Domingo, 19 de noviembre de 2006 | Hoy
CINE > UNA OLEADA DE MAGIA EN LAS PANTALLAS
Dos películas sobre magia y magos estarán coincidiendo en cartel en los próximos días, además de otras tres que prometen estrenarse el año que viene. ¿Por qué de pronto el cine decidió revisitar ese arte centenario que, justamente, le dio vida? En busca de una respuesta, Radar de paso recorre los mejores momentos y los mejores trucos que la magia le regaló a su hijo, el cine.
Por Mariano Kairuz
Puede sonar a obviedad decir que el cine nació ligado a la magia, pero lo cierto es que las dos películas sobre magos que llegan casi concurrentemente a los cines (El ilusionista, todavía en cartel, y El gran truco, desde el próximo jueves 30) transcurren a finales del siglo XIX, cuando el arte de hacer aparecer cosas que no están realmente ahí sobre una pantalla blanca recién empezaba a andar. El cine es ilusión óptica –el fenómeno por el cual una secuencia de imágenes fijas proyectadas de a 24 por segundo crea sensación de movimiento en la retina del espectador– y fue desde un principio cosa de magos. De magos-magos, artistas de feria y espectáculos teatrales. De galeras y conejos y palomas y abracadabra. De tipos como Georges Mélies, quien nació en la misma ciudad en que lo hermanos Lumière hicieron lo suyo y que fue un genuino pionero; uno de los primeros en descubrir que apagando y reencendiendo la cámara y moviendo las cosas de lugar en el medio, voilà, las películas también podían desvanecer a cosas y personas.
El ilusionista y El gran truco son en buena medida películas sobre magia y pérdida, y no parece casual que Hollywood haya decidido invocarlas ahora. La magia del cine tal vez se haya roto hace mucho, pero nunca fue tan evidente como lo es hoy, con todos esos documentales sobre el cómo-se-hizo, con todos esos extras que acompañan las ediciones en DVD empeñándose compulsivamente en explicar películas que a veces no ameritan verse completas siquiera una vez, mucho menos preguntarse sobre los “secretos” de su realización. Fue un doble conjuro: algo parecido ocurrió simultáneamente con la magia de los “efectos especiales”. Si veinte años atrás los fx requerían todavía complicados procesos mecánicos, muñecos, maquetas, maquillajes y maquinolas varias, a veces como los que usan en sus complejas puestas en escena los protagonistas de El gran truco, hoy todo el mundo sabe que los efectos en el cine se producen de una única, invariable manera: se los dibuja en computadoras.
Cada una a su modo, de formas más o menos enrevesadas, tanto El ilusionista como El gran truco llevan en sus respectivos argumentos este ciclo de ilusión y destrucción. En la primera –un relato melodramático del escritor Steven Millhauser ambientado en una Viena finisecular más bien difícil de creerse–, la magia se rompe sobre el final, cuando se corre el manto y se desnuda el procedimiento, y el procedimiento resulta ser nada menos que el cine. Las películas como posibilidad de recuperar a los muertos, de recrear vida.
Por su parte, para adaptar el libro de The Prestige, de Christopher Priest, Christopher Nolan (Memento, Batman inicia) decidió que su Londres de fines del XIX no debía partir de un retrato históricamente riguroso sino reflejar la efervescencia del cambio del siglo, del progreso industrial, de las nuevas tecnologías, para servir mejor de trasfondo a este relato de una larga y encarnizada rivalidad entre dos magos (Christian Bale y Hugh Jackman) disparada por un acto de escapismo que salió fatalmente mal. Consciente de que no se puede trasladar la magia viva y directa del escenario a la pantalla, cuenta la fábula desde atrás de los bastidores. La escalada de espionaje entre los protagonistas –que se roban mutuamente sus mejores actos– no revela sus trucos, pero permite espiarlos parcialmente y atisbar las aristas más crueles de algunos de ellos (la desaparición de la paloma implica la muerte de la paloma; no sólo hay magia y hay pérdida; no hay magia si no hay pérdida). La idea es, explica Michael Caine con su enorme gracia para la narración oral, contar una historia que replica las tres etapas del acto de magia: la presentación de “algo ordinario”; su “transformación en algo extraordinario”; y un tercer momento de asombro y encantamiento. La intriga de las dos primeras partes de la película crece sobre la experimentación, la deducción, la prueba y el error, con un halo de racionalismo científico; pero para su acto final entran en escena los inventos basados en los experimentos con la corriente eléctrica del físico e ingeniero Nicola Tesla (David Bowie) y la lógica inicial se descalabra: la vieja magia mecánica cede paso a otra cosa, a un siglo XX sobrenatural. Como si se tratara de un truco sofisticado e ingenioso, pero aparentemente de este mundo, que finalmente se revela como un rústico fenómeno fantástico, la magia inicial con la que desde un principio uno se cree la película termina también, inexorablemente, por romperse.
