Domingo, 25 de marzo de 2007 | Hoy
Por Daniel Divinsky
Con el afán de ser preciso, consulto un bibliorato: en la “W” aparece archivada una nota del 16 de enero de 1966, escrita en papel membretado de la Librería de Jorge Alvarez, a cuyo pie aparece la firma diminuta de Rodolfo. Allí autoriza a una editorial todavía nonata y sin nombre, que sería luego Ediciones de la Flor, a incluir en una antología de cuentos sobre Buenos Aires, todavía sin título y que se llamaría finalmente Buenos Aires, de la fundación a la angustia, su cuento “La mujer prohibida”, previo pago de la suma de 15.000 pesos –¡vaya a saberse cuánto significaba esa suma entonces!– en concepto de derechos.
El libro –la Editorial– aparecería en julio de 1967 y sería el primero de este sello que está por devenir cuarentón, pero no fue mi primer contacto “profesional” con Walsh. Antes, por encargo de su editor, Jorge Alvarez, había ordenado alfabéticamente las palabras que él había traducido en el orden que tenían en inglés del Diccionario del Diablo de Ambrose Bierce: un juego de niños hoy con el cut and paste, pero entonces tuve que hacerlo con una tijera y pegamento, tratando de evitar que las corrientes de aire desordenaran las tiritas de papel sobre la mesa del comedor de la casa de mis padres.
Simultáneamente con esa antología, en la primera parición de De la Flor, salió El libro de los autores, una brillante idea de Pirí Lugones para que el catálogo debutante pudiera exhibir nombres ilustres: les pedimos a escritores argentinos famosos –Borges, Sabato, Mujica Lainez– que eligieran su cuento favorito en la literatura universal y explicaran su elección en un prólogo. Pirí había pensado –y tuvo razón– que ninguno de los “grandes” se iba a rehusar a exhibir su versación y originalidad. Años después, durante mi exilio en Caracas, al recordarle a Borges nuestro contacto a este respecto y que había elegido “Wakefield” de Hawthorne, me preguntó cuál había sido el de Sabato. Cuando le dije que “Bartleby”, de Melville, carraspeó: “El mío era mejor”.
Walsh eligió “La cólera de un particular”, presentado por él como de un anónimo autor chino de varios siglos antes de Cristo y que podía leerse, asociado con el texto que lo precedía, como una parábola sobre la resistencia de los vietnamitas. Creímos durante mucho tiempo que el cuento había sido inventado por Rodolfo, hasta que una minuciosa investigación académica develó su procedencia: una antología publicada en Francia.
En 1972, ya desaparecida la editorial de Alvarez que lo había publicado desde su segunda edición, Walsh cedió a De la Flor Operación Masacre: el contrato contenía una cláusula insólita, que no habíamos firmado nunca antes (y que nadie nos pidió después). El autor le exigió a Kuki Miler, mi más que socia, con quien lo negoció, que se fijara un precio máximo para el libro: quería asegurarle la mayor difusión posible, para la cual el precio no fuera un obstáculo.
Tradujo para la Editorial Johnny fue a la guerra –una perfecta versión del título original: Johnny got his gun, que devino en España más adelante Johnny cogió su fusil– de Dalton Trumbo. Esta novela, un virulento alegato antibélico del escritor y guionista norteamericano que estuvo incluido en las listas negras del senador McCarthy y que fue la base de una estremecedora película dirigida por el propio Trumbo, es uno de mis libros preferidos de nuestro catálogