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Domingo, 19 de noviembre de 2006

VICIOS > LOS LIBROS DE DIVULGACIóN: INFIERNO O PARAíSO

El trabajo de un lector

Lector voraz, pero sobre todo de una curiosidad impenitente por los libros de no ficción capaces de explicarle con sencillez un mundo ajeno, cerrado o remoto, el escritor Gustavo Nielsen ha frecuentado con igual devoción libros de cocina, boxeo y sociología. Por eso, decidió hacer un balance de esa relación de varios años y anaqueles con la divulgación.

 Por Gustavo Nielsen

Todo lo que sé, menos amar, lo aprendí de los libros. Aprendí a aislar correctamente una losa plana en un libro de Chamorro y los pesares hondos de la guerra en Las cosas que llevaban, de Tim O’Brian. Aprendí a cocinar un risotto en el libro de la Petrona de Gandulfo, y a escamotear la muerte de un niño para que el efecto final en el lector le sea tan desgarrador como a sus padres en El mundo según Garp, de John Irving. Aprendí a hacer trucos de naipes con Cartomagia, y a asustarme con Horacio Quiroga. Aprendí a estudiar con El tesoro de la juventud de Jackson y con la Enciclopedia estudiantil de la editorial Códex. Aprendí miles de palabras en el Ocrán-Sanabú.

Hay libros objeto, libros de reportajes, manuales técnicos, libros de autoayuda, de cocina, de matemáticas, de astrología. Hay libros coleccionables, libros para tirar, libros para recortar. Hay libros para niños, para mujeres, para hombres solos, para parejas que no se llevan bien, para profesionales, para tontos, para los que no quieren leer, para los que no saben leer, para ciegos. Hay libros de ficción. El mercado de los libros de ficción, incluso, necesita del mercado de la no ficción como del aire para respirar. Normalmente las editoriales viven de los otros libros para poder publicar las novelas que quieren.

“Los intereses del escritor y los de sus lectores nunca coinciden, y cuando lo hacen no es sino un afortunado accidente”, escribe Auden. Está hablando de poesía, en donde no importa tanto entender exactamente lo que el poeta quiso decir. “Exactamente” significa dejar de lado toda ambigüedad. La poesía es un género transgresor que basa su experiencia en la traslación de un estado de ánimo. Podría decirse que se contenta en esa traslación. Sin embargo, leer es traducir. Siempre.

Auden también dice que un mal lector es un mal traductor: interpreta literalmente cuando debe parafrasear, y parafrasea cuando debe interpretar literalmente.

Podemos desgrabar un largo reportaje, pero será casi imposible de publicar sin el paso previo de la corrección. El entrevistado tal vez añorará el tono coloquial, el recuerdo de su experiencia mágica frente al micrófono. Pero el acto publicado debe ser terso, suave, sin los tropiezos del idioma hablado. Se deberá poder leer de cabo a rabo, de un tirón.

Lo mismo ocurre con los manuales técnicos, que habitualmente están explicados para nadie. Es muy difícil encontrar un manual técnico que se entienda. ¿Por qué tiene que saber comunicar una idea escrita alguien que sabe de instalaciones sanitarias? Y viceversa: ¿Qué hace alguien que dice saber escribir metiendo mano en un libro de instalaciones sanitarias?

Cuando la incoherencia toca a los libros de ficción, el problema es total.

PILAS Y PILAS DE LIBROS

Tengo más simpatía por los libros que por la literatura. Y tengo una afición-fascinación particular por aquellos que, sin la total necesidad de estar perfectamente escritos, sus autores hicieron un esfuerzo desmedido, adicional, literario, por hacerme entender lo que querían decirme.

Uno de mis libros favoritos, a la hora de ilustrar este ejemplo, es La dieta médica Scardale. El que lo termine, sentirá la absoluta, irrenunciable necesidad de ser un soldado Scardale. Está escrito para las multitudes, pero le hace sentir al lector que fue hecho sólo para él. Otro es Cómo ganar amigos, de Dale Carnegie. Son libros que casi, casi, son adaptaciones. Adaptación de una dieta y de un curso lleno de datos ambiguos, comerciales. No sólo explican lo que deben, sino que, además, lo hacen interesante y ameno. Comunicar sencillo algo que es complicado, aunque parezca fácil, es lo más difícil de la experiencia de la escritura. Si no me creen, prueben. Cuéntenle a un ciego cómo es el color rojo.

Los manuales técnicos y de divulgación científica, desde el libro del hámster hasta el Sobrevila de electricidad, suelen ser pedaleadas cuesta arriba. Están llenos de defectos, con frases del tipo: “La corriente eléctrica afecta a los niños”, para recomendarnos poner tapitas en los enchufes más bajos de la casa. El libro del hámster, ya que lo cité, dice cosas como que el hámster adulto puede llegar “a matar hasta sus propias crías, al canibalismo, al autocanibalismo o cosas aún peores”. Busqué sin suerte el teléfono del autor en la guía para preguntarle qué cosas aún peores conocía que el autocanibalismo, ese horrendo ejercicio de comerse a sí mismo. No hay caso: salvo por poquísimos ejemplos, los libros técnicos y los de divulgación suelen ser para dormirse o para reír.

