Los primeros locales para la exhibición de las obras no pasaban de meros bazares, almacenes, pinturerías o tiendas. La antigua casa de fotografía de Alejandro S. Witcomb se inauguró como galería de arte en 1897. Con guiño moderno, estableció el recambio de exposiciones, mejoró el montaje y publicó catálogos, si bien en el fondo siguió funcionando como carrusel donde la gente podía ver y ser vista. El arte argentino permaneció, hasta entrado el siglo XX, ocupando el último peldaño en las elecciones de los coleccionistas. Un periodista escribió: “Todo pintor o escultor argentino que se vea favorecido por alguno de nuestros coleccionistas, aunque no sea muy elevado el precio pagado por su obra, se debe sentir orgulloso de su victoria. Ha vencido efectivamente el prejuicio subsistente, aun de que no vale sino lo importado”. Y Schiaffino, resentido por la falta de apoyo al arte nacional, comentó: “Mi amigo, el señor Guerrico, hace ejecutar en este momento trabajos en pintura a un ridículo pintorcillo español y a un vejete italiano; individuos que no han tenido nunca ni tendrán jamás una recompensa en París, pues son los últimos, absolutamente indignos de lustrarme a mí los botines”.
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