NOTA DE TAPA
uno de los últimos (y mejores) autores en combinar la figura del intelectual, el ensayista y el escritor de ficción, miembro fundador de la mítica revista Contorno, profesor celebrado por pares y alumnos en la UBA, autor del ineludible Literatura argentina y realidad política y de una docena de novelas que atraviesan la historia nacional con ajustado pulso literario, David Viñas acaba de publicar Tartabul, una novela ejemplar que funciona como summa intelectual de toda una vida.
› Por Guillermo Saccomanno
El Negro Fontanarrosa me contó que, de pibe, su primer enganche con la literatura argentina fue a través de Viñas: “Los personajes de sus novelas –me dijo el Negro– hablaban como mi viejo. No hablaban de tú. Y puteaban”. Además, convinimos con el Negro, en esas novelas se cojía. Con jota, cojer. Daba la impresión de que por primera vez se cojía en nuestra literatura tan pacata. El 24 de diciembre pasado, me acuerdo, entré en la librería Losada y lo encontré a Viñas en una mesa del bar. Conversaba con un muchacho italiano, profesor de literatura. Viñas me invitó a la mesa. Le dije que me gustaría hacerle una entrevista, tener con él una charla sobre su obra narrativa. Porque en los últimos años su producción ensayística, la crítica, opiné, pareciera haberle hecho sombra al escritor de Los dueños de la tierra, Un dios cotidiano y Hombres a caballo. Viñas respiró, tomó aire, resopló y se atusó el bigotazo. Pensé entonces –y lo sigo pensando ahora–: es fácil reportearlo y con sus declaraciones, siempre frontales, recortar una frase que arme un escandalete en la parroquia literaria. “Viñas de ira”, parodió Viñas acordándose. Hablamos un rato acerca de lo que se publica, de la uniformidad en ese formato que las editoriales persiguen para cumplir con lo que se supone es el gusto del mercado. “La muerte del sujeto, mi viejo”, dijo Viñas. Y no era un rezongo. Iba en serio. En esos días, Viñas viajaba a Cuba. Quedamos en que lo llamaría a su vuelta. Arreglaríamos un encuentro. Pasaron más de seis meses desde entonces.
La biografía de David Viñas no patentiza con simpleza las contradicciones de cualquiera de los escritores argentinos: las exaspera. Crispa, ésta puede ser la palabra. Las contradicciones provienen de su formación: colegio de curas, colegio militar (donde fue dado de baja, según escribió, en el ‘45, por insubordinación ante tropa armada). Después sigue: presidente de la FUBA antiperonista (de ese tiempo, una anécdota: cuando Jauretche, funcionario del Banco Nación, lo mandó preso durante una huelga), pero cuando Evita se está muriendo, se entibia su apreciación de las masas descamisadas a las puertas del hospital como cuadro tolstoiano y no como rejunte plebeyo (Viñas, cabe acotarlo, le toma el voto a la Evita agonizante en el Hospital de Lanús: hay una foto. Y después, en un noticiero de época, se lo ve bajando las escaleras del hospital con la urna). Más tarde, Contorno, el cóctel del marxismo con el existencialismo. Contorno puede ser una movida sobrevaluada, pero lo indiscutible es que ahí hay, en lo literario, ejes imprevistos hasta entonces: la relectura del peronismo, de Arlt, de Mallea y de Marechal. La intelectualidad más crítica de entonces: su hermano Ismael, León Rozitchner, Noé Jitrik, Carlos Correas, Oscar Masotta, Ramón Alcalde, Rodolfo Kush, entre otros. Masotta, el más sartreano: “Hasta se estiraba los ojos hacia atrás para ver si lograba el estrabismo de Sartre”, ha contado Viñas. En Contorno, Masotta publicaría su artículo “Sur o el antiperonismo colonialista”. Contorno es la búsqueda de comprensión del hecho maldito del país burgués, como lo llamó Cooke. Viñas es el gesto adusto, el bigote entre marcial y mexicano a lo Zapata, de prócer (a su modo, debe ser consciente Viñas: ha sido canonizado prócer, argumento que sirvió no hace mucho para despacharlo de la Facultad de Filosofía y Letras –¿a quién se le ocurre parar un cuatrimestre en Walsh?–, pero el prócer –resistiéndose albronce en vida– persiste en su oficio y dirige hoy la revista de crítica literaria El Matadero y coordina un proyecto de historia social de la literatura nacional). Viñas es, además de una prosa, una imagen pública en consonancia: se acoraza en una seducción recia. (Una secuencia de sus sucesivos retratos en sus libros probaría esta afirmación.) Además, si como alguna vez lo sostuvo, “las solapas son un género literario”, no lo son menos las fotos que un autor propone a lo largo de su obra. A propósito, Viñas es también paradigma de galán veterano de los intelectuales argentinos: su arrastre con las alumnas, como se comenta, sumado a un flirt a lo Miller-Monroe, pero en versión local, con Soledad Silveyra, idilio que deparó su alboroto chismoso y la tirria de los castrati.
