NOTA DE TAPA
Desde 1993, la ciudad mexicana de Juárez es escenario de uno de los casos más atroces y oscuros del crimen: la desaparición de 4500 mujeres y la aparición en el desierto de casi 500 asesinadas. El caso ha despertado la movilización de numerosas organizaciones feministas, múltiples expresiones artísticas que ayudan a difundirlo y pedidos de justicia que llegan a lo más alto del poder. Pero El desinterés del gobierno es flagrante y las muertes no se detienen. Sergio González Rodríguez, el autor de Huesos en el desierto, la brillante investigación sobre el tema que le costó amenazas, golpes e internaciones, explica cómo la hizo y por qué las autoridades no resuelven un misterio más sencillo de lo que parece.
› Por Martín Pérez
Para muchos lectores de este lado del mundo, Sergio González Rodríguez es antes un personaje de 2666, la última meganovela póstuma de Roberto Bolaño, que el autor de un libro llamado Huesos en el desierto. Aparece casi exactamente en la mitad de esa obra maestra contenida en más de 1100 páginas –en la página 470, para ser más precisos– como un enviado de un periódico del DF a la ciudad que Bolaño llama Santa Teresa, pero que es en realidad Ciudad Juárez. “Normalmente no hubiese aceptado el encargo, pues él no era un periodista de crónica policial sino de las páginas de cultura. Hacía reseñas de libros de filosofía, que por otra parte nadie leía, ni los libros ni sus reseñas”, escribe Bolaño del tal Sergio González, el personaje de ficción. Desde México DF, vía e-mail, Sergio González Rodríguez, ensayista, narrador y crítico (tal como consta en la contratapa de Huesos en el desierto), cuenta que conoció a Bolaño hacia el año 2000, dos años antes de la publicación de la primera edición de su investigación, y cuatro años antes de 2666. “Se enteró por comentarios de amigos en común, como Jorge Herralde y Juan Villoro, que yo elaboraba un libro acerca del femicidio juarense, y se puso en contacto conmigo por correo electrónico. Quería conocer detalles muy específicos de la vida delincuencial en Ciudad Juárez. Estaba muy enterado de los asesinatos en serie, conocía el tema en profundidad, pero quería que lo pusiera al tanto de cosas como las armas, los calibres, los vehículos que usaban los narcotraficantes, o me solicitaba que le transcribiera actas judiciales donde se describían los homicidios. Incluso intercambiábamos puntos de vista acerca de las opiniones de los criminólogos y criminalistas. Era un auténtico obseso del tema, un detective salvaje. Y el resultado de sus saberes es estremecedor.”
¿Cuándo se enteró de que iba a ser un personaje de su novela?
–Cuando fui a Barcelona en el 2002 lo conocí en persona, y en tal ocasión me hizo saber que yo aparecía como protagonista de su libro con mi propio nombre. “Me he plagiado la idea de Javier Marías, quien ya te puso como personaje en su novela Negra espalda del tiempo...”, me dijo. Sonreía y fumaba, divertidísimo, mientras yo lo escuchaba, hundido en la ambigua sensación entre el honor y el horror. Aún no me repongo del impacto de leerme como protagonista lateral en semejante tragedia.
Cuando se le pregunta a González Rodríguez cómo cambió su vida luego de publicar un libro como Huesos en el desierto, su respuesta es contundente: “Es una auténtica línea de sombra, en el sentido conradiano del concepto”. Consejero editorial y columnista del diario Reforma y del suplemento cultural El Angel, Sergio estudió Letras Modernas en la UNAM y, recientemente, ha publicado las novelas El triángulo imperfecto (2003) y La pandilla cósmica (2005). Distribuido en la Argentina por primera vez en una segunda edición con un epílogo de treinta páginas que actualiza las denuncias desarrolladas en el texto principal, Huesos en el desierto (2002) puede ser leído como el indispensable complemento documental de esa proeza llamada 2666. Pero, antes que nada, es un valiente alegato literario que va desarrollando capa sobre capa todos los desafíos que presenta un caso tan complejo como el de Ciudad Juárez, donde se cruzan desde desafíos criminalísticos propios de la ficción más desquiciada, que incluyen la posibilidad de asesinos seriales y la influencia del narcotráfico, hasta la sospecha de que hasta la geopolítica más cruel e inhumana es otro ingrediente dentro de una tragedia que sólo es posible con la complicidad de las autoridades. Y las responsabilidades llegan tan alto que, cuando González Rodríguez presentó su libro tanto en Madrid como en Nueva York, fue tratado por las respectivas embajadas mexicanas de cada ciudad casi como un traidor a la patria, que se paseaba por el mundo difamando la imagen de México. Todo por un libro valiente, que se dedica a ordenar y recorrer todas las aristas de un caso que se ha hecho internacional, casi un aleph de delitos aberrantes que no es casualidad que tome forma de femicidio.
