PLáSTICA
Instantes en pausa
Egresado de la Escuela de
Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, Iván Calmet
(1967) dejó de lado la plástica para trabajar en escenografías
de teatro y cine. Cuando volvió a la pintura, todo había cambiado.
Volvió digital, pero su pasión por las nuevas tecnologías
lo devolvió con doble fuerza a las dos fuentes pictóricas de las
que extrae sus enigmáticos y precisos paisajes mentales: el surrealismo
de De Chirico, Magritte y Tanguy, y un ecléctico archivo de pintura argentina
contemporánea.
› Por Santiago Rial Ungaro
Si la cultura digital –ese “Ser Digital” que con fervor místico proclaman Nicholas Negroponte y tantos otros apólogos de la llamada sociedad de la información– es sinónimo de velocidad, olvido, cantidad y eficiencia, también es cierto que permite, además de nuevas opciones comunicativas, inesperadas posibilidades de apropiarse de las tradiciones. En el caso de Iván Calmet (1967), del archivo de las tradiciones plásticas. Lo digital es esa “utopía del óleo” con la que este generador de imagen realizó las obras que la galería Braga Menéndez-Schuster exhibe hasta el 10 de octubre.
La pintura digital de Calmet entronca directamente con la llamada “pintura metafísica”, categoría con la que suelen describirse las primeras obras del italiano Giorgio De Chirico, ésas que tanto cautivaron a los surrealistas. Es probable que aun el mismo André Breton hubiera aceptado con gusto incorporar a su movimiento estas obras de “surrealismo digital”. Formas embrionarias y húmedas, monstruos melancólicos, un robot llevando en brazos a un tanque con gesto maternal y un solo ojo sin pestañas pero cubierto de lágrimas (titulado Autorretrato) se suceden y conforman paisajes arbitrarios en lo temático, y escenográficos en lo compositivo.
Claro que las escenografías de Calmet (que él considera como “paisajes del pensamiento”) deben más a su experiencia familiar y a la cultura pop (“yo trato de hacer cuadros lindos”) que a su fascinación por el maestro italiano. “Mi viejo es escenógrafo: fue director de escenografía del Teatro Colón y del Cervantes. Terminada la secundaria, trabajé mucho con él. Pero, aunque me convenía, nunca me interesó dedicarme a eso como profesión.” Ese contexto le dio una temprana conciencia del espacio artístico, así como un deseo de pertenecer a ese mundo. “Cuando estaba en segundo grado, me preguntaron qué quería ser cuando fuera grande; y yo puse dos opciones: pintor de cuadros de museo o dibujante publicitario.”
A los 20 años estudió pintura con Elsa Soibelman y escultura con Daniel Mora, y ya a principios de la década del noventa egresaba como profesor nacional de Pintura y Dibujo de la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón. Lo que le reprochaban sus profesores por ese entonces se fue convirtiendo en una marca estilística: Calmet empezaba dibujando a sus retratados por los ojos. Una costumbre que luego se fue acentuando, al punto de que algunas de sus figuras se limitan al contorno de un ojo. Mientras realizaba sus primeras exposiciones como pintor, Calmet trabajaba como asistente de escenografía de teatro y de cine, experiencias que también considera presentes, en mayor o menor medida, en su obra actual, pero que durante un cierto tiempo desplazaron a las artes plásticas. “Dejé de pintar durante muchos años. Estaba cansado de extraer imágenes de otro lado. Tardé bastante en confiar en mi propia imaginación.”
En 1994, cuando empieza a explorar el formato digital, esa decantación justamente lo devuelve a su propia imaginación, a la escenografía mental de sus propias fantasías. Sabia decisión, entonces, la que Calmet tomó en estos últimos años: desaparecer de las galerías públicas para instalarse en las galerías privadas de su mente. “Tuve toda una etapa de estudio y de elaboración que no mostré. Con lo digital fui aprendiendo de curioso: primero haciendo dibujos muy torpes con el mouse; y de a poco fui consiguiendo mejores programas y metiéndome más en el tema.” Instalado ahora en sus propias visiones, la mirada de Calmet está presente en el ambiente. “Tal vez por mi trabajo, siempre me han dicho que tengo una mirada muy particular. Y en los cuadros creo que hay una mirada ciega, perdida: una mirada hacia adentro. Como si cerrara los ojos, pero, en vez de quedarme dormido, lograra que se encienda todo lo que hay adentro, como si proyectara todo lo que pasa por mi cabeza en un momento dado. Como si pensara en el agua, en lo sexual y el sufrimiento y la transpiración (porponer un ejemplo), y pusiera ese instante en pausa y apareciera esa imagen.”
