› Por Roberto Fontanarrosa
Para ubicarme en el tiempo suelo tomar como referencia, entonces, los mundiales de fútbol. Mi primer viaje a Europa coincidió con el Mundial de Alemania, donde triunfó el equipo local. Por lo tanto fue en 1974. Cuando transitaba mi corto paso por la secundaria, se jugaba el Mundial de Suecia. Entonces, era 1958. La guerra de Malvinas tocó a su fin cuando yo estaba en España para el Mundial del ‘82. Y ése fue el año, es fácil recordarlo, en que conocí a Serrat.
Había sido una jornada amarga para los argentinos. Estábamos en una pizzería de compatriotas en Barcelona y, pocas horas antes, la Argentina había perdido 1 a 0 contra Bélgica en el partido inaugural, en el Camp Nou. Dentro de la desazón, alguien nos avisó al Crist y a mí, que el Flaco Menotti estaba con un grupo de amigos en el “348”. Y que entre ese grupo de amigos se encontraba Serrat. El Flaco me lo presentó. Fue apenas un saludo corto, un apretón de manos y unas palabras de circunstancia dentro del ambiente de desencanto que se vivía.
Al año siguiente, Joan vino a cantar a Rosario y volvimos a encontrarnos. En la Argentina, él tenía el mismo representante que Les Luthiers y yo había empezado a colaborar con el grupo. Fue el fútbol el que volvió a reunirnos. Nos juntamos en mi casa a ver un partido por televisión entre Independiente y Estudiantes por la Copa Libertadores.
Años después, Joan cantaba en el estadio de Newell’s, algo inusual porque generalmente lo había hecho en el de Rosario Central, el Gigante de Arroyito. Yo me había acercado a los vestuarios —pese a que el lugar me resultaba (como diría Pérez Reverte) territorio comanche— para estar con Joan antes del recital. Aparecieron algunos jugadores de Ñuls y le regalaron a Joan una camiseta y una pelota firmada por todo el plantel. Por supuesto, se armó, con algunos de los músicos, un peloteo torpe y desmañado. En un momento Joan tomó la pelota y me dijo: “Qué lindo debe ser salir a la cancha, con el equipo de uno, a jugar un partido de Primera”. Lo dijo él que, minutos después, saldría a la cancha para recibir, solo, la ovación de unas 20 mil personas.
No puedo precisar en cuál de las pocas casas en donde viví fue que escuché, por radio y por primera vez, una canción de Serrat. De lo que sí estoy seguro es que yo estaba en mi mesa de dibujo. Es una Dupuy que tengo desde los 15 años y ha constituido siempre una suerte de casa chica dentro de la casa. Joan cantaba “Tu nombre me sabe a hierba”. Dejé de dibujar para escucharlo. No soy un melómano ni un especialista en música, pero aquello me sonaba muy diferente a todo lo español que había escuchado antes, a través de Lolita Torres, Sarita Montiel o Pedrito Rico. Incluso esa tarde le comenté a mi amigo histórico, Fernando: “Hoy escuché a un español que me pareció buenísimo”.
Hoy por hoy, cada vez que se anuncia que Joan viene a cantar a Rosario, desde meses antes, me convierto en una especie de representante de Dios sobre la Tierra. En un fenómeno de enamoramiento que atrapa por igual a hombres y mujeres, recibo innumerables llamadas de fanáticas y fanáticos solicitando mi intermediación para ver a Serrat, invitarlo a comer, entregarle cartas, poemas, peticiones, libros y promesas de amor.
Es raro estar con Joan en los camarines antes de un recital compartiendo una intimidad de bromas y ramplonerías propia de amigotes (Joan es, fundamentalmente, un amiguero) y poco tiempo después asistir a lo que significa su aparición ante el público desde las plateas de un teatro siempre, siempre, totalmente colmado. En esos casos prefiero darme vuelta y observar el auditorio, los pisos altos, en lugar de atender el escenario. Y me sigue conmoviendo el fervor, la entrega, la devoción y la locura lisa y llana que se aprecia en un público que lo ovaciona y lo saluda de pie.
¿A qué obedece esta sempiterna fidelidad de la gente hacia Serrat?, suelo preguntarme. Arriesgo unas pocas conclusiones bastante obvias. El fenómeno no se debe a que él sea un visitante consecuente desde hace muchos años. Los resfríos vuelven puntualmente todos los inviernos y no son bienvenidos. Pienso que se trata, por sobre todas las cosas, de un ejercicio de cariño. Sabemos, sin duda, que Joan está de nuestro lado, del lado de la gente, exceptuando, por supuesto, a aquellos que irrefutablemente no se lo merecen. Porque entre ellos y nosotros, se sabe, hay algo personal. Queremos a Serrat porque intuimos que Serrat nos quiere. Y porque, en persona, es absolutamente coherente con lo que escribe y canta. “¿Cómo es Serrat?”, suelen preguntarme. “Como lo pintan sus canciones”, contesto.
Este texto es parte del prólogo del libro Serrat, canción a canción, del periodista Luis García Gil, que la editorial Alpha distribuye por estos días en Buenos Aires.
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