A menudo, Viñas ha dicho que los intelectuales comprometidos argentinos se suben al caballo de la historia por la izquierda y se apean por la derecha. El Viñas comprometido de antes, ahora está, a los ochenta, más combativo que nunca. Combate: un rasgo que, a veces abusando del refunfuño en el estilo, se constata en cada una de sus intervenciones, de sus artículos y en el enfoque de la literatura argentina con su relación sempiterna con la política. Lo que ha generado la inquina de que se reseñara su labor crítica como una novelización. Epopéyica, se ha dicho de su visión de la historia de la literatura nacional. Pero, ¿qué pretendía esa crítica de presunto rigor académico? ¿Que el escritor, por practicar la crítica, el ensayo como forma, debía renegar de su oficio de narrador? ¿Que no concibiera justamente a través de un relato los viajes cipayos de los intelectuales dependientes del centro? Imperdonable: la figura del crítico –para muchos, y parte del malentendido lo ha fomentado Viñas, por su afán de polemista, donde no tiene contrincantes– ha opacado la del narrador. Después de Hombres de a caballo la narrativa de Viñas se ha vuelto compleja: joyceana, se diría. (Volveremos sobre esta cuestión, lo joyceano.) Y ahí está Cuerpo a cuerpo, la alternancia de la estampa con el fluir de la conciencia, la acción y las palabras que confluyen, luchan y se enturbian, debiendo ser leídas bajo el iceberg en un tironeo violento, porque si hay un rasgo que define la literatura de Viñas (tal como él definió la literatura argentina a partir de Echeverría) es la violencia. La violencia de lo económico, lo ideológico, lo político, y ahí está lo nodal de su obra: en los cuerpos violados.
Más acá, contradicciones y arrepentimientos. O la autocrítica, en términos marxistas, como constante. En tono de comedia, Viñas ironiza en su nueva novela, Tartabul, sobre ese número de Les Temps Modernes dedicado a la Argentina en el ‘81, que él dirigió. No obstante, este hecho lo puso en el currículum de su Antología personal. Lo que no es una humorada es el revuelo que armó en el ‘90 su renuncia a la beca Guggenheim, una beca que no se gana si uno no se presenta. Viñas ha admitido que después de ganarla la rechazó. Sus argumentos: discusiones con los amigos, la conciencia de los Estados Unidos –país donde fue alguna vez profesor invitado, y ahora, en Tartabul, se recrean experiencias de campus–, Estados Unidos, digo, como potencia responsable de la muerte de sus hijos, a quienes dedica ahora su novela última. Lorenzo Ismael, arrojado de un avión al río. Adelaida, desaparecida. De esta experiencia de pérdidas no se vuelve. Viñas lo ha dicho: “Nadie olvida. Ni los verdugos, ni los humillados. Los verdugos, porque apretar una persona es una experiencia límite, feroz, infame, miserable. Y nosotros, las víctimas, tampoco olvidamos”. Desde acá resulta que acercarse a la literatura de Viñas es hablar inexorablemente de política: inseparables las dos. Así se explica que, siempre, sus declaraciones –esas que se recortan para el escandalete mediático facilongo: “Si me apuran, digo que Walsh es mejor que Borges”– provienende esa marca: la de víctima. Quien no comprenda esta marca, no comprende a Viñas: no se le puede discutir al cuerpo. En consecuencia, difícil separar la marca en el cuerpo de la marca en el papel.
