Después de un largo silencio cinematográfico repleto de proyectos truncos, Adolfo Aristarain vuelve a las carteleras argentinas con una película absolutamente inesperada: un guión sin trucos ni golpes de efectos sobre un matrimonio mayor que se niega a irse del país, a pesar de estar obligados a empezar todo de nuevo. En el estudio de la casa que periódicamente hipoteca para filmar, Aristarain habló con Radar del auge del nuevo cine argentino, de la polémica Ley de Cine que impulsó junto a Luis Puenzo, de su experiencia con Hollywood, de la honestidad brutal con la que se expone en Lugares comunes y de todos esos proyectos que nunca pudo filmar, desde una historieta de Oesterheld a Noticia de un secuestro de García Márquez.
Por Martín Pérez
Uno de los mitos más antiguos del cine argentino es el del director que
debe hipotecar su casa para poder filmar. Situada en el corazón del barrio
porteño de Villa del Parque, la nada escandalosa casa de Adolfo Aristarain
es, sin embargo, algo así como un pequeño palacete de varios pisos,
con un pequeño jardín rodeándola y una frondosa cerca que
separa la propiedad de la calle. Hay una inmensa enredadera cubriendo una de
las medianeras, y una pareja de enormes perros acechando cariñosamente
todas las entradas de la casa, pero también muy atentos a la puerta de
calle. “No sabés cómo le gusta la calle”, dice Aristarain
del macho de la pareja. “Una vez se nos escapó, y salimos con la
perra a buscarlo; por suerte lo trajimos de vuelta. Pero yo sé que si
huele alguna hembra en celo no lo agarramos más”, cuenta el director,
que cada vez que abre el portón de la casa encierra cuidadosamente a
sus queridos perros.
Pese al calor del sol de setiembre, el amplio living que ocupa la mayor parte
de la planta baja está presidido por un hogar encendido. “Sí,
es un fuego de verdad. Si pusiera gas ahí sería un gil”,
confirma Aristarain, cómplice y canchero a la vez. Subiendo la escalera
se encuentra un gran estudio, donde, entre discos, libros y revistas, están
los dos escritorios en los que el director más respetado de las últimas
dos décadas del cine argentino trabaja en los guiones de todas sus películas,
tanto las que alcanzó a filmar como de las otras tantas que nunca fueron.
“Primero escribo a mano, y después paso todo a la computadora. Recién
ahí me doy cuenta si la cosa funciona o no”, explica Aristarain,
cómodamente sentado frente a un amplio, antiguo y más que respetable
escritorio de madera, donde realmente comienza todo. A un lado está la
computadora, apagada y descansando sobre un escritorio mucho más funcional.
Y detrás de él hay una ventana por la que se accede a un balcón
desde el que se puede volver a bajar al patio que rodea la casa. La casa que
Aristarain asegura no haber hipotecado nunca para poder filmar. Y después
de una pausa que parece calculada, y ajustando un nuevo ojal el cinturón
ya ajustado del mito del sufrido director de cine argentino, remata su frase:
“No la hipoteco para hacer cine, la hipoteco para vivir”.
En un medio en el que las nuevas generaciones de directores deben empezar hipotecando
su vida para soñar con llegar a ejercer el oficio que más les
gusta, el de Adolfo Aristarain es algo así como un caso testigo. El del
director dueño de un apellido con un prestigio ganado a través
de sus películas en todo el mundo de habla hispana, y más allá
también. Un apellido que es casi una marca registrada construida a fuerza
de obras que parecen llamativamente pocas, sobre todo si se toma en cuenta aquel
sueño de su portador cuando comenzó en esto: el sueño de
dirigir dos películas por año. “Yo haría tres por
año, si pudiera”, asegura aún hoy Aristarain, cuya leyenda
también incluye una llamativa dificultad para concretar cada una de sus
obras. “Sí, es verdad: a mí siempre me cuesta un huevo filmar
una película”, acepta este director que el único sueldo como
director que cobró en su vida fue el de La ley de la frontera. “En
las demás cobré recién a los premios, si es que la película
hizo guita”, confiesa Aristarain, que el jueves próximo estrena
una nueva película, la primera desde Martín (Hache).
