Domingo, 2 de julio de 2006 | Hoy
ARTE > JESúS RAFAEL SOTO EN PROA
Precursor del arte cinético, el venezolano Jesús Rafael Soto dedicó su vida artística a una obsesión que persiguió (y atrapó) durante medio siglo: el de un arte protagonizado por el movimiento y la tridimensionalidad, que permitiera al espectador entrar a la obra y experimentar, de un modo intransferible, la verdadera naturaleza de la realidad. Ahora, las 27 piezas reunidas en Proa permiten experimentar ese trabajo, desde los primeros hasta esos últimos en los que alcanzó una suerte de urbanismo metafísico.
Por Santiago Rial Ungaro
Con sólo pasar un par de minutos por Fundación Proa ya basta: uno puede “entrar” a una obra de arte en la vereda, percibir las vibraciones ópticas de una veintena de obras magistrales, convertirse en el eje y la circunferencia de una esfera y salir, girando como un trompo. Con unos segundos alcanza entonces para vislumbrar la existencia de ciertas “relaciones”, fragmentos de la estructura de una realidad que Jesús Soto (1923-2005) supo explorar y reflejar en su trabajo durante medio siglo.
Ya desde la vereda (donde se encuentra Penetrable azul, de 1999) la gente que pasa por la calle no necesita entrar para, como quería este Jesús venezolano, “introducirse entre los hilos o varillas verticales que han ido invadiendo todo el espacio disponible y constituyen la obra misma”. Todo ser que pasa por ahí (hasta algunos perros se animan) puede jugar con ella, pero ojo con el arte cinético: la obra de Soto también juega con nosotros y no cuesta demasiado imaginarse a esas vibraciones ópticas jugando con un artista que hizo de la perplejidad una ética y una estética. En definitiva, en ese juego en el que entran lo universal (cualquier puede experimentar sus obras) y lo particular (se trata de una experiencia plástica intransferible) está la clave que hizo que la obra de Soto sea esencial dentro del panorama de las artes de la segunda mitad del siglo XX: desde el momento en el que espectador y obra se encuentran físicamente se puede hablar de un juego, sí; pero lo fascinante, más allá de la sensación táctil y la alegría de “entrar” en una obra, es que la experiencia visual nos dice mucho sobre nosotros mismos y sobre la relación que tenemos con un mundo en el que nada es lo que parece. Todo está vibrando, cambiando, titilando en nuestras retinas y recordándonos que lo que vemos sólo es un espejismo.
Interesado en los problemas relacionados con la abstracción y la pureza de la forma (cuestiones exploradas a principios del siglo XX por el cubismo, el constructivismo y el suprematismo), Soto desarrolló, a partir de la superposición de elementos compositivos capaces de activar ópticamente el plano un lenguaje cinético, un arte verdaderamente cinético.
Por eso, con una rápida visita que incluya un simple giro alrededor de la circunferencia de la Sphère Concorde (1996), ya alcanza para tener una experiencia trascendente, más metafísica que mística: “La obra de arte debe ser capaz de suscitar emoción en quien la contempla, pero eso no quiere decir que ella deba nacer de una situación emotiva. Si tiene un origen, ése es el pensamiento, el rigor, la lógica de la investigación artística. El arte no es expresión, el arte es conocimiento”, enunció Soto, un artista que, por su rigor geométrico y su certeza de que “el arte es un ciencia”, logró materializar “el sentimiento profundo de la situación del hombre inmerso en un universo lleno, en el cual materia, espacio y tiempo son continuum de vibraciones infinitas”. Y no se trata de palabras raras: en la obra se puede efectivamente entrar, para ver, desde adentro, cómo cada sutil movimiento cambia nuestra percepción del espacio, del tiempo y de la ambigua materialidad de la obra.
Las 27 piezas reunidas en Proa muestran cómo Soto extendió la superficie bidimensional al espacio tridimensional, a la vez de cómo fue introduciendo en sus obras el color para generar espacios ilusorios a través del contraste entre unidades monocromáticas. Como señalan las curadoras Tatiana Cuevas y Paola Santoscoy: “El común denominador de sus investigaciones se encuentra en la manera en que las cualidades físicas de los distintos materiales intervenidos son alteradas, perdiendo su solidez, volumen y peso a raíz de manipulaciones ópticas que sorprenden por su sencillez”, sean estas láminas de plexiglás, alambres o varillas.