Volviendo: el sujeto. ¿Por qué separar biografía y obra: las contradicciones? ¿Hasta dónde pueden aislarse unas y otras? A un tiempo, ¿se puede aislar el sentido de un discurso del contexto que lo produce? A Viñas, está comprobado, le importó siempre explicar el presente desde el pasado antes que andar haciendo borgismos, es decir, lances a futuro: esa historia de la eternidad. Entonces, ahora, Tartabul o los últimos argentinos del siglo XX. Viñas ha dicho que su propósito consiste en “actualizar los personajes de Los siete locos en la generación del Che”. Uno de los personajes clave, quizás el personaje, es el Chuengo, una especie de Carlos Correas, compañero de Contorno, que exhibía su homosexualidad de manera muy agresiva. El Chuengo, paródico, homosexual, traductor de Keats: “Me jode la tolerancia”, dirá el Chuengo. Y después: “Yo, pulastro”. Ahora, Viñas vuelve a la carga con su nueva novela: “Escribo por humillación”, dijo alguna vez. Y también: “Todo libro es una apuesta”. Ahora, escribir es, en esta novela, hacerlo sin renunciar a la esperanza, pero inscribiéndola en la rabia.
Desde sus orígenes, la narrativa de Viñas cumple un proyecto casi galdosiano. (¿Un Galdós nacional que en su estrategia narrativa ha cruzado la narrativa norteamericana, vía el existencialismo y Lúkacs, con lo criollo?) ¿Por qué no considerar sus novelas como “episodios nacionales”, pero “rabiosos” (para emplear un adjetivo arltiano): la Patagonia de los huelguistas fusilados, la Semana Trágica, el peronismo, las defecciones de la intransigencia radical. No se trata de novelas históricas: es otra cosa. Para Viñas, el pasado, como para Faulkner el del Mississippi, es un espacio donde articula su mitología personal (el pasado con los curas, el pasado con los militares, el pasado militante), pero también, en extremo, con la política. (A propósito de Faulkner, también Hemingway & Co.: habría que ver cuánta influencia hay de la literatura norteamericana en el primer Viñas y hasta dónde él, genio y figura, no rinde homenaje a los hombres sin mujeres. Y antes de cerrar el paréntesis, considerando Rodolfo Walsh, el ajedrez y la guerra, ¿qué son si no arquetipos de machos solitarios Walsh y él, durante los ‘70, en una isla del Tigre, fantaseando en torno de una Evita guevarista?). En Hombres de a caballo, su novela del ‘67, es donde empieza a imprimir un giro en su escritura de ficción. La novela, dedicada a Carlos del Peral –el guionista y letrista de Pajarito Gómez–, Rodolfo Walsh y Mario Vargas Llosa, es un relato que hurga entre los entresijos del militarismo (Viñas dirá más tarde, autocrítico, que no alcanzó a ligar los milicos con lo económico). La prosa de Viñas cambia. Distintos puntos de vista, pasajes en bastardilla para marcar el yo. Cabe una digresión: Proust le asignaba a Bergotte, el escritor que evoca a Anatole France, el atributo de suavidad. Una escritura suave. Pues bien, a partir de Cuerpo a cuerpo, publicada en el exilio en 1979 (y reeditada ahora, como mucha de su obra, pero con un capítulo menos), la prosa de Viñas se vuelve áspera. Hay un deseo entre escritores: agarrar de los huevos al lector y no soltarlo. Cuerpo a cuerpo comienza con una estampa en la que se reproduce esta acción, pero no ya con el afán de “interesar” al lector sino de agarrarlo y transmitirle la violencia a través del lenguaje: la escena se construye como ilustración, el diálogo entrecortado, la experimentación joyceana. Todo violencia menos suavidad. El procedimiento se extrema después en Jauría, Prontuario y Claudia conversa. Llama la atención: aquella intención narrativa que relumbra en sus ensayos desplegando las ideas, acá se corporiza y se convierte en detención –eso de la estampa–, pero también se vuelve primer plano deuna pintura sangrienta de Carlos Alonso (detalle: el artista también es padre de una militante asesinada por la dictadura, y surgirá alegórico en el final de Tartabul). Entonces, acá, una hipótesis: desde dos hijos muertos, la carnicería, es imposible articular un relato que no transmita las marcas del matadero en el cuerpo. Es verdad: hay quienes se fastidian aduciendo que es difícil leer a este Viñas. Pero lo que subyace en esta dificultad es una pereza educada a través de la literatura estándar, la novela fast food. No es Viñas el difícil. (Tan difícil, si se compara, como el último Onetti, cuando ya no le importaba.) Son los lectores anestesiados los difíciles. No hay lector más reacio a despabilarse que aquel anestesiado. Pero lo de los episodios, ahora en esta novela, adquiere otro carácter: actualización de relato de época fragmentado y episódico; Moira, la guerrillera chetona, la cautiva del chupadero, le ordenará a Tarta cómo contar su historia: “Sangrías, glosas, subtítulos (...). Aprendí a separar las palabras con un guión (...). Ahora, aquí mismo, estoy cruzada porque marcan cada uno de mis capítulos. Corregí, Tarta; borrá: poné episodios”. Y los episodios, esquirlas, se leen en esta novela –como no puede ser de otra manera– mutilados.
