Domingo, 4 de junio de 2006 | Hoy
ESCULTURA > ARTUR LESCHER EN RUTH BENZACAR
Muchos lo habrán visto sin conocerlo: suyas eran las tres elipsis de madera negra que se exhibieron durante meses en la explanada del Malba. Ahora, una muestra en Ruth Benzacar permite conocer mejor el trabajo de Artur Lescher, el escultor brasileño capaz de extraer la exuberancia que se esconde en la austeridad.
Por María Gainza
La primera vez que Abel, el escultor abstracto –el personaje en la novela La boca del caballo de Joyce Cary–, intentó suicidarse, al no poder encontrar la forma perfecta saltó de las escaleras de Westminster. Fue rescatado por un pescador al que le faltaba el lóbulo de una oreja. Ese detalle, por sí solo, disparó en el escultor la idea de hacer una obra de forma elíptica. La segunda vez, Abel saltó del puente de Waterloo pero apenas hubo pegado contra el agua tuvo una sensación tan concreta de lo horizontal que no bien asomó su cabeza nuevamente a la superficie se puso a gritar a los siete vientos pidiendo ayuda. Un policía le tendió una mano para salir y Abel, empapado y atormentado, corrió a su taller en donde creó una superficie completamente plana en piedra.
No se sabe de dónde saca el brasileño Artur Lescher sus inmensas nociones plásticas, pero ciertamente la búsqueda de sus formas recuerda, en lo contundente, las de Abel. Nacido en 1962, el elegante arte de Lescher tiene vínculos en el presente con las obras de artistas como Waltercio Caldas o José Rezende, aunque en realidad su linaje se puede remontar a unos cincuenta años atrás, cuando los jóvenes artistas concretos de Brasil quedaron fuertemente impactados por la visita de los suizos –y la forma clara e industrial de sus esculturas– en la 1ª Bienal de San Pablo y por supuesto, más atrás aún, por el insoslayable constructivismo ruso.
Hay lugares clave en la obra de algunos artistas: el río Támesis lo fue para Turner, el valle de Loue para Courbet, Marruecos para Matisse, California para David Hockney. En ese sentido, es evidente que la escenografía brasileña juega un rol fundamental en las nuevas obras de Lescher. Así, curada por Victoria Noorthoorn, la muestra del artista en la galería Ruth Benzacar evoca –en voz baja y con la delicadeza de un dibujo a lápiz– un paisaje, pero un Paisaje mínimo, aclara el título. Rollos de papel entintado caen desde la altura sintetizando el caudal de un río y sus suaves meandros; un cable de acero y hierro dibuja ligeramente sobre el piso el contorno de una playa o se eleva para sugerir un morro; piedras de basalto como diminutas lagunas o charcos de aceite salpican la sala; un cuadrado de espejo negro, impenetrable como el charol, remite a un pozo, a un cenote para sacrificios o a una implosión. Y ocurre que, a pesar de la absoluta y ajustada austeridad de recursos con que cada obra ha sido lograda, hay algo de exuberancia, de sensualidad casi obscena. Si la prueba de una inteligencia de primera clase, como creía Fitzgerald, es la capacidad de retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo y seguir conservando la capacidad de funcionar, Lescher no sólo es un hombre inteligente sino también un artista que puede sintetizar en una obra dos sensaciones mutuamente excluyentes. Entonces, suave, áspero, punzante, redondo, caliente, frío, flexible y rígido se aparecen como adjetivos para describir sus obras y, aunque todos adecuados, ninguno por sí solo suficiente.
Mirar las obras de Lescher dispara sensaciones encontradas: la masa sólida de Pozo actúa como una fuerza de gravedad que aplasta, que hace que sintamos nuestro cuerpo bien plantado en el piso. La energía que emana de Cometas, por el contrario, eleva. Algunas traen calma, otras, zozobra. Concentradas sobre sí mismas con el paso seguro de un destino que ha sido cumplido, cada obra dice “acá estoy” mientras revela su particular material y forma, y susurra “escucha mi secreto”. Las de Lescher son obras de una factura impecable que ponen de relieve cómo una mirada puede llegar a tocar. Sin necesidad de recurrir a la mano, es inevitable, al mirar sus esculturas, sentir la suavidad y el lustre de cada material.
Sus maderas combinadas con aceros, sus porcelanas combinadas con maderas, sus vidrios combinados con fieltros tienen la cualidad de condensar algo así como una temperatura del objeto. Algo que juega con el frío pero que nunca es helado, y con la calidez, aunque nunca es sofocante. Y en esa franja de temperatura que sólo admite mínimas y sutiles gradaciones se mueven las obras de Lescher. Y así como un cuerpo únicamente se siente bien cuando su temperatura oscila entre los 36.8 y 37.2 grados, una obra de Lescher pareciera producir su propio y perfecto termostato interno.
Esculturas sobrias, de escala humana, muchas de ellas forman parte de series laxas, como las delgadísimas agujas que cuelgan del techo como estalactitas industriales o las elipsis afiladas que tajean el aire. Hace dos años, el Malba exhibió durante varios meses en su explanada tres de estas elipsis negras. En madera laqueada, las esculturas parecían huecos en el paisaje. Allí, como ahora, se hacían presentes algunos de los rasgos más claros en la obra del brasileño: lo mitológico, eterno, cíclico, que emparienta sus obras con aquel distante menhir rectangular de Stanley Kubrick enclavado en el paisaje prehistórico; lo musical por la manera en que cada forma pareciera congelar movimientos, resonancias y vibraciones; y el ensimismamiento: cómo cada obra se repliega sobre sí misma, se desentiende del mundo exterior y, al hacerlo, nos arrastra consigo. Y, como todo artista dotado de la capacidad para producir ensimismamiento, Artur Lescher posee un enorme sentido del vacío. Quizá por eso, al final del día, cada pieza que trae a este mundo pareciera ser un objeto que coloca entre él y esa enormidad que está ahí afuera en constante expansión.
Artur Lescher
Paisajes mínimos
Galería Ruth Benzacar
Florida 1000
Hasta el 17 de junio
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