Al atravesar las páginas del segmento de 2666 dedicado más específicamente a los crímenes de Ciudad Juárez, uno llega a sentir vergüenza de ser hombre... ¿Cómo fue para usted, que se sumergió en ese infierno?
–La magistral novela de Bolaño añade una densidad trágica que permite leer la realidad desde una cercanía que los hechos, por su efecto traumático, a veces esconden. Y al tratar con ellos creo que hay que mantener un equilibrio que evite caer en la extrema susceptibilidad. Lo que se registra como hecho, resulta insoportable como ficción.
¿Cómo fue que apareció por primera vez ante usted el caso de los crímenes de Juárez?
–Hacia 1995, la prensa mexicana comenzó a divulgar la existencia de homicidios de mujeres en Ciudad Juárez, algo que parecía, y a la postre resultaría cierto, un caso de asesinatos seriales. Era la época de la publicidad de tal término, en particular, debido a la película de Jona-
than Demme, El silencio de los inocentes. Me pareció necesario indagar hasta qué punto los sucesos en la frontera mexicana eran realidad o efecto de la fantasía fílmica o literaria. En cuanto llegué a Ciudad Juárez, en la primavera de 1996 para hacer un reportaje que publicaría el periódico Reforma, supe que me enfrentaría al drama del verdadero México profundo, el de la impunidad y la violencia extrema. A partir de entonces inicié una investigación, que a la fecha continúa.
Elena Poniatowska lo describe a usted como un intelectual, un creador y
un crítico literario, y se pregunta por qué razón decidió salir de ese campo para escribir algo como Huesos en el desierto...
–En efecto, si bien la violencia, los fenómenos extremos, la crueldad, el secreto son temas presentes en lo que he escrito o buscado como fuente de estudio, la pesquisa sobre el femicidio en Ciudad Juárez era una suerte de reto intelectual y ético que debí enfrentar. En México es una constante el problema de la injusticia y la corrupción institucionales, y en mi primer viaje a la frontera Norte supe que, en la trama llena de claroscuros, existía un asunto trágico del que casi nadie quería hablar: la connivencia de la autoridad con delincuentes.
¿Cuándo se dio cuenta de que los sucesivos artículos que había ido realizando podían convertirse en un libro?
–En 1999 sufrí un asalto, secuestro y amenazas que me arrojaron al hospital. Esto aconteció en la víspera de publicar una nota en la que mencionaba la injerencia de gente de poder policíaco y político en el femicidio en Ciudad Juárez. En el 2000 decidí que tendría que escribir un libro al respecto, puesto que los acontecimientos tendían a hacerse cada vez más complejos. Un libro les daría orden.
¿Por qué razón, a pesar de haber sido amenazado, siguió escribiendo sobre el tema?
–La memoria de las víctimas, su muerte vil lleva a insistir en busca de justicia. Uno quisiera el castigo para los verdaderos culpables y que nunca volvieran a suceder estos crímenes. Esta es una de las funciones que llega a cumplir la literatura en todo tiempo y lugar.
Para hacer algo como Huesos en el
desierto hace falta un método. ¿Cuál fue el suyo?
–La lectura de la realidad como si ésta fuera un libro está en el fondo de Huesos en el desierto. Y viceversa: si me resulta legible el femicidio en Ciudad Juárez es porque hay una lectura/escritura de por medio que ha tratado de relatar los sucesos desde su propia emergencia pública, con sus voces, contrastes, versiones, anomalías y diversidad de narrativas convergentes. Mi idea fue reconstruir el extenso proceso del que proviene un fenómeno extremo como éste.
