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Domingo, 27 de noviembre de 2005

El padre

 Por Juan Sasturain

El librito de ochenta páginas carece de sello editorial pero tiene pie de imprenta de los talleres gráficos de Enrique Frigerio, de la calle Piedras al cuatrocientos, y en el lomo dice Buenos Aires 1934. En el reverso, abajo, impreso sobre la misma tapa, el precio: ochenta centavos. En el área del potrero es el primer libro del popular periodista deportivo Borocotó. Bajo el nombre del autor y entre paréntesis dice o aclara en cuerpo menor Ricardo Lorenzo, un extraño para la mayoría. Con tapa bicolor y viñetas interiores de Tomás García Escribano –un diestro plumista de estilo suelto, deshilachado– el librito estaba destinado a ser vendido en los kioscos, junto a los diarios y las revistas. Ese era su lugar, el espacio en el que el autor, colaborador habitual de El Gráfico desde años antes y durante muchos años después, sentía suyo. Precisamente, una notita recuadrada al pie del último de los treinta y seis breves textos aclaraba: “Los artículos que forman este volumen fueron publicados en la revista El Gráfico”.

En un prólogo de pocas líneas y sin título, el autor abría el paraguas: “Siempre que se comete algún error, conviene echarle la culpa a alguien. En este caso, son algunos amigos míos los culpables de que aparezca este libro”. Aclara después que ha hecho “una selección” de notas, prefiriendo “aquellas en que aparecen aspectos de la infancia futbolística”. Finalmente, tras manifestarse carente de pretensiones afirma que sólo “procura llevar a los hombres de ahora el recuerdo un tanto apagado de aquella niñez despeinada y sudorosa que no permitió creciera el césped en el potrero del barrio”. Y ahí, en esa declaración y ese léxico específico, ya está todo. Todo el libro y todo Borocotó.

Este fluido Borocotó –y enmascarado Ricardo Lorenzo– que así se comunica con un lector cómplice ya era muy famoso por entonces, apenas tres años después de iniciado el profesionalismo futbolero. Y lo sería mucho más después. De origen humilde, como periodista adoptó famosamente el seudónimo onomatopéyico que recogió de las llamadas murgueras de los tamboriles de su Montevideo natal –boro-cotó, chas-chás...– e inauguró con él una manera de contar y escribir absolutamente original, creó una forma y fundó una mitología perdurables durante décadas con dos vertientes.

Por un lado, las Apiladas, que le ponían semanalmente el moño a El Gráfico, eran pequeños textos estibados como rivales caídos al costado del gambeteador que los va dejando en el camino. Como el inmenso Ring Lardner pero sin su vuelo, Borocotó hizo allí de la anécdota deportiva sentimental y ejemplar –con futbolistas, ciclistas, corredores de autos, boxeadores famosos u oscuros– el lugar de la épica y el melodrama, el paso de comedia y la viñeta tragicómica. Por otro, y con el mismo registro, se inventó de memoria una edad de oro cachuza, una felicidad íntima, salvaje y verdadera. Los textos de En el área del potrero, con sus alevosos tics y flagrantes debilidades, son ejemplares al respecto.

Así, Borocotó es, en tanto cronista libérrimo de la infancia pobre y marginal, en gran medida responsable de la leyenda rioplatense del potrero (y de “la calle”) como espacio forjador de un tipo de futbolista atorrante, lírico e imprevisible propio de estas latitudes. “En Inglaterra los pibes aprenden a jugar al fútbol cuando van al colegio; acá, cuando no van”, escribió o dijo alguna vez, según recordaba el otro día Ezequiel Fernández Moores. Y el potrero viene con todo el folklore urbano del barrio pobre –que es el mismo del tango, claro–: el arco improvisado, la pelota de trapo, el vigilante represor, la madre sufriente y rezongona (la “vieja” del piletón tanguero), la casa de los ricos –mundo ajeno– y sobre todo la barra de pibes que son a la vez el equipo y los colores, con sus apodos salvajes –Pancongrasa, Dulceleche, Patecatre, Rompehuesos, Pellejo, Castaña, Chiflito– y la nena rea que no quiere crecer y “hacerse señorita”. En el área del potrero, en ese sentido, recoge esbozos de loque desarrollaría más largamente en El Diario de Comeuñas, modelo mitológico terminado.

Uno de los temas recurrentes de Borocotó en esta zona evocativa y personal es, además de la alevosa nostalgia y los atardeceres lila, el valor de seguir siendo el mismo, de conservar el pibe y el barrio pese a las circunstancias de tiempo y espacio; de irse y de crecer. La idea –el deseo, el ruego a “Tata Dios”– es poder volver. Estar siempre volviendo, tipo Troilo, si se quiere. La fidelidad en suma, a ciertas cosas tan palpables como indefinibles. Al respecto vale la pena citar el arranque de uno de los textos, Dejalo que tenga recuerdos, publicado –cabe recordar– hace setenta años. Dice así: “No te inquietes, viejita, porque tu pibe tiene un horizonte: el fútbol. No te amargues pensando en su lejano mañana. ¿Qué será de él? Lo que el destino quiera. Acaso crack, posiblemente cronista, quizás empleado nacional. Puede ser peor: diputado, por ejemplo”.

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