7Joyceano, escribí hace un rato. Joyce, entonces. Tartabul arranca con un epígrafe, un dicho que cierra el Adán Buenosayres: “Solemne como pedo de inglés”. Durante un largo rato, entre los ‘60 y los ‘70, desde Primera Plana, se sostiene que Marechal es el Joyce argentino. Antes que preguntarse qué es ser Joyce, conviene detenerse en otra pregunta: ¿qué es ser un escritor argentino? Viñas fonetiza lo extranjero, chamuya lunfa, putea –eso que contaba Fontanarrosa– y se luce con la cita culta, se refocila en un humor zumbón y escarba en las llagas de lo macabro, que funciona como una respuesta a la pregunta adorniana local: ¿cómo escribir después de la ESMA? Un aforismo hindú (¿apócrifo?) proporciona una contestación: “Si te caés al suelo, usá el suelo para levantarte”. (Viñas, que conste, ya había intuido lo que hay en la tortura en Un solo cuerpo mudo, 1963.) Lo dramático, ahora: robarle la pistola a un cabo de policía para ingresar a la guerrilla. Paula y su hija, entre los jóvenes que el Viejo echa de la Plaza. Quizás uno de los momentos más pavorosos: en los ‘70, la ejecución de un militar en el fondo de un taller mecánico. Hay más: la prisionera violada y sometida por el represor, embarazada de él, y el represor metejoneado que la lleva a abortar en un vehículo con escudito a una clínica de Floresta. Y más tarde, en democracia, el encuentro con el represor, su seguimiento, la imposibilidad de venganza. (Esta parte, promediando la novela, precedida con reflexiones sobre Borges.) Metáforas, muchas: Avanzaron las aguas, se desbordó el Riachuelo, una sudestada sin piedad y las cosas que se vieron en los zanjones. A menudo, arranques poéticos: Llovían ataúdes. Fuego. Lluvia de ataúdes en llamas. ¿Los fierros de nuevo?
En la novela, en un gesto que aspira a la verosimilitud desplazando lo ficcional, surgen, como en un cameo, personajes reales como Rodolfo Walsh, Boris Spivacow, Carlos Monsiváis, Herman Schiller, Sara Gallardo, Osvaldo Bayer, Inda Ledesma, Roberto Cossa, César Fernández Moreno, Ricardo Piglia, Santiago Kovladoff, Germán García, Beatriz Sarlo y Horacio Verbitsky, entre otros. Para algunos, un guiño, un homenaje. Y para otros, una palmada, una chicana, la indirecta punzante. La novela, entonces, como recurso ficcional, al incrustar seres reales, se torna a la vez payada y se cuestiona a sí misma. ¿En qué lengua está escrita Tartabul? Está escrita en Viñas. (Una pregunta lateral, pero no tanto: ¿y si lo que Viñas hace con la novela fuera una indagación similar a la que hace Celán con la lengua de sus verdugos?) Si Tartabul toma como premisa de elenco Los siete locos, despega desde el inicio de esta apoyatura, y el salto que pega esel de una novela loca. (Digamos: lo que Saluzzi es a Piazzolla. Una abstracción que, partiendo de cosas concretas, consigue un ritmo que no se encuentra a la vuelta de la esquina.) Tartabul es una vasta partitura coral de los argentinos de fines del siglo XX, sí, pero también la de los argentinos revolucionarios de clase media de los ‘70, luego oportunistas con maquillaje, acomodados al rumbo de los ‘90. (Aclaremos: el título de la novela es el nombre de un bufón, Tartabul, que divierte a los financistas de La bolsa, la novela xenófoba de Julián Martel, que describe, pionera, la marea especuladora de la City cien años antes.)