¿Qué referentes periodísticos tuvo a la hora de hacer su libro?
–Desde luego, A sangre fría de Truman Capote, Los ejércitos de la noche y La canción del verdugo de Norman Mailer, El caso Moro de Leonardo Sciascia, Yo, Pierre Riviere... de Michel Foucault, entre otros. Aparte de que soy lector admirativo de escritores mexicanos que han escrito sobre casos violentos o policíacos, como Martín Luis Guzmán, José Revueltas, Jorge Ibargüengoitia, Carlos Monsiváis.
Antes de Huesos en el desierto usted escribió Los bajos fondos, donde se aproximó al comportamiento proclive a la noche de las elites artísticas... ¿Qué vínculo tiene Los bajos fondos con Huesos en el desierto, si es que tiene alguno?
–Los bajos fondos rastrea conductas de las elites artísticas mexicanas en el XIX y el XX vinculadas con la vida prostibularia, la sexualidad, la “bohemia”. Y forma parte de un interés por rastrear ciertas anomalías que se producen a contracorriente de la vida “normal”, como la búsqueda de libertades del cuerpo. El hilo que vincularía Los bajos fondos con Huesos en el desierto se refiere a la existencia cultural del secreto y el papel que éste llega a jugar en ciertos episodios.
Usted ha dicho que el femicidio en Ciudad Juárez ha despertado una riqueza creativa en la cultura mexicana que no se veía desde el movimiento estudiantil del ’68 o la rebelión de Chiapas en el ’94... ¿Por qué cree que sucede algo así?
–El tema se ha vuelto un emblema de la lucha contra la impunidad, y en los gremios de creadores y artistas se ha convertido en una fuente para inspirar denuncias y despertar la imaginación contra la barbarie. En buena parte se trata de reivindicaciones feministas y críticas al machismo imperante, o a la corrupción de las autoridades de diversos partidos políticos.
Al leer sobre los crímenes sin fin de Ciudad Juárez, es imposible no ceder a la tentación de imaginar una novela policial que se multiplica hasta el infinito... ¿Cuál es el mayor mérito de Huesos en el desierto?
–Creo que con Huesos... me he aproximado bastante a la eliminación de las percepciones acerca del misterio insondable. He señalado diversos factores e incluso he denunciado personas que deberían ser investigadas por las autoridades. En todo caso, el único misterio, que no lo es tanto, se llama protección o complicidad, es el de las autoridades mexicanas que se niegan a actuar y detener a los verdaderos homicidas de al menos un centenar de mujeres que permanecen impunes. En este sentido, Huesos en el desierto es una suerte de memorial o registro puntual que desea impedir la amnesia y la propaganda gubernamental que proclama que todo aquello es un “mito”.
El género policial ha vivido obsesionado por el crimen perfecto, y hay quien ha dicho que la guerra es simplemente el crimen masivo perfecto. Entre uno y otro extremo bien podría estar Ciudad Juárez. ¿Cómo definiría usted lo que sucede allí?
–Imagínese a un depredador en un campo de exterminio. Aterrador, ¿no? Hay algo peor: autoridades que son cómplices de los asesinos de mujeres, personas prominentes de una localidad que participan o callan ante estos crímenes. Esto ha sido el femicidio en Ciudad Juárez. La impunidad por conveniencia de los poderosos.
¿Conoce usted el caso María Soledad? ¿Qué similitudes o flagrantes diferencias encuentra con los asesinatos de Ciudad Juárez?
–Conozco a grandes rasgos el caso de María Soledad y, en efecto, es posible encontrar en éste ciertas analogías respecto del asunto de Ciudad Juárez. Por ejemplo, en el modus operandi criminal, la victimología, etcétera. Pero la reacción de una comunidad que exige justicia y tiene éxito es algo inexistente en el caso mexicano. Tanto el Estado como los gobiernos y toda la sociedad en México han actuado tarde y mal para reaccionar con energía y demandar justicia.
