› Por Alan Pauls
En una de las primeras escenas de Una historia violenta, la hijita de Tom Stall, desvelada en plena noche por una pesadilla, despierta a los gritos a toda la familia y la obliga a comparecer a su lado para contar, para librarse de la película de terror invisible que acaba de sobresaltarla. “¡Me perseguían monstruos de sombra!”, protesta. Su hermano, de una generosidad alarmante para alguien que viene de ser arrancado de la cama por una mocosa malcriada, le da la receta para ahuyentar a sus perseguidores: “Prendé la luz”. Pensada retrospectivamente, después de asistir a la trayectoria de luces y sombras que lleva a los Stall del estereotipo de la felicidad pueblerina al infierno de una violencia virósica, la escena define rápidamente cuál es el verdadero género –más allá, más acá, por debajo del que cita más explícitamente: el western, o más bien la descendencia noir del western tal como la codificó Jacques Tourneur en Out of the Past– del nuevo film de David Cronenberg: Una historia violenta es una película de monstruos. Como todas las ficciones de Cronenberg, por otro lado.
Sólo que aquí, a tono con la tramposa fachada anodina que asumen los films por encargo cuando caen en manos de este canadiense depravado, el monstruo –Tom Stall, que en menos de lo que canta un gallo pasa de cantinero-ejemplar-que-ofrece-café-en-voz-baja a feroz pistolero múltiple– ya no es gráfico: no es el híbrido de insecto y hombre de La mosca, ni el vientre-vagina-ranura-de-videocasetera de James Woods en Videodrome, ni la aleación de máquina de escribir y cucaracha de Almuerzo desnudo, ni siquiera el travesti empolvado de M. Butterfly. Aquí, el monstruo es una invención puramente conceptual: encarnada en Tom Stall, es la idea de una singularidad excepcional –una criatura única– que se muestra de golpe y obliga a pensarlo todo de nuevo. (El monstruo, según Cronenberg –modelo de todos los monstruos posibles–, es el que cambia tan rápida y brutalmente que nadie a su alrededor, ni siquiera los más íntimos, los que pondrían las manos en el fuego por él, es capaz de reconocerlo. En ese sentido, el primer mutante de Una historia violenta es su actor principal, Viggo Mortensen, tan vertiginosamente transformado en estrella –monstruo sagrado– por El señor de los anillos como Tom Stall por su desempeño balístico en la cafetería.)
Aunque benigna (porque impide que dos villanos siniestros pasen a degüello a los inocentes empleados de la cafetería), la monstruosa primera intervención de Stall introduce un enigma aún más siniestro que el propósito de los killers: ¿de dónde saca un tipo tan común ese coraje, esa rapidez, esa puntería, todo ese asombroso savoir faire criminal? He ahí lo más monstruoso del monstruo: la historia que hace aparecer (tan instantáneamente que hasta parece inventarla) con sólo mostrarse. De ahí la decepción que produce la traducción del título original de la película, demasiado sutil, una vez más, para nuestros distribuidores: A History of Violence debería ser Una historia de violencia; es decir, al mismo tiempo, un “relato” de violencia, una “historia de violencia” –en el sentido que asume la expresión cuando se habla de los secretos antecedentes de brutalidad de, por ejemplo, un marido que se revela como golpeador– y también una historia de la violencia; una entre otras, sí, la que sólo un cineasta extremo como Cronenberg puede poner en escena sin temblar; una que elige presentar la violencia no como resultado de la historia, genealógicamente, sino como la partera de la historia, la que hace nacer la historia al manifestarse; no una violencia-efecto (condenada ya por la lógica banal con la que se la formula) sino una violencia-causa: activa, fundante, incluso deseada, deseable y hasta deseógena, como lo demuestra la escena de Tom y Eddie en la escalera. Es un gran momento del film, tan cronenbergiano como el leitmotiv de los zapatos y los pies desnudos y la idea de que todo héroe es al mismo tiempo una potencia y una herida, ambas radicales: apareándose salvajemente con el de la bestia, el cuerpo de la bella se vuelve monstruoso y la historia de violencia se reescribe en el único idioma que puede hacerle sombra a la hora de operar metamorfosis: el idioma del deseo. El mismo que Stall, acorralado por el pasado que vuelve, evoca al decirle a su mujer: “Cuando te conocí, me convertí en otra persona”.
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