no me enfermara y yo no quería largar el pato. Ella rezongaba, pero mi papá la convenció de que me dejara tener el pato. Así que me bañé con el pato muerto en la mano, me dejé secar con el pato muerto, cené sin soltar el pato y finalmente me dormí abrazado al pato muerto en la cama. Cuando me desperté, ya no estaba. Le reclamé a mi mamá y ella dijo que lo íbamos a comer a la noche, porque se iba a pudrir. Creo que no entendí mucho. Pero bueno, ésas eran las cosas que me pasaban en Argentina con mi papá”.
Pronto se estrena Alatriste, la adaptación de la novela de Pérez-Reverte, en la que hablás en español antiguo. ¿Cómo te sentiste?
–Fui un mes antes para practicar, no sólo el idioma sino el tema de las espadas. Porque, claro, no es el mismo estilo de pelea que en El señor de los anillos. Eso me salió fácil. Con el idioma... aunque me sentí cómodo y pensé que lo hacía bien durante el ensayo, lo que más me costaba era el ritmo, la pronunciación. La música del español es completamente diferente a la del castellano argentino. Vi una muestra de tres o cuatro minutos, y oírme hablando así me pareció extrañísimo. Espero que funcione, no sé, es raro. Yo era el único que no era español, y hago el papel principal, que se conoce bien porque los libros de Arturo Pérez-Reverte son muy famosos en España. No quiero decepcionar a la gente, pero sobre todo a mí mismo. Yo creo que va a ser una gran película y va a tener éxito en España, pero me gustaría saber si va a funcionar en Estados Unidos. Es importante en España porque al Siglo de Oro lo aprendés en la escuela y por supuesto de él todavía se ocupan los académicos, pero la historia la contó el imperio siguiente, el inglés. Y Hollywood, en menor medida. Por ejemplo, en una película como Elizabeth, que es muy buena, el personaje del español es un chiste, un cliché gordísimo. La gente piensa que fue así, todo oscuro, de negro, la Inquisición y los lugares comunes. Pero la verdad es que, en ese período, por cada Shakespeare había cuatro genios literarios en España. Y genios de la pintura insuperables. Pero está casi borrado. Puede ser interesante para el público hispanoparlante en todo el mundo, y en Estados Unidos puede funcionar como art film; pero veremos, porque en Los Angeles el 60 por ciento de la gente es hispana. A lo mejor nos va bien.
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