Protagonizada, cuándo no, por Federico Luppi, el nuevo film de Aristarain
no puede menos que ser uno de los acontecimientos de un cine argentino que,
últimamente, juega a dos puntas. Por un lado, celebra algún que
otro éxito en taquilla; por el otro, se enorgullece de una nueva generación
que arranca halagos en los festivales de todo el mundo. Y si alguien tiene suficientes
méritos propios para poder plantarse con autoridad entre ambos, ése
es Aristarain, cuyo flamante Lugares comunes es un film que incluso su realizador
acepta como el más despojado y al mismo tiempo el más complejo
de toda su carrera. “Estoy jugado hasta los huevos con esta película.
Pero no sólo en materia económica, sino porque en ellano hay ninguna
trampa de esas que se supone que son válidas a la hora de hacer cine.
No, acá yo me pongo en pelotas, diciendo: señores, ésta
es la historia, éstos son los personajes, a ver qué opinan...”
Es curioso que justo un director como vos, formado en otra clase de escuela
cinematográfica, te pongas en una situación en la que prácticamente
dependés más del espectador de lo que él depende de vos.
–Es toda una jugada. Es probar que respetás al espectador, que no
pensás que son todos boludos. Que sabés que hay gente que tiene
sensibilidad, que piensa y que recibe lo que vos le estás mandando. O
al menos eso es lo que yo espero.
BASTA DE TRUCOS
Un veterano profesor de secundario
está a punto de irse de vacaciones con su mujer. Van a España,
a visitar a su hijo y a sus nietos. Pero en su último día antes
de dejar su trabajo el profesor se entera de que esas vacaciones serán
para siempre: lo han jubilado. Y no precisamente asegurándole la subsistencia.
El profesor y su mujer se tomarán sus vacaciones, pero regresarán
a Buenos Aires obligados a ganarse la vida. Y, se sabe, la cosa no está
muy fácil que digamos. “Lo que más me interesó de
la historia de Lugares comunes es la idea de una pareja que ya es mayor pero
que está obligada a empezar de nuevo”, explica Aristarain. “Están
en una etapa de su vida en la que, supuestamente, lo único que tendrían
que pensar es en vivir tranquilamente y disfrutar un poco de lo que han hecho
en la vida. Pero, en cambio, tienen que salir a buscar su subsistencia a una
edad en la cual ya no entran en el mercado de trabajo ni en nada. Se las tienen
que rebuscar como pueden. Y esa historia me parecía piola porque, por
un lado, mostraba claramente la crueldad de este sistema. Y, por otro lado,
me parecía una historia muy atractiva”, aclara el director, que
no puede explicar muy bien por qué decidió contar precisamente
esta historia. “Uno no sabe muy bien por qué aparecen las historias.
Simplemente aparecen”, se encoge de hombros Aristarain, que explica que
la historia de Lugares comunes está basada en una novela inédita
de un primo suyo, mayor que él, al que le pasó más o menos
lo mismo que al protagonista del film.
“Aunque yo no tengo hermanos, mi familia es muy grande. Somos muchos primos,
que nos vemos sólo en los velorios y los casamientos. Uno de ellos incluso
es intendente de Puerto Madryn, Julio Aristarain”, cuenta Adolfo, y explica
que el autor de Lugares comunes es Lorenzo, de profesión geólogo,
que en su momento lo había asesorado en Tiempo de revancha e incluso
en Un lugar en el mundo. “Lorenzo era investigador jefe del Conicet cuando
hace unos años, en medio de un recorte del Estado, lo terminaron echando.
Ahí fue cuando dijo A mí no me matan en vida y se puso a escribir.
Y me empezó a usar a mí como crítico de sus trabajos. Me
pasa los cuentos y las novelas que escribe para que le diga qué me parecen.