A lo largo del próximo año irían llegando, en este orden: 1) The Great Buck Howard, la historia de un ilusionista en decadencia (John Malkovich) y su asistente (Colin Hanks). 2) Death Defying Acts, con Harry Houdini (Guy Pearce), en plena gira británica y affair mágico y misterioso con Mary McGregor (Catherine Z. Jones). 3) War Magician, el proyecto potencialmente más hipnótico de todos, que dirigiría Peter Weir sobre las aventuras aparentemente verdaderas del mago y showman británico Jasper Maskelyne, y la historia de cómo ayudó a vencer al mariscal Rommel. Jefe del cuerpo de Ingenieros de Camuflaje del Reino –cargo que se ganó tras convencer al jefe militar Lord Gort, haciendo aparecer un buque de guerra alemán en el Támesis mediante un sistema de espejos y modelos a escala–, Maskelyne y su Magic Gang enfrentaron al enemigo munidos básicamente de espejismos con los que hicieron desaparecer el canal de Suez, movieron de lugar el puerto de Alejandría y multiplicaron sus tropas de cara a la batalla de El Alamein. Ver para creer.
Conocido también como “el mago de Montreuil”, hacedor de trucos e ilusionista entrenado sobre las tablas del teatro Robert-Houdin, Georges Mélies (1861-1938) fue uno de los pioneros absolutos de la magia cinematográfica, tanto como creador y descubridor de varios de los primeros efectos visuales, como en calidad de productor y distribuidor de cortometrajes con breves, mínimas anécdotas de apariciones y desapariciones e ilusiones varias tales como Illusions funambulesques (1903); Le thaumaturge chinois (1904); Les cartes vivantes (1904).
Húngaro emigrado a Norteamérica a los 4 años, Harry Houdini, el escapista más famoso de la historia, tomó su nombre artístico del célebre mago francés Jean Eugène Robert-Houdin. A fines de los ‘20 se convirtió en estrella, productor, actor y director, con varias películas y seriales en su haber. Años después de su muerte (ocurrida en 1926), el cine consolidaría su leyenda, proponiéndolo como personaje protagónico y secundario de muchos films, empezando por la más famosa de las biopics que se le han dedicado, El gran Houdini (1953), en la que Tony Curtis lo encarnó como una suerte de héroe romántico que conquista con sus trucos sobre el escenario a la bella Janet Leigh. También lo interpretaron, entre otros, Harvey Keitel, y hasta ¡Norman Mailer! para el film del ciclo de películas británicas de culto Cremaster.
Experto prestidigitador, gran conocedor de la historia de la magia, actor y amigo de David Mamet desde su debut con Casa de juegos y en varias de sus películas de estafadores, autor de los libros Diario de anomalías y Las cartas como armas, entre otros, Ricky Jay (Brooklyn, 1948) es el mayor consultor de asuntos mágicos y “artes del engaño” en Hollywood. Mamet dirigió un documental sobre él (Ricky Jay and His 52 Assistants) y participó en otro (Hustlers, Hoaxsters, Pranksters, Jokesters and Ricky Jay). Jay fue un jugador experto en la primera temporada de la exitosa serie del oeste Deadwood, y asesoró tanto la producción de El ilusionista como la de El gran truco, en la cual además aparece presentando a los protagonistas.