Escribir un libro de divulgación científica corre con un riesgo adicional: el de contar algo que como técnicos nos llena de orgullo y gracia pero que, a la hora de la narración, puede no lograr contagiar ese orgullo y esa gracia. Un libro de divulgación científica o artística debería, inevitablemente, ser la traducción de una euforia, aunque casi nunca lo logren. Lyndon Johnson le dijo una vez a Kennedy: “¿Nunca has pensado que pronunciar un discurso de economía se parece a hacerse pis en tu propia pierna? Es cálido para ti, pero para nadie más”. Espero leer algún día un libro de economía que pueda subir a mi lista de tops; me encantaría encontrar uno así. Depende de que los economistas quieran que me entere de sus secretos, lo que podría llamarse “generosidad”, y de que sepan cómo transmitirlos para que se dejen leer, lo que podría llamarse “eficiencia comunicacional”. Mi curiosidad dispuesta, por el momento, es lo único que tienen.

Los libros técnicos suelen ser tan malos que después de leer dos o tres, por necesidad o por deseo de aprender algo más, dan ganas de tirar la toalla de la lectura “seria”. Uno llega a creer: Claro, no son para entretener, son para educar, para ayudarme a pensar. Pero lo cierto es que están mal escritos. No saben decir lo que quieren. Y en este no saber hay un conato de irrespeto por el que lee. Esos autores suelen ser más soberbios que un Papa hablando de sexo. Para esos autores lo único que cabe es un editor de textos. El editor no cambia conceptos, los aclara.

La edición es el extraño tobogán que conduce a la comprensión.

LEER TODO

El aprender que inoculan estos libros, tal vez sea una ilusión. Si después de leer el libro ADN, 50 años no es nada de la dupla Alberto Díaz y Diego Golombek, me hicieran un múltiple choise sobre ADN, lo más probable es que no pueda pasarlo. Ante preguntas como: ¿Cuántas variantes de una sola proteína puede codificar un gen?, no sabría qué contestar. No serviría ni para el repechaje de Feliz Domingo. El saber que se obtiene mediante la divulgación científica es parecido al estudio que los novelistas hacemos para contar nuestras historias. Estamos temporariamente interesados en un tema exótico, durante el lapso que dura la escritura. Entonces somos capos en artes culinarias sin saber hacer un huevo frito; sabios melómanos que algún día volveremos al pop. Expertos en huracanes, mecánica dental, ascensores hidráulicos, bonsais. Hasta que los detalles, al fin, se vuelan, se olvidan, se guardan quién sabe en qué zona seca del cerebro. Los detalles han servido, fueron importantes; ahora nos queda una vaga señal como para poder hablar del tema o entender algunas noticias especiales en los diarios. No sé si aprendí mucho después de leer aquel libro sobre el ADN. Pero con la alegría de leer, estoy pago.

El secreto está en contar el mundo privado de las células como si fuera una película de superacción. Es una virtud del texto: en ficción, pocos libros que no sean excelentes logran ese interés. En no ficción lo hace Elsa Canestro en su colección de experimentos de física, lo hace Freud en Lo siniestro o en La interpretación de los sueños, lo hace Chueca Goitía en Breve historia del urbanismo, lo hace Arneheim en Arte y percepción visual y no lo sabe hacer en El quiebre y la estructura; lo hace Sontag en Sobre la fotografía; Barthes en La cámara lúcida; Foucault en Vigilar y castigar y nunca, nunca, nunca en Historia de la sexualidad; Truffaut en El cine según Hitchcock; Schopenhauer en El arte de buen vivir; Oliver Sacks en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero; Dawkins en El gen egoísta; el ingeniero Dunne en Un experimento con el tiempo; Arthur Clarke en La exploración del espacio; Gabriel Gellon en El huevo y la gallina; Malba Tahan en El hombre que calculaba; Eco en Cómo se hace una tesis; Joyce Carol Oates en Del boxeo; Stephen King en Mientras escribo. Son todas lúcidas interpretaciones de mundos cerrados destinadas a mandar un mensaje a nuestro mundo, el de todos, y el mensaje puede ser de arquitectura, sociología, heurística, filosofía, cocina, genética. No importa. Explican lo inextrincable con excelencia. Conceptos difíciles con palabras comunes. En todos estos libros, lo que se lee es lo que tiene que haberme querido decir el escritor exactamente. Como en la mejor literatura en prosa: preparen los pañuelos cuando el cuentista diga ¡a llorar!; cáguense en las patas cuando se le ocurra visitar el miedo. Nada más patético que provocar risa queriendo dar espanto.

Muchas veces un libro es ilegible, o ininteligible, y uno piensa: “Hoy estoy muy distraído”, o: “¿Seré un buen lector?”

Claro que lo es. Usted es uno de los mejores lectores del mundo, absolutamente apto para largarse al entretenimiento sin fin, al viaje más largo sin moverse de su asiento, al aprendizaje más democrático de todos. Si el libro no se entiende, la culpa no es suya. Elija otro, uno que le diga cosas interesantes, que lo ate a la silla. Que sea comprensible...

A través de los libros se puede entender el universo.

Salvo, tal vez, el amor.

La comprensión del amor es algo que tiene que ver únicamente con el trato directo con la gente. Algo que te esquivan tus padres, te mal enseñan los amigos, te conducen las chicas.

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Autorretrato con libro en mano: Nielsen leyendo, dibujado por el mismo.
 
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