La conexión con el surrealismo y ciertos cuadros cargados de reflexiones remite en particular a los paisajes de Tanguy y a algunos cuadros de Magritte, con los que comparte la precisión, el carácter enigmático y absurdo. Imágenes que sintetizan reflexiones metafísicas, tan atractivas e inquietantes como el propio ojo del artista, fotografiado y puesto en escena en su autorretrato. Hay dos elementos muy precisos que dan singularidad a los cuadros de Calmet, haciéndolos trascender en esa relación indirecta con el surrealismo: uno es la factura digital, que da a sus imágenes una frialdad que contrasta con el clima intimista producido por algunos de sus trabajos; el otro, igual de importante, es su relación con la plástica contemporánea argentina. Por más que señale que lo digital “es lo de menos” y que “hablar sobre eso es igual de aburrido que contar cómo se hace una película”, uno de los hallazgos plásticos de Calmet es que, a diferencia de otros artistas plásticos abocados al uso de tecnologías digitales, sus obras está impresas sobre papel fotográfico; Calmet crea en la pantalla y transforma el archivo digital en una foto. “Evito el ploteado porque no me convencen el punto ni el color, impresos como los afiches de la calle”, explica. “Esto es una bajada digital: un sistema que lo resuelve de otra manera, imprimiéndolo sobre papel fotográfico. Es un sistema que usan los fotógrafos para retocar las fotos, pero no los que trabajan en arte digital.”
Pero, sin dudas, el efecto más interesante de lo digital es que obligó al artista a ponerse a “trabajar en mi propia cabeza: la computadora me ayuda mucho a inventar”. Al igual que con la música electrónica, el uso del software en el arte digital hace más notoria la claridad conceptual o la ausencia de ella. Elemento esencial en el surgimiento del arte moderno, el disegno (entendido como el dibujo, el plan, la idea artística) termina marcando la identidad de Calmet. Su trazo está presente en sus obras, fácilmente reconocibles. “En general siempre tengo la necesidad de dibujar primero algunas ideas, hacer los bocetos. Pero a la vez hubo algunas cosas que fluyeron directamente, trabajando ya desde lo digital.”
Pero más importante que su inscripción en el mundo de la pintura y el arte es la relación que Calmet mantiene con la plástica contemporánea argentina. Aunque en un principio no tuvo vínculos con ninguno de los fundadores de Ramona (Gustavo Bruzzone y Roberto Jacoby), su participación es clave y capta algunos de los rasgos vitales de una revista que en un par de años de existencia ha marcado un antes y un después en la plástica argentina. En la primera época de la publicación, Calmet intervino cubriendo muestras y exposiciones; más tarde, haciendo una interesante serie de entrevistas que desembocó en la sección “Infancias de los artistas”, por donde pasaron Miguel Harte, Sebastián Gordin, Benito Laren y los tres integrantes del grupo Mondongo. “No me considero un escritor, y tampoco un crítico de arte”, dice Calmet. “Pero me gusta mucho hablar y discutir sobre arte. Las entrevistas y críticas que escribo en Ramona son una forma de asentar lo que uno piensa, pero no me interesan ni la ficción ni la novela. Me interesan, en cambio, las narraciones como el teatro y el cine.”
A la hora de pensar en la influencia que la revista pudo haber ejercido sobre él, Calmet hace un breve silencio y asiente: “Ramona me hizo reflexionar mucho sobre el arte, la función de los artistas y el arte contemporáneo argentino”. Pero su conciencia de pertenecer a la plástica argentina se manifiesta en forma espontánea y precisa. A los artistas antes mencionados, Calmet agrega –mezclando estilos y momentos históricos– a Marcelo Pombo, Pablo Suárez, Antonio Berni, Prilidiano Pueyrredón, Raquel Forner, Jorge de la Vega, Fernanda Laguna, Nahuel Vecino y... Federico Klemm. Una lista tan desconcertante como ilustrativade su apertura estética. “A mí, Klemm me parece buenísimo. No, no me parece pretencioso; sí creo que su obra es muy ambiciosa. A la gente no le gusta porque le tiene prejuicio y mucha envidia, pero creo que se confunde por la máscara que él muestra. La única vez que charlé con él me pareció una persona muy amable y muy inteligente.” Y sobre el final de esta lista improvisada aparece Roberto Aizenberg. Calmet encuentra desde el digital la misma austeridad y la misma capacidad evocativa que caracterizan a Aizenberg, aunque sus imaginarios sean distintos. Calmet pone en práctica el mismo concepto que Romero Brest había acuñado para describir el trabajo de Aizenberg: debajo del surrealismo, decía, hay un clásico. Un clásico, no un académico: Calmet admira a Holbein y a Van Eyck, y prueba que sólo a primera vista es una paradoja ser clásico y digital a la vez. Se trata, en última instancia, de una experiencia individual: “Los cuadros son la expresión de uno. El tema soy yo: la pintura, la narración, el inconsciente, el arte. Siempre están los mismos temas, y en algún punto todos los cuadros son autorretratos. Lo mismo pasa en el arte: todo el arte habla de los artistas. A mí me fascina encontrar el misterio de los artistas en sus obras. No me interesa tanto entenderlos”. Desde la pared, el ojo de Calmet nos mira.