Usted señaló que la sociedad mexicana, reconocida por su realismo, vanguardia y modernidad, se ha degradado hasta ser una sociedad desigual y tragada por el narcotráfico... ¿Cómo es que se ha llegado a esto?
–Las sociedades contemporáneas en América latina viven en medio de la simulación democrática y la barbarie. Mientras esta subcultura política no cambie, habrá crímenes como los de Ciudad Juárez.
¿Qué es para usted, en su vida personal, el caso de los asesinatos de Ciudad Juárez?
–Escribir y publicar un libro acerca de un drama como el femicidio en Ciudad Juárez implica cierta predestinación que hay que asumir, una experiencia que acompaña toda la vida. Un intento por estar a la altura de las circunstancias con mi bagaje intelectual y formativo. Estudié Letras y me he ganado la vida en el profesorado, el periodismo cultural, la crítica.
Por último: si Huesos en el desierto en vez de una investigación periodística fuese una novela policial... ¿cómo debería terminar?
–Con el castigo de algunos de los culpables, mientras otros, los que viven en la sombra del poder, permanecen impunes.
Huesos en el desierto
Sergio González Rodríguez
Anagrama, 2006
378 páginas
Por Elena Poniatowska
En una entrevista reciente, el poeta David Huerta declaró muy espontáneamente y con toda razón a propósito de las muertas de Juárez: “Esos crímenes son un absoluto y total escándalo”. Sergio González Rodríguez lo corrobora con una frase a la que le dio un giro extraordinario, el de “las muertas sin fin de Ciudad Juárez”. En esa misma entrevista, David Huerta acusó a Fox y lo tildó de incapaz, así como “al estúpido gobernador de Chihuahua”, y concluyó: “Tienen que resolver estos crímenes, si no, este país no vale la pena”.
Desde luego el libro de Sergio González Rodríguez vale la pena. Huesos en el desierto nos enseña a un gobierno que cierra los ojos, a un país de culpables, y nos abofetea con la indiferencia (y también la indefensión) de 400 mil mujeres, casi la mitad de la población de Juárez, Chihuahua, que cuenta con un millón de habitantes.
Asimismo nos advierte que entre 1993 y 1995 los cadáveres de 30 mujeres asesinadas se encontraron casi en el mismo lugar, que en 1995 la ciudad padeció 1302 delitos sexuales de los que el 14,5 por ciento fue por violaciones. Un año después, el número de delitos había aumentado 35 por ciento respecto de 1995. Los cuerpos estrangulados y violados encontrados en la arena del desierto pertenecían a muchachas pobres, morenas, de cabello largo, delgadas, bonitas (como son todas las jóvenes), que por lo general sostenían a su familia al trabajar en maquiladoras, farmacias o tiendas de autoservicio.
Señorita extraviada, el ahora célebre documental de Lourdes Portillo, filmado en el año 2000, afectó a todos sus espectadores y reavivó la indignación en contra de este crimen múltiple. Le dio además proyección internacional. Con Huesos en el desierto, Sergio González Rodríguez viene a unirse a la campaña de apoyo a los familiares que se enfrentan a la indiferencia total del gobierno de Chihuahua desde hace más de diez años, a lo largo de los cuales casi 300 mujeres han sido asesinadas.
¿Por qué Sergio González Rodríguez escribió Huesos en el desierto? Por lo general, los intelectuales no se aventuran a temas tan sórdidos. Sergio es un creador, un crítico literario, un escritor que opina sobre temas de alta cultura, como suele llamársele. Es un hombre que vive entre libros y se rodea de revistas y suplementos culturales. Su ámbito es la investigación y la biblioteca. ¿Por qué abandonó sus amados documentos para hurgar en la basura? ¿Por qué se lanzó, como apunta Christopher Domínguez, a un periodismo duro, a una geografía del peligro, por qué escogió un “ecosistema del mal”? ¿Por qué puso en riesgo su propia integridad?