Cuando Masotta decía que cualquiera que hubiera leído a Sartre podía haber escrito su ensayo sobre Arlt, se chingaba en la boutade. Faulkner, casi en los mismos términos, pero menos “sartreano”, sostenía que Hemingway o Fitzgerald podían haber escrito sus novelas de no haberlo hecho él. Lo que se elude con esta cuestión del “cualquiera” es la cuestión del sujeto. Si cualquiera puede, nadie es responsable: la responsabilidad se disuelve. Para discutir: ¿quién escribe qué? La noción de autor es la del sujeto. Volviendo: el caso Joyce. Las literaturas “menores”, las “pequeñas”, esas que se forjan a sí mismas al margen, en la periferia. La literatura irlandesa, pensemos. (Una asociación: lo que puede unir Un dios cotidiano con la trilogía de pibes pupilos en un internado, los cuentos de irlandeses.) A Joyce, preguntémonos, ¿le importaba su traducción? Desde el vamos, todas las traducciones de Joyce renguean (y en particular los amagues vernáculos de volcar las pesadillas de Finnegan’s, el tabernero borracho, al español). Es en este punto que Viñas se vuelve irlandés. Si un libro de narrativa argentina actual no tiene expectativa alguna de ser traducido, justamente, es Tartabul. Tarea prometeica traducirlo para quien no domine no sólo “el lenguaje de los argentinos”. Entonces todo este rollo de la traducción se resignifica: lo que importa no es tanto ser leído sino cómo. Y este cómo –hoy, que estar a la moda es estar globalizado– se resignifica: importa también dónde ser leído, por quiénes. Entonces, el traductor imaginario debería, entre otras situaciones, asumir una historia, un cuerpo, sus marcas (los hijos muertos, las novelas, los ensayos, los debates, la imagen pública). Es decir: una identidad. Ser Viñas.
Pensar hasta dónde la operación de lectura que exige esta novela no es acaso el desafío que implica erigirse, de lejos, en el Ulises nacional. ¿Por qué no pensar Tartabul como un poema en prosa, que se afirma en lo social desde la reminiscencia íntima, la evocación y la cita? Entonces, lo que va de los Dublineses al Ulises en Joyce es lo que va, en Viñas, de Las malas costumbres a Tartabul. El trayecto configura el blanco contra el cual Viñas escribe. Como me lo había dicho esa tarde en Losada: “La muerte del sujeto, mi viejo”. Quizás eso que me había dicho era, al modo de un Vizcacha zen, la respuesta a todas las preguntas que podía hacerle. Preguntarle qué, me pregunto. Ni oráculo, ni sabio: en esa respuesta, conjeturo, está todo. La summa Viñas. Todas las respuestas son una y están en esta novela. Subvirtiendo el valor de la inmanencia del texto, la escritura, refutándose a sí misma. La narración de la Historia y sus historias como acto. Lo que cuenta.
David Viñas está investido de las altas virtudes de la crítica literaria, como analista del rito y como practicante de las artes de la retórica. Pero Viñas no critica meramente escritos o símbolos que se ofrecen al análisis sino que él mismo elabora un cuerpo de sabidurías que se confrontan con la lengua ritual argentina y la desafía, y con la configuración simbólica de los poderes y los reta a duelo. La estirpe de los duelistas, de los espadachines y de los grandes monologuistas, es la que le pertenece. El estilo y su desinencia, la estocada, es la forma moral viñesca. De esta esgrima surgen sus libros y los libros que él auspicia.