Penn Jillette (1955) y Teller (1948) son probablemente el dúo de magos-comediantes más conocido de la televisión norteamericana. Han participado en varias películas como actores y guionistas (Penn and Teller Get Killed, 1989; Car 54, Where Are You?, 1994) y en especiales para la pantalla chica sobre trucos e ilusionismo tales como Penn & Teller Go Public (1985); Trucos crueles para amigos queridos (1987); No intenten esto en sus casas (1990); Fobofilia: amor al miedo (1995). No están en los videoclubes, pero mayormente se consiguen mediante la magia de Internet.
“Houdini decía que un mago es tan sólo un actor que interpreta a un mago”, dice Orson Welles al principio de Fraude (F for Fake, 1974), su documental sobre el engaño, la mentira y la falsificación, que parte de una premisa: lo que de verdad importa no es si uno está ante un original o una falsificación sino si la falsificación es buena o mala. Welles era mago en la vida real y aparece en la película caracterizado como uno, de sombrero y capa oscura. Pero el papel que tal vez le permitió volcar su vocación como ningún otro fue el protagónico de Cagliostro (Black Magic, Gregory Ratoff, 1949), personaje histórico cuya leyenda (aumentada por Dumas) le asigna poderes de hipnosis aplicados en su venganza contra el Vizconde de Montagne, de la corte de Luis XV, quien torturó a su familia.
Hay otra especie de magia, más común en el cine y mucho más afín a Harry Potter y sus maestros y compañeritos de escuela. En Arlequín (Simon Wincer, 1980), Robert Powell es el enigmático Gregory Wolfe, un hombre que aparece de la nada, cura al hijo leucémico de un influyente senador norteamericano y comienza a acercarse a la familia de este ascendente político. Un encuentro entre dos tipos distintos de poder.
En Magia (Magic, 1978, de Richard Attenborough, sobre novela y guión de William Goldman), Anthony Hopkins interpreta a Cork, un mago de escenario que está a punto de conseguir un gran contrato para la televisión. Cork está convencido de que la magia funciona en la medida en que haya gente dispuesta a creérsela; pero, al igual que su mentor –que en los últimos años de su vida se creyó las rutinas de telequinesis que durante décadas llevó adelante con su esposa–, es él quien ha quedado atrapado en sus propios trucos, prisionero de la voluntad de su muñeco de ventrílocuo, su partenaire y alter ego desatado. Una historia de magia y locura.
Como film colectivo (realizado junto a Scorsese y Coppola), Historias de Nueva York habrá sido fallido, pero nadie se olvida del episodio de Woody Allen, en el que el actor de Zelig lleva a su dominante madre a un espectáculo en el que un ilusionista consigue hacerla desaparecer (casi) por completo.
Si las artes de prestidigitación sirven tan bien a la estafa (como sostienen Welles, Ricky Jay y Penn & Teller), el pickpocketing —el arte de “pungar” al paso— está considerado prácticamente una rama íntegra de la magia. Hay un enorme talento involucrado en este métier, y una gran película dedicada a él: Pickpocket (1959), de Robert Bresson.
Años ‘50: la magia llega a Hollywood. Al principio se trata tan sólo de unos pocos truquitos de levitación y apariciones, pero pronto se transforma en un torbellino imparable de hechizos, invocaciones y maldiciones, que amenaza con alterar el American Way of Life: ya nadie quiere trabajar, confiando en que las cosas se hacen solas. Un senador persigue obsesivamente y hace comparecer en audiencias públicas a todo aquel sospechoso de practicar magia, reclamando nombres. Una rareza fantástica y alegórica sobre la relación entre Hollywood, magia y política, filmada para la televisión por Paul Schrader en 1999. Está editada en video como Ilusiones satánicas (Witch Hunt).
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