ARTE > CóMO NACIERON LAS PRIMERAS COLECCIONES PORTEñAS
Rastacueros avivados, burgueses pretenciosos, galgos de aristocracia fraguada, críticos viperinos: con un ojo en Europa y otro en la calle Florida, montado a lomo de una tilinguería desbocada, a fines del siglo XIX lo más pudiente de la Gran Aldea porteña decidió crear su propio mercado del arte. En Los dueños del arte (Edhasa), la historiadora María Isabel Baldassare reconstruye aquellos años en los que, de la noche a la mañana, no quedó una pared porteña sin cubrir.
› Por María Gainza
La burguesía francesa, enriquecida durante el Segundo Imperio, fue lo suficientemente nuevo rica para querer brillar, pero no lo suficientemente antigua como para brillar sin ostentación. Algo así, no exactamente igual pero muy parecido, escribió Arnold Hauser. Y algo así, no exactamente igual pero muy parecido, podría pensarse de la nueva sociedad porteña que hacia 1880 comenzaba a dejar los viejos hábitos de gran aldea para convertirse en gente cosmo. En apenas unos años, la calle Florida se llenó de anticuarios donde un perfil del príncipe Alberto de Sajonia encerrado en un trozo de cristal, un vulgar pisapapeles, valía tanto como un rubí; las mujeres competían entre ellas con sus vestidos de alta costura de casas como Mesdames Carreau y Vigneau, Kitty Bell o Worth (que firmaba los tapados como un pintor sus cuadros), y una sofocada multitud se apiñaba contra las vidrieras de los bazares para ver las chucherías recién importadas. Las conversaciones se salpicaban con palabras en inglés y francés; los carruajes, las cupés cerradas y las abiertas victorias exhibían a sus señoritos; y los días de carreras, los mail-coaches que regresaban del hipódromo pasaban trotando con su carga de parloteantes señoras inundadas de perfume francés y dandies con abrigos forrados de piel de nutria y bufandas de seda: “Parece un grabado inglés”, dice Clara sobre todo eso en La casa de Mujica Lainez. Y eso era a lo mejor que se podía aspirar.
Porque las costumbres criollas de una Buenos Aires sencilla, semialdeana e íntima habían dado lugar al cambalache. Buenos Aires se transformaba minuto a minuto. “Lo que había sido una covacha era demolida para hacer una residencia. Si había algo viejo, había que eliminarlo. En ningún sitio del mundo había una evidencia mayor de un pueblo en donde todo se probaba y descartaba con tal rapidez”, escribió Andrew Graham-Yooll en Goodbye Buenos Aires. La austeridad cedía frente a la opresión, al abarrotamiento, a la falta de aire. En la residencia del Dr. Montefiori, personaje de La gran aldea de Lucio V. López, el cambio era contundente: los gustos europeos –o lo que el dueño de casa entendía por gustos europeos– habían invadido el lugar. La congestión de objetos y obras de arte era espeluznante: caminar por un interior burgués era una proeza digna de Indiana Jones y en cualquier momento uno podía tropezar y romperse una pierna: los muebles tallados, los vasos de ónix, los bronces antiguos y modernos, los elefantes de porcelana, las Venus de Milo, los bustos de mármol en columnas y nichos, los vidrios de Venecia, la platería, las terracotas de Carpeaux, los abanicos, las arañas, la boiserie, las telas de Persia y Smirna, las hojas exóticas en vasos japoneses, los platos italianos del Renacimiento y de Sévres, las lozas germánicas, los cortinados y alfombras, los esmaltes, las lacas, los gobelinos y en los muros, tapizados con ricos papeles imitando brocatos y cordobanes, una serie de cuadros grandes y pequeños –muchos con atribuciones falsas– que absorbía la atención de las visitas.
Fueron estos nuevos y dudosos gustos los que trajeron aparejado un fenómeno inédito en Buenos Aires: un consumo de objetos de arte sin precedentes que creció sostenidamente entre 1880 y 1910. En Los dueños del arte, la historiadora María Isabel Baldassare desmenuza con precisión la compleja trama: la génesis, los actores, los modelos, los deseos, fantasías y frustraciones de un grupo de argentinos que, por vanidad o altruismo, algunos con visión, otros casi miopes, fueron los encargados de introducir lo que la autora llama “la práctica del consumo artístico en Buenos Aires”, ese extraño engranaje hecho de bazares, galerías, críticos, marchands, coleccionistas, público no iniciado, museos, artistas, y ah, sí claro, el elemento fundante sin el cual todo lo demás giraría en falso: la siempre multifacética obra de arte.
Ahora bien, admitamos que, a veces, lo que el público porteño entendía por obras de arte terminaban siendo rotundos adefesios: en su afán por comprar, ostentar, figurar, aparecer, adquirir status y distinción (todo lo más rápido posible), las compras de bodrios abundaron. Las críticas y reseñas aparecidas en los diarios de la época solían burlarse del fenómeno: “Los continuos viajes de nuestros ricachos por el viejo mundo han contribuido no poco a uniformar el criterio artístico. Ellos han sufrido grandes clavos, han traído en sus primeros viajes mucha broza pictórica, desperdicios de galerías cursis, productos primerizos de morralla estudiantil de brocha gorda”. Y Eduardo Schiaffino, el árbitro implacable del gusto a fines del siglo XIX, solía denunciar la avalancha de copias en desmedro de originales, la preferencia de los compradores atolondrados por obras falsas o la llamada “manía del bitum” que empujaba al primer tarambana a comprar cualquier pintura un poco ennegrecida con la esperanza de descubrir, debajo del betún, la obra perdida de algún gran maestro: “Adquieren oleografías, tablitas, fotograbados, litografías para tener un semblant de obras artísticas, cuelgan en sus casas imitaciones y falsificaciones con las que sus herederos no sabrán qué hacer –si el gusto en Buenos Aires, siguiendo la evolución natural, acaba por implantarse– y que irán a concluir miserablemente en una fogata”.
Fue en medio de este furor por hacerse pasar por europeos, cuando se terminaron por conformar en Buenos Aires dos grupos nítidamente distinguidos: el burgués fatuo e inexperto que compraba mamarrachos (y sigue comprando hasta el día de hoy lo primero que encuentra en el mercado de pulgas, creyéndose el colmo de lo chic), y un puñado de amateurs “iniciados” que se burlaba de la pintura de brocha gorda, y creyéndose galgos aristocráticos, sagaces conocedores de arte, creían poder distinguir, entre toda la baratija y la fruslería, las piezas de valor real. Del primer grupo surgió el rastacuero, el astuto advenedizo, plasmado en las crónicas del francés Aurélien Scholl que relatan la vida de Iñigo Rastacuero, un personaje que ostentaba “los dedos cargados de sortijas y una cadena de reloj que hubiera podido servir para atar el ancla de una fragata”, y compensaba con dinero lo que no tenía en cultura. Del segundo surgieron los primeros coleccionistas de arte del país, los amos y señores de la verdadera feria de las vanidades.
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