Domingo, 25 de marzo de 2007 | Hoy
Por Juan Sasturain
El verbo extrañar es una de esas maravillas que nos hacen agradecer la lengua que nos tocó. Quiere decir y dice muchas cosas a la vez y sobrepuestas: aunque lo usamos sobre todo con el sentido sentimental de “echar de menos” –”no sabés cómo te extraño, petisa”– es también “no reconocer”: si estoy en el hotel y “extraño la cama” no es sólo que me gustaría estar en la mía sino que a ésta que ocupo no la reconozco como mía: hablo de las dos... Muy sutil. Así, decirle a alguien, al regreso, “te extrañé” es decir –sin querer– dos cosas: “te recordé” y “te me hiciste extraña/o a la distancia...”. ¿Y cómo uno se convierte en un extraño, objeto y sujeto de extrañamiento?
No es casual que las palabras castellanas extraño y extranjero tengan origen en una misma expresión latina. Y en francés, con la misma raíz, es una sola para los dos significados: l’étranger es “el extranjero” pero también “el extraño” (strange/r, en inglés, repite el caso) y así debería haberse traducido la novela de Camus: Mersault es o se ha convertido en un raro, un extraño en el sentido de ajeno, desconocido y desconocedor, que no se reconoce entre los demás y en ese contexto. Un desasido de su entorno, un desconectado.
La idea que trata de justificar toda esta vuelta etimológica es que en el año 56, más precisamente en su segunda mitad –primavera/verano de ese año–, a punto de cumplir treinta, Rodolfo Jota Walsh, de golpe, se extrañó. No encuentro otra manera de describir lo que le pasó. Precoz traductor con más diez años de oficio, novel escritor reconocido (en su acotado círculo) por un libro de cuentos policiales premiado, sagaz antólogo reincidente y periodista-crítico-narrador casi todo terreno en los magazines de la época (de Leoplán a Vea y Lea), RJW pasó a sentirse un (poco) extraño. Quiero decir: un extraño respecto de sí (el que era o había sido hasta entonces) y respecto de su entorno: el mundo que lo contenía o había contenido y en el que se reconocía desde siempre. Se sintió raro.
No es un chiste recordar que esa primavera/verano, mientras se enteraba de las desprolijidades libertadoras de José León Suárez que no vamos a reiterar acá –”Hay un fusilado que vive”, le dijeron–, RJW publicaba en Hachette, con inmensa mayoría de traducciones propias, una maravillosa Antología del cuento extraño que no pierde ante la fantástica de Bioy-Borges-Silvina o incluso la de Caillois, más afamadas. Está por hacerse el cotejo pormenorizado entre ellas, con coincidencias y divergencias acaso reveladoras. Pero esas cosas lo ocupaban, quiero decir: cuando la Historia lo viene a buscar –sucia de política, de una violencia que él todavía supone irracional– lo encuentra con los libros, con la literatura en la mano y en la imprenta. La extrañeza, las ambigüedades de sentido y destino que lo deslumbran en el Enoch Soames de Max Beerbohm o en las oscuridades de Bierce, se convertirán en carne de su espejo.
Es así: en poco más de un año largo, el mismo periodista aplicado que cantaba la equívoca gesta de los aviadores de Puerto Belgrano contra el tirano ahora prófugo se metía hasta los tobillos en el proletario basural que le daría no menos equívoco bautismo de realidad y ulterior gloria literaria. De haberlo intuido, de haberlo conocido mejor, un hipotético Borges menos ciego real y metafórico hubiera detenido al joven Walsh en ese momento –como al sargento Cruz en el suyo, a Narciso Laprida en el postrero– para recortarlo en su perplejidad, en la extrañeza, el paso inmediatamente anterior a la asunción de su alevoso destino.
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