“¡Compañera!”, tronó una voz de Júpiter a espaldas de Griselda Gambaro y de mí, que entrábamos, a principios de los ‘90, en un café cercano al teatro San Martín. Fue la primera de las infinitas veces que me presentaron a David Viñas, la más entrañable quizás por la inmediata bajada de cambio de Griselda, al estilo canyengue y querendón de Rosita Quiroga. Y fue “un susto”; dejando que aquel hombre más grande que nosotros dos juntos me triturara la mano, inauguré el perpetuo estado de abatatamiento hasta que su gigantismo tolstoiano me excede y salgo corriendo y me encierro en mi torre a preguntarme: ¿De dónde salió este Borges a quien, a fuerza de añorar el coraje del guerrero, los dioses al fin se lo otorgaron y aprendió a pensar completamente? ¿De dónde ese torrente siempre imprevisible, capaz de pasar de Pablo Podestá a la Guerra de Irak, de Rimbaud a las Madres de Plaza de Mayo en un mismo deslumbrante período que recoge, como un aleph, de cada lenguaje una palabra nueva hasta tejer su pendenciero cocoliche magistral? ¿Y de dónde, pregunto, esos silencios suyos de los que nadie habla, intensos como la misma desolación, la mudez que el propio cuerpo le impone con la intriga del dolor indecible? ¿De dónde se escapó? ¿De unos 50 de panfleto y balneario municipal, de unos 60 dorados como La Ilíada, donde toda pasión iba al mismo río, y cuya sola posibilidad, eso es cierto, nos hace avergonzar de nuestro adocenamiento en la “cultura poética, la más sublime de las inculturas”, y luego en los culteranismos viperinos de la administración pública? No lo creo. Creo más bien que Viñas viene en una corriente que empezó mucho antes que él y que no se ha detenido precisamente porque pasa las horas allí, en el café, en la plaza pública o en la playa de las letras, escribiendo en las entrelíneas de La Nación, dispuesto a lo que venga, a mano el arcabuz. Pero como el Angel del glorioso poema de Juana Bignozzi, Viñas –y algunos pocos nacidos en esos mismos meses: Gambaro, Guevara, Bonafini– por detrás del vozarrón siguen diciendo que más imprescindible y bello que el mensaje es ser digno del destino de la Anunciación: la entrega (¡santo dios, la entrega de sus clases!) que forja el cuerpo como un signo sagrado y perdurable. ¡Y nada más deseado, nada más imposible, vamos, que el día que alguien grite a nuestra espalda: “¡Compañero!”.
Tengo de David Viñas una imagen eminentemente gráfica: sus libros (sobre todo Literatura argentina y realidad política, el libro que no en vano nunca deja de reescribir, el único ensayo sobre literatura argentina que parece rejuvenecer cada vez que lo leo) se me aparecen como puestas en escena tipográficas, grandes planos blancos salpicados de títulos, subtítulos, epígrafes, cursivas, acápites, entrecomillados... Como si, además de escribirlos, y poblarlos con los binarismos rabiosos de un aparato conceptual inconfundible, Viñas de algún modo los marcara, y las muescas que les inscribe fueran tan importantes, o más, que las tesis que plantean. Hay sin duda una actitud, una postura Viñas, versión crítica pero aun así endeudada de cierto envaramiento marcial que ocupa el centro de muchas de sus ficciones. Yo me quedo con su gestualismo, con esa suerte de action writing a menudo desaforado que pone a la literatura y la política más cerca de la intervención pictórica que de las “ideas”.
Recuerdo a Boris David Viñas, cadete de la tercera camada del Liceo Militar General San Martín (yo era de la sexta), compañero de quienes llegarían a ser el general Harguindeguy y el presidente Alfonsín.
Recuerdo a David, en casa de Beatriz Guido, contándole su cuento “El jefe” a Fernando Ayala, cuento en el que se basaría la película inicial de Aries Cinematográfica.
Recuerdo a David, en el Edelweiss, recordando una frase de Lucio V. Mansilla: “El día que fracase en todo me dedicaré a crítico”, a raíz de ciertos comentarios negativos sobre “El candidato”.
Recuerdo a David abrazándome conmovido después del estreno de La Patagonia rebelde, cuyo guión él había revisado.
Recuerdo a David, comentándonos lo que habían dicho sus compañeros del PC cuando Onganía prohibió el proyecto “Los caudillos”: “Solamente con la ingenuidad burguesa de Ayala y Olivera se puede pedir apoyo al Ejército Argentino para un guión de DV”.
Recuerdo a David, en la boletería del Teatro Chacabuco, repartiendo vales gratis a todos sus admiradores que querían ver Lisandro. Se ganó un lugar en el Libro Guinness.
Recuerdo a David proponiéndome realizar una superproducción sobre La semana trágica en plena emergencia económica, cuando no se podía filmar ni un cortometraje.
Ay, David, cuántos recuerdos. Espero que nos duren.
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