Como cuenta González Rodríguez en su epílogo, sus razones para escribirlo fueron personales. Primero publicó reportajes para el periódico Reforma. Por ello lo asaltaron en un taxi el 15 de junio de 1999, lo golpearon, lo hirieron con un picahielos en las piernas y dos meses más tarde, al sentirse mal y darse cuenta de que se le trababa la lengua, terminó en el hospital, donde le diagnosticaron un hematoma en el cerebro, producto de los golpes del asalto. Tuvo que someterse a una peligrosa operación, desde luego mucho menos peligrosa que la violencia a la que lo habían expuesto los dos sujetos armados que lo atacaron, porque Sergio inició una investigación a fondo sobre Ciudad Juárez y sus muertas.
Lejos de amedrentarlo, la violencia ejercida en su contra le dio razones aún más poderosas para inclinarse sobre la violencia que se ejerce contra los demás. Después de varios reportajes, decidió adentrarse en la herida atroz, sanguinolenta, fresca y siempre renovada del asesinato en serie de las mujeres de Juárez. Así, como lo dice Christopher Domínguez, González Rodríguez se convirtió en un “escritor civilizatorio”.
El problema de las muertas de Juárez es de impunidad y de misoginia, como deja muy claro González Rodríguez. Mujeres de 14 y 15 años han sido encontradas muertas en Ciudad Juárez sin que el gobierno se preocupe por esos asesinatos, convirtiéndolos en los más despiadados de México.
¿Por qué no hay reacción? ¿Por qué siguen libres los victimarios de las mujeres?
En 1985, después del terremoto del 19 de septiembre, las últimas en ser rescatadas fueron las costureras de las fábricas de San Antonio Abad. ¿Por qué? Porque eran mujeres, trabajaban sin seguro social en talleres clandestinos y las consideraban igual que basura. Lo mismo sucede con las muertas de Juárez.
“Las mujeres no valen nada, puede matarlas cualquiera”, concluyen las autoridades, como corrobora el libro Huesos en el desierto. Como un kleenex, un vaso de plástico de usar y tirar, un plato desechable, la vida de 300 muchachas se ha ido por el caño. Estas jovencitas no eran basura: estudiaban, tenían esperanza, amigos, novio; una de ellas enseñaba catecismo, otra a reconocer las letras a parvulitos, y ahora que han muerto no se da ningún valor a lo que fueron cuando tenían vida. Al contrario, las autoridades parecen decir: “Se lo buscaron”.
Como dije al principio, los intelectuales, salvo escasas y honrosas excepciones, no suelen preocuparse, ni mucho menos tratar temas escabrosos. Los derechos humanos son prioridad de Amnistía Internacional y de otros organismos, no de individuos enmarcados por el bastidor de la literatura. Sólo José Revueltas se pasó la vida en la cárcel por defender a sus congéneres. Sergio González Rodríguez lo hizo por un imperativo moral y su libro habla bien de él no sólo porque es un buen texto sino porque nos muestra a un hombre para quien la condición humana tiene el valor que hizo de André Malraux un gran escritor y un ser humano excepcional.
Una situación similar y tan grave como la que se vive en Chihuahua es la que sufren las mujeres de Centroamérica, si bien los casos tienen mucha menos difusión. Del 2001 a mayo del 2005 aparecieron asesinadas 1780 en Guatemala, 462 en Honduras, 117 en Costa Rica, alrededor de cinco al mes en El Salvador. No hay datos de Panamá, Belice y Nicaragua; pero, por ejemplo, se sabe que en Nicaragua cada diez minutos hay una situación de maltrato familiar: en el 2003 se denunciaron 51 mil casos de abuso a niñas y mujeres en un país de poco más de 5 millones de habitantes. Las autoridades suelen acusar a las “maras”, pandillas de jóvenes delincuentes involucrados en todo tipo de actividades, pero las activistas creen que, como en Juárez, se señala a este “culpable” puntual sólo para encubrir una trama mayor, política y económica. Según un informe de Amnistía Internacional, Agencia Cerigua y portal mujereshoy.com, Guatemala ya ocupa el segundo lugar mundial donde más mujeres son asesinadas –el primero le corresponde a la Federación Rusa–: en los primeros meses del 2006, el número ascendía a 50. A pesar de la gravedad de la situación, sólo se ha investigado el 9 por ciento de las muertes. El 40 por ciento sólo se archiva.
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