Y cuando leí esta segunda novela, pensé que estaba bien pero nada
más. Me parecía que había una punta, eso sí. Hasta
que un día se me cruzó con otras historias que tenía metidas
en la cabeza y apareció la película. Así es como pasan
las cosas, pero nunca sabés bien por qué”, se disculpa nuevamente
el director.
Lugares comunes es, afirma el director, una película con una simplicidad
aparente, por la forma en que está contada y filmada, pero que al mismo
tiempo tiene una trama muy elíptica. “Desde Martín (Hache)
que le voy rajando a todo lo que sea fórmula”, confiesa. “Todas
estas cosas que dicen que el conflicto del film debe aparecer a la altura de
la página veinte del guión, y que ahora hay que poner algo de
humor para aflojar la tensión y que ese personaje que presentaste como
bueno y simpático mejor ahora que se muera para que la gente se emocione.
Todos mecanismos válidos y efectivos en este medio, pero que yo veo venir
incluso en las películas que veo y me ponen a parir y no me gustan un
carajo. Y por eso sonmecanismos a los que les rajo violentamente, e intento
hacer todo lo más sencillo posible y que pasen poquitas cosas. Y dentro
de ese esquema, el desafío es cómo mantenés la atención,
cómo hacés que la gente se interese y no se aburra, que se entretenga
con la historia. Yo creo que está conseguido, pero no me preguntes cómo.
Porque no tengo ni la menor idea.
¿Esta búsqueda es algo que aparece en tu cine recién a
partir de Martín (Hache)?
—Sí. Y de lo único que te puedo decir que soy consciente
es de esa búsqueda. Porque, después de tanto tiempo que estoy
en esto, me doy cuenta que con el cine me pasa lo mismo que con las novelas:
cada vez son menos los tipos que leés o releés, y son los que
no tienen trampa. Lo que buscás es una honestidad a ultranza. Ese autor
que no trata de manipular al lector o al espectador. Los que tratan de contar
historias de personas, de gente con la apariencia de estar viva. Y sin utilizar
ninguno de esos ganchos que teóricamente son lícitos en la ficción.
Sino hacer que su público, y esto es lo más complicado, se interese
en los personajes para que les resulte atractiva la historia. Porque sino cagaste.
O sea: no la historia basada en peripecias o anécdotas sino en qué
carajo les está pasando internamente a esos personajes. Ese es el cine
al que apunto, y el que me gusta ver.
Pero ése no es el cine al que apuntabas en tus comienzos...
—Evidentemente no. (Piensa.) Aunque tampoco te puedo decir que nunca voy
a volver a él. Si mañana cae en mis manos un policial que está
bien y me lo creo, no tengo problemas en filmarlo. Pero lo que me pasa es que
siento un gran rechazo por todos esos mecanismos. Porque llega un punto en que
ves venir la trampa por todos lados, y cuando llega lo único que decís
es me quiero ir de acá. Y es algo jodido, porque empezás a disfrutar
cada vez menos como espectador.
¿Sufrís mucho cuando vas al cine últimamente?
—(Se ríe.) No, yo sufro sólo con mis películas. Con
las de los demás no sufro para nada.
HOLLYWOOD BABILONIA
Uno cada cuatro años. Ese es el ritmo de Adolfo Aristarain para hacer
films. “Pero no es culpa mía”, se disculpa el director, que
más de una vez se ha quejado de que está casi condenado a hacer
cine de autor. Porque, precisamente, su apellido es una marca registrada, algo
que, sin embargo, no lo ayuda para nada a la hora de conseguir proyectos. “Esto
de ser Aristarain es una cagada”, dice, entre risas, aunque inmediatamente
aclara que no piensa eso de sí mismo. “Pero están los que
sí lo piensan, y te cagan la vida”, explica.
“Cada vez que voy a España tengo diez tipos que me llaman para que
me encuentre con ellos a tomar unas copas. Queremos producirte tu película,
me dicen siempre. Pero queremos que escribas algo tuyo, algo personal. Y a mí
no me da el cuero para eso. Gracias que se me ocurre una historia cada tanto.
Pero los tipos no quieren saber nada, e insisten en lo mismo cada vez que voy
para allá. Hay tipos que ni siquiera me dan nada para leer. No, queremos
algo tuyo, algo que sea lo más personal posible. Y yo pienso: ¿por
qué no se van todos a cagar? Yo así no puedo vivir. (Se ríe.)
Porque para no tener que andar hipotecando la casa tendría que hacer
una película por año. Y no la hago ni en pedo.”
Alguna vez, Aristarain coqueteó con la idea de irse a vivir allí
donde no fuese una quimera soñar con filmar, al menos, una película
por año. “Eso fue hace tiempo. Fue algo que imaginé allá
por la segunda mitad de los ‘80, cuando hice aquella película para
la Columbia”, explica Aristarain, refiriéndose a The Stranger, aquel
film con Bonnie Bedelia que nunca dejó que se viese en la Argentina,
ni siquiera en video. “Aquella vez debo de haber estado, entre idas y venidas,
como un año en Estados Unidos. Y no me banqué el modo de vida
de ellos. Me dije: Si yo vivo acá, al mes me tiro de un balcón.
Además, no aguantaba la manera en que tenés que conseguir trabajo,
que es ir todas las semanas por lo menos a dos cócteles, y a esos desayunos
de trabajo increíbles. Y en eso sí que están totalmente
pelotudos, porque te citan a las ocho de la mañana a desayunar en hoteles
maravillosos, y es una hora en la que apenas si sabés cómo te
llamás”, recuerda el director. “Te ofrecen el oro y el moro,
y después todo queda en nada”, cuenta. Y se embala: “Lo que
yo nunca entendí es por qué para conseguir laburo tenía
que caerles simpático a todos esos tipos. Si yo tengo un oficio, que
es hacer películas, y en mis películas se ve lo que puedo hacer
y lo que no. Pero se ve que las cosas no funcionan así”.
Aunque todo ese resquemor, asegura, no influye para nada en su opinión
contundente sobre la progresiva caída del cine de Hollywood. “Yo
trato de ser objetivo, y desde esa objetividad veo que el cine norteamericano
está cada vez peor”, explica, y cuenta que hace poco volvió
a reunirse con unas productoras de un estudio grande. “Eran tres minas
que me tiraron tres guiones. Los leí y les dije que en uno de ellos,
que hablaba de unas portorriqueñas que cortaban caña de azúcar,
más o menos había una punta que se podía laburar. Pero
que los otros dos eran infumables, y no servía ni una página,
eran una basura. Y ellas me contestaron que tenía toda la razón
del mundo. O sea que me tiraron los guiones simplemente para ver para qué
lado corría. Me contaron que el primero, el que más o menos me
gustaba, lo iba a dirigir una chica. Pero que los otros dos también estaban
en producción. Me dijeron que sabían que eran una basura, pero
me explicaron que, como productoras de un estudio grande, si no producían
cierta cantidad de películas por año, les daban una patada en
el orto. Y así es como todo se convierte en una máquina de hacer
chorizos. Con lo que venga: con huesos y basura, ni siquiera carne de cerdo”,
es su contundente conclusión sobre ese circo en el que alguna vez, allá
lejos y hace tiempo, soñó con participar.
“Yo no sabría qué hacer con esa clase de guiones”, explica
Aristarain. Y confiesa: “Más de una vez me llegan guiones y mi mujer
Kathy me dice: Leelos con cariño, que estamos en la lona. Pero yo no
sabría qué decirles a los actores, ni dónde poner la cámara.
Te lo juro. Ojalá pudiera”.
EL CORTO BRAZO DE LA LEY
Tal vez por aquella temprana desilusión con la gran industria del cine,
Adolfo Aristarain es uno de los grandes pioneros en eso de fomentar una industria
que sea propia. “Por eso es que yo puteo, insisto y rompo las pelotas con
que todo esto no sirve”, dice Aristarain, abarcando con su “todo esto”
las alabanzas por el auge del cine argentino y las películas hechas,
como él dice, “por dos mangos”. “Acá lo único
que sirve es tener una industria, que podríamos tener si no se afanaran
la guita desde el Ministerio de Economía”, se enerva, aunque inmediatamente
menciona la noticia de que el Instituto de Cine volverá a disponer de
los fondos que le corresponden. “Vamos a ver lo que pasa el año
que viene”, se ataja, pero insiste con lo de la Ley. “Lo que más
bronca te da es que la ley no jode a nadie, porque la guita sale de las entradas
de cine”, explica. Y agrega: “Nosotros también jodíamos
con los telefilms, porque ésa es la única manera de aprender a
hacer cine. Porque cuando dicen que la televisión apoya al cine es todo
una mentira. Queríamos una ley como la francesa, que obliga a los canales
a invertir el 3 por ciento de sus ingresos en la producción de cine.
Pero nos dijeron que nos dejásemos de joder con eso, porque si no la
ley no salía. Los canales no querían que nadie les revisara los
números”.
También cuenta Aristarain que tanto él como Puenzo, el otro director
con el que trabajó codo a codo por esta Ley del Cine, recibieron muchas
quejas de los cineastas más jóvenes, porque la Ley no incluía
el cine alternativo. “Y lo que nosotros les explicábamos es que
si no hay una industria, tampoco va a haber ningún cine alternativo.
Porque tal comoestán las cosas ahora, todo el cine que hacemos es alternativo”,
es el resumen de Aristarain de aquellas discusiones, que no llegaron al punto
de ser una nueva Guerra del Cerdo, con los directores jóvenes cargando
contra los más experimentados. “Fueron charlas de café, no
nos peleamos”, aclara Aristarain, que tiene otras razones para negarse
a aceptar el slogan del Nuevo Cine Argentino. A pesar de que sus razones estéticas
para filmar como filma de Martín (Hache) en adelante lo ubiquen más
cerca de esa clase de cine que de ningún otro.
“Lo que pasa es que yo descreo mucho de las generaciones, de las nacionalidades
y de los nuevos o viejos cines”, explica. “Porque el cine es algo
tan personal que depende de cómo sea cada persona y de cómo encare
el laburo que le toca hacer. Siempre hubo tipos que están en esto por
diversos motivos: por la guita, por la chapa o porque les gusta cogerse minas.
Y otros porque realmente les gusta el oficio. Eso es lo que marca la diferencia.
Por eso no creo en modas, ni en lo nuevo esto o aquello. No podés decir
que hay un nuevo cine argentino como no se podía decir que había
una nouvelle vague. Porque no es un movimiento, sino diez tipos capaces, cada
uno de ellos distinto del otro. Podés hablar de similitudes en la forma
de producción, pero no de un movimiento, porque cada uno es diferente.”
¿Y qué es lo que ven en esta generación de cineastas en
todos los festivales del mundo, que los hace entusiasmarse con lo que cuentan
y englobarlos bajo el mismo nombre?
—¿Sabés lo que ven? Ven un cine pobre, hecho con pocos medios,
pero que está habitado por gente que está viva y habla de temas
que realmente existen, que suceden, que son parte de la realidad. Como están
recibiendo e incluso produciendo un cine muy adocenado, eso es lo que los impacta.
Por lo menos en España, que es donde yo conozco más de qué
va la cosa. Pero incluso allá, cuando me hablan del cine latinoamericano,
yo digo: Ojo, hablemos de producción. Porque desde ese punto de vista
yo acepto que existen las nacionalidades y son muy determinantes. Pero no desde
el punto narrativo. Porque cada uno cuenta a su manera.