Si en Caracas, a finales de la década del 40, Jesús Soto se encontraba con que nadie sabía decirle qué había sucedido entre 1918 y 1950, simplemente le bastó con conseguir una pequeña beca que le permitió instalarse en París para ponerse al día con los textos de Kandinsky, con las ideas de Malevich y la obra de Mondrian y demás teóricos de la abstracción plástica. Más adelante, investigando sobre el movimiento, estudiaría las obras de László Moholy-Nagy (de quien comprendió la manera de dinamizar superficies estáticas y la importancia de la experiencia física en el arte) y Naum Gabo. Retomando a través del tiempo los planteos conceptuales y teóricos del arte abstracto, Soto puso el arte al día con un arte cinético. Arte que derivó, con el tiempo y la llegada de sus Penetrables, en una suerte de urbanismo metafísico.
Desde los ‘50, Soto intuyó que sus obras debían contar siempre con un elemento móvil y otro fijo. Al igual que Kandinsky, Xul Solar o Paul Klee, el interés de Soto por la música, en especial por las composiciones de Bach y por la música dodecafónica, fue decisivo: “En esa época tuve oportunidad de conocer a Pierre Boulez cuando acababa de crear un espacio que se llamaba Domaine Musical. No recuerdo bien con qué frecuencia había conciertos, pero sí que asistí a todos. Boulez hablaba de Schoenberg, de la escuela de Viena, y se tocaban piezas producidas ahí. Me interesé mucho en esa música, así que quise saber más”.
Es por esta conexión con la música que las vibraciones ópticas de Soto llamaron de inmediato la atención del mundo del arte a nivel internacional: sus perspectivas eran diferentes y a la vez comprensibles, experimentables, transformadoras. Como suele suceder con los verdaderos buscadores, lo más interesante fue lo que Soto encontró: “La vibración ya era para mí una vieja pasión que se remontaba a mi descubrimiento de los impresionistas. En sus obras comprendí que la luz es más importante que el objeto y, sobre todo, que los cambios de luz dominan todo lo demás. Siempre consideré como una genialidad el hecho de que Monet haya mostrado un objeto pintado en diferentes horas del día, un objeto que nunca es el mismo porque varía de un momento a otro. ¡Eso ya anunciaba el cubismo!”, comentaba el venezolano poco antes de morir.
Así, el movimiento en el trabajo de Soto es producto de los efectos vibratorios que surgen de la relación entre los elementos que componen las obras, unidos al desplazamiento del espectador en el espacio: a diferencia del trabajo de Naum Gabo o Alexander Calder, en donde el movimiento se logra por medio de oscilaciones físicas, en la obra de Soto estos efectos no se generan en forma mecánica, sino que suceden en el ojo del espectador. Soto se dedicó a buscar (y a encontrar) un lenguaje en el cual “el ser humano debía servir de motor”, al mismo tiempo que “el espectador debía ser parte integral de la obra”.
La intención última de Soto era mostrar que el espacio es más importante que los elementos o los objetos: “Contrariamente a lo que siempre hemos creído, el espacio no es aquello que es llenado por los objetos, sino que los objetos son llenados por el espacio. El espacio fluye, nada lo limita. Me interesa mostrarles a las personas que se interesan por el espacio como cualidad, como densidad universal, que es él el que manda, el que define e impone sus condiciones. En mis obras, más que negar el espacio y su dimensión me empeñé en utilizarlo. Esto me llevó a plantearme el problema del tiempo y a formular la cuarta dimensión como elemento plástico”. Por eso, una obra como Sphère Concorde (1996), hecha con hilos de nylon y madera, es un ejemplo perfecto del efecto que puede generar la obra de este artista a través del tiempo. Semejante a sí misma en todas las direcciones, la esfera constituye la forma primordial por excelencia. Y mientras el mundial copa, más allá de nuestra voluntad, nuestra atención y nos recuerda que el mundo es un balón y que siempre son otros los que patean la pelota, el girar alrededor de esta esfera es en cambio una experiencia única, reveladora: activa porque somos el sujeto que genera el movimiento y a la vez pasiva porque nos invita a seguir la inercia de su forma esférica. Así, la “despersonalización” que buscó Jesús Rafael Soto como premisa de un arte verdaderamente abstracto se nos transmite a nosotros, que súbitamente podemos convertirnos en una esfera, girando, aunque sea por unos segundos, por un espacio, que, de repente y para siempre, sabemos que es infinito.
Visión en movimiento
Jesús Rafael Soto
Fundación Proa, Pedro de Mendoza 1929.
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