Domingo, 25 de marzo de 2007 | Hoy
Por Jorge Lafforgue
¿Quién fue Walsh? ¿Qué Walsh? Preguntas cuyas respuestas no deberían ofrecer dificultad alguna. Sin embargo, los malentendidos acechan tras ellas. Porque se nos está interrogando en forma solapada e indirecta hacia cuál de sus actividades nos inclinamos, y generalmente se nos suele apurar: ¿el escritor o el militante? Como si se tratara de una elección necesaria, ineludible, sin fisuras.
Pero no. La respuesta franca no esconde ningún misterio. Más, creo que es obvia: Rodolfo Walsh fue un gran escritor, que supo ser un gran militante. Pero nuevamente no. Evitemos esa facilidad e interroguemos las razones que mueven a reiterar ese persistente malentendido. Por qué se sobreentiende que debemos privilegiar un aspecto u otro de su múltiple accionar, de su conducta, que es una y bien clara. Sin malentendidos: no una conducta de una sola pieza, sino una conducta coherente en cuanto se sustentaba en una matriz ética.
Gran escritor. Sí, porque desde sus cuentos y notas periodísticas publicados a comienzos de los cincuenta, hasta su memorable Carta a la Junta Militar distribuida horas antes de la encerrona mortal del 25 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh escribió muchos de los mejores textos de la literatura nacional. Decir que el conjunto de su obra es excepcional no quiere decir que haya que jurar por la excelencia de todos y cada uno de sus textos; pero sí digo –y decirlo me parece un lugar común– que la mera mención de ciertos hitos no deja lugar a dudas sobre esa afirmación: excepcional.
En el género policial, por ejemplo, Walsh supo escribir notables cuentos en la órbita clásica, que Borges había llevado entre nosotros a su máxima expresión; luego, con la intromisión del comisario Laurenzi, produjo una serie de relatos que buscaban adaptar al territorio y las costumbres locales las rigurosas reglas del policial inglés; no obstante, al profundizar sus búsquedas, patea el tablero: Operación Masacre ha de constituirse en el antecedente más radical del género negro en estas orillas del Plata. Pero este texto emblemático abre al menos otra vertiente en el campo literario: el periodismo de investigación, que él mismo supo alimentar luego con otros trabajos y que mostró un camino provechoso, el de las historias de vida o relatos testimoniales. Dos advertencias: por un lado, más allá de sus propias condenas, los procedimientos del policial están presentes en todos estos textos y le brindan su andamiaje de suspenso en curso y enigma a develar; por otro, el narrador pone en juego un cruce de géneros –policial y periodismo– que a la vez que los anula como exponentes puros, diseña una instancia superadora, que abre las compuertas a lo que se dio en llamar “nuevo periodismo”. Y si hiciese falta otra prueba al respecto, bastaría recordar sus diez notas publicadas en Panorama entre 1966 y 1967.
El otro punto clave de la producción literaria walshiana lo constituyen dos extraordinarios libros de cuentos: Los oficios terrestres y Un kilo de oro, donde se hallan varios textos antológicos de la literatura argentina del siglo XX, como “Esa mujer”, “Nota al pie”, “Cartas” y “Fotos”, para no mencionar los de la serie de los irlandeses, que se completará con un tercer cuento, que conforma su último libro, Un oscuro día de justicia.
Dos apéndices mayores a este rápido recorrido: 1) la incursión teatral de Walsh, con dos piezas propias, junto a su colaboración con los jóvenes que por esos días intentaban renovar la escena nacional, como Roberto Cossa, Ricardo Halac y Germán Rozenmacher; 2) la participación de Walsh en la trastienda del trabajo editorial, con traducciones, antologías y otros menesteres (primero en Hachette y luego en Jorge Alvarez).
Sí, por todo esto, gran escritor. Pero, ¿acaso su escritura oscurece o manda al olvido el reconocimiento de su militancia política? Absolutamente no. Por el contrario, en el reverso de la trama, en las huellas de los pasos que marcan los despliegues de su escritura, puede leerse la evolución ideológica de Walsh.
Años cincuenta, primer lustro: un escritor que había logrado tempranamente el reconocimiento hacia su labor literaria y cuyas convicciones políticas fluctuaban entre un antiperonismo moderado y un breve acercamiento al nacionalismo. Ese hombre pronto será sacudido por los vientos de la historia y su pensamiento ha de girar hacia un socialismo cada vez más acentuado. No se trata de un proceso lineal y sin contradicciones. En un movimiento, semejante al curso de un río caudaloso, que alimentan dos afluentes de aguas encontradas, marxismo y peronismo, ese intelectual asume lo que él entiende y su conciencia le dicta como el deber de la hora. Ya no más los cantos de sirena de la “trampa cultural”, ya no más las vanidades de las marquesinas. Nada de luces equívocas: la lucha está declarada y la opción supone una entrega sin medias tintas. El semanario de la CGT de los Argentinos, el diario Noticias, la prensa clandestina, sus últimas cartas señalan pasos decisivos en la radicalización de su pensamiento, cuyo mayor compromiso se da en su militancia en las filas de Montoneros. Hasta la lúcida crítica a la cúpula del Movimiento, hasta la implacable carta a la junta, hasta su muerte trágica, que hoy estamos recordando.
Frente a esta última etapa de su vida, ¿cabe decir entonces que su opción fue por la militancia política contra la escritura?
Otra vez y en sentido inverso, absolutamente no. Sin duda Walsh se pronunció en sus últimos años a favor de la acción revolucionaria, aunque sin abjurar para siempre de la palabra escrita. Las vacilaciones y ambigüedades que lo tensionaron a lo largo de toda su vida no se disolvieron durante el período de la lucha armada. Antes bien, afloraron al rojo vivo. Y si los renunciamientos de Walsh son duros e impiadosos es porque responden a un mandato ético.
Toda elección supone abandono. Rodolfo Walsh elige las armas y abandona la máquina de escribir. Pero ningún gran escritor puede evadir su pasión más honda, y Walsh hará de la máquina de escribir un arma eficaz. Para todo gran escritor el silencio puede ser una opción. No obstante, pocas veces tal opción será complaciente y confortable, por el contrario, tendrá la exigencia secreta e íntima de su propia dinámica. Rimbaud, Kafka o Rulfo diversamente lo supieron. También Walsh. Que dirá no a una literatura sumisa, una literatura de las buenas costumbres, sí a una literatura que no perdona ni se perdona, que articula las voces del silencio. Para entonces hablar. Y el filo de esa escritura cortará la historia. Su última palabra, la última palabra de Rodolfo Walsh, será la carta a la junta militar.
Sólo un gran escritor pudo escribir esa denuncia ilevantable, ese documento único, ese formidable ariete contra el muro opresor.
La moral nunca se juega en un solo frente. Y Walsh, escritor y militante, escritor militante, lo sabía.
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