HONESTIDAD BRUTAL
Además del placer de su historia, sumamente actual y al mismo tiempo
muy personal, otra de las formas de disfrutar de Lugares comunes es hacerla
dialogar con las otras películas de Aristarain. Disfrutar, por ejemplo,
de las charlas sobre el estado de las cosas (y de sus cosas) entre sus protagonistas,
poniéndolas junto a todas las charlas de bar que pueblan las películas
de Aristarain, como si fuera una especie de inconsciente continuo en perpetua
reflexión sobre el mundo. “Más que charlas de bar son charlas
de casa, como dije alguna vez”, se ataja Aristarain, que en su nuevo film
hace que Luppi, Arturo Puig y sus respectivas parejas –interpretadas por
la española Mercedes Sanpietro y Valentina Bassi, respectivamente–
se trencen en una sobremesa de idealismos y desilusiones políticas.
“Todo esto empezó con Un lugar en el mundo, pensando en esas charlas
que llego a tener en casa cuando me junto con amigos. Después de cinco
botellas de vino, ¿de qué hablamos? De la situación del
país o del mundo. Y si esas charlas siempre me resultaban interesantes,
yo me pregunté: ¿Por qué no llevarlas a una película?
Porque no creo que el cine sea sólo imagen, sino una amalgama de un montón
de cosas. Aunque en esta película los protagonistas hablan menos que
en Martín (Hache), donde a los personajes de Luppi y Poncela les gustaba
tanto escucharse hablar que la cosa estaba demasiado exacerbada”, concede
el director, que de tanto filmar con Federico Luppi no le queda otra que aceptar
que lo que el actor diga en sus películas será entendido como
sus verdaderas opiniones. “Acepto que en esta película la voz en
off de Luppi se acerca mucho a lo realmente personal. Pero en realidad yo pienso
un poco lo que dicen todos,no sólo los personajes de Luppi”, intenta
explicar Aristarain, para quien la elección de Luppi como protagonista
de sus films parece, a esta altura, algo inevitable. “Es un tipo que siempre
me sorprende”, cuenta Aristarain. “Además, Luppi es un enfermo
total cuando está filmando. Fuera de una película es un tipo sociable,
pero cuando está trabajando no sale a comer con nadie y se queda todas
las noches en su cuarto. Durante el rodaje de Martín (Hache) al final
del día lo invitaba a tomar algo y él me respondía que
no, que se quedaba en el hotel. ¿Pero qué carajo hacés
todas las noches en el hotel?, le preguntaba. Leo el guión, me respondía.
Y eso es lo que hace todas las noches: camina por la habitación, recitando
los textos. En este rodaje vos lo veías tumbado en un sillón,
como si estuviera hablando solo. Pero lo que hacía era repasar la letra
una y otra vez. Claro, eso le da una seguridad increíble.”
Como en Lugares comunes la pareja protagónica termina buscando un destino
mejor lejos de la ciudad, es inevitable terminar pensando en el film como una
suerte de Ningún lugar en el mundo. Como si fuese una reescritura desesperanzada
del que tal vez sea el mayor éxito de la filmografía de Aristarain.
“Yo no veo ninguna correspondencia entre un film y otro”, advierte,
sin embargo. “Aquellos personajes de Un lugar en el mundo todavía
tenían espíritu de lucha y de trascendencia, la esperanza de modificar
un ambiente o un medio social. Mientras que estos personajes ya son absolutamente
descreídos, y hay en ellos algo mucho más urgente: sobrevivir”,
dice el director, curiosamente dando justo en el clavo de lo que une y separa
ambos films. A continuación advierte: “Te aclaro que yo soy el menos
indicado para encontrarles puntos de contacto a las películas que hago,
porque nunca las tomo como punto de referencia. Pero si querés comparar
Un lugar en el mundo con Lugares comunes habría que pensar en que esta
última podría ser anterior a aquélla. Sería como
el viaje que hicieron los tipos de Un lugar... para instalarse allí,
y después formar una cooperativa. ¿No te parece?”, pregunta
finalmente Aristarain, y ahí es cuando la posible negación se
transforma en la gran claridad de un realista esperanzado. Que al final regala
la posibilidad de que, sí, después de estos lugares comunes, tengamos,
al fin, un lugar en el mundo.
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