Dom 20.08.2006
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NOTA DE TAPA

Caja negra

Tras cinco años de desconcierto y titubeos, Hollywood empieza a procesar artísticamente los atentados del 11 de septiembre. En las próximas semanas, llegan a la Argentina de manera simultánea dos películas emblemáticas: Las Torres Gemelas de Oliver Stone y Vuelo 93, un docudrama dirigido por un inglés que es celebrado unánimemente por la crítica norteamericana como la película más importante del año. A continuación, un mapa de las películas sobre el 11-S: de los documentales conspirativos a los dramas humanos, pasando por la respuesta al enigma de cómo asimilaría el cine el desafío estético que significaron aquellos atentados.

› Por Juan Ignacio Boido, Mariana Enriquez, Mariano Kairuz y Martin Perez

“Fue como una película.” Esa es una de las frases que más se dijeron inmediatamente después del atentado contra las Torres Gemelas. La espectacularidad de las imágenes en directo para todo el mundo, y luego repetidas las 24 horas, había superado a Hollywood en su propio terreno. Contra todo lo que imaginaba cualquier cultor de teorías conspirativas, la revolución había sido efectivamente televisada, aunque no era la clase de revolución que tantos desearon y temieron durante tanto tiempo. Pero no iba a pasar mucho tiempo hasta que la sociedad que supo hacer del arte un espectáculo se empezara a preguntar cómo procesar esa derrota estética, cómo pasar de la información a la creación. En otras palabras, cómo hacer una película sobre los atentados, cómo destilar el peso simbólico de esas imágenes. No porque fuera imposible filmar semejantes escenas: es justamente con aviones secuestrados y edificios derrumbándose –entre otras cosas– que se fue construyendo hacia fines del siglo pasado el imperio de las superproducciones de Hollywood. El desafío exigía dar cuenta de una trama política e histórica debajo de la superficie espectacular de las imágenes que la mayoría de los espectadores norteamericanos desconocen.

Las primeras reacciones son anecdóticas pero elocuentes: antes que ponerse a tono, lo primero a lo que atinó Hollywood fue a borrar las Torres Gemelas de su presente. De un día para el otro se sacaron de circulación los avances de El Hombre Araña, en que el enmascarado colgaba de su tela con las Torres en el fondo –las imágenes se vieron después, pero con los edificios cuidadosamente borrados de la imagen–. Y también desapareció de los halls de los cines el afiche de Hombres de negro II, donde Will Smith y Tommy Lee Jones estaban de pie cada uno con una Torre detrás.

Pero eso era sólo una manera de ganar tiempo. Mientras el resto de las artes reaccionaba, cada una a su manera –libros como Sábado de Ian McEwan, el single “American Life” de Madonna, la canción “Let’s Roll” de Neil Young, el disco The Rising de Bruce Springsteen, la serie 24, impensable antes de los atentados–, Hollywood parecía paralizado. Es cierto que el documental periodístico de Michael Moore Fahrenheit 9/11 se llevó un Oscar, pero no fue una respuesta de la corporación de Hollywood, sino una acción militante del periodista opositor más famoso, avalada por el ala demócrata de Los Angeles. La otra película que vimos en el cine fue el film colectivo 11 de septiembre, once cortos conceptuales (todos duraban 11 minutos, 9 segundos y un fotograma) de directores como Ken Loach, Amos Gitai, Alejandro González lñárrirtu, Shoei Imamura, Mira Nair y Sean Penn, el único norteamericano. Pero este ensayo estaba financiado por productoras independientes internacionales –en algunos casos de los propios directores– y no se difundió en Estados Unidos.

Tuvieron que pasar cinco años y dos guerras para que llegase el momento. A partir de este fin de mes llegan las primeras películas del 11-S. Por un lado Las Torres Gemelas de Oliver Stone, en la que el adalid de las teorías conspirativas no se atreve a imaginar una que esté a la altura de su J.F.K. y se queda con la historia de vida.

La que llega anunciada como la película más importante del año es Vuelo 93, el primer gran docudrama hollywoodense sobre el 11-S, que parece ofrecer por fin una respuesta artística a los atentados. Una respuesta parcialmente hollywoodense, hay que decir, ya que una de sus productoras es británica, al igual que su director, Paul Greengrass, y la película se rodó en los estudios Pinewood, en Londres. Greengrass se hizo conocido internacionalmente hace unos cuatro años, cuando su película Domingo sangriento se llevó el premio mayor (compartido) en el Festival de Berlín. Domingo sangriento narraba, con una crispada cámara en mano, la masacre que tuvo lugar en 1972 en la ciudad de Derry (norte de Irlanda), a manos de tropas inglesas. Con la firme intención de reconstruir de manera lo más realista posible la tragedia, Greengrass volvió a recurrir al pulso nervioso y la tensión creciente que ya le habían provisto la cámara montada al hombro; ciñó toda su narración al “tiempo real” de los hechos, armó un reparto de actores totalmente desprovisto de estrellas y de rostros mayormente desconocidos, y limitó prácticamente toda la acción a dos únicos espacios físicos: el interior del Boeing 757, es decir, del vuelo 93 de United Airlines que salió de Newark, Nueva Jersey, en la mañana del 11 de septiembre y que nunca alcanzó su destino en San Francisco; y la torre de control de Cleveland, Ohio, a la que respondía dicho vuelo.

La crítica norteamericana, que la elogia casi unánimemente (la mayoría de los medios influyentes la calificaron con un 10), insiste en que no hay política en Vuelo 93, sino un retrato desesperado de los eventos a escala humana. Es cierto que no hay agentes de gobierno ni intrigas de Capitolio; en ese sentido no encuadra dentro de las reglas del thriller político. Pero esa concepción explícita sólo responde a una acepción estrecha de lo político en el cine en Estados Unidos. El registro de Greengrass es mucho más sutil. Si bien lo más promocionado –quizá por el impacto emocional– es la reconstrucción de lo que sucedió dentro del avión (que el director elabora como una suerte de non-fiction), la mitad de la película transcurre en tierra. Y esas escenas de los controladores aéreos, civiles y militares, son la punta del iceberg de un ominoso trasfondo político que Greengrass recrea con naturalidad no militante: llamados urgentes a una cadena de mando que desemboca en un presidente que no aparece, órdenes que no llegan y funcionarios de bajo rango que resuelven la crisis más importante de la historia como mejor les parece; todo esto retrata una sensación de acefalía en la primera potencia mundial que es tanto o más vertiginosa que los trágicos sucesos sobre el avión.

Es como si la prensa norteamericana quisiera ser tan correcta como los reportes de la Comisión 9/11: es comprensible que a ellos les impacte la escala humana, sobre todo teniendo en cuenta que hace cinco años que están lidiando con la escala histórica de un hecho tan traumático; pero Vuelo 93 es mucho más que el relato de heroísmo y capacidad de organización de ciudadanos anónimos, un homenaje al espíritu pionero norteamericano. La inteligencia de la película hace que esta lectura sea posible, e incluso puede considerarse como una metáfora de la reacción de todo el país. Pero leyendo entre líneas, Vuelo 93 es una película sobre el desconcierto, la vulnerabilidad que genera la sorpresa en un mundo hasta entonces previsible, sobre qué decisiones deben tomarse cuando algo aparentemente muy sólido se derrumba y hay que refundarlo. Y ésta es quizá la mayor metáfora política posible sobre lo que hoy está sucediendo en Estados Unidos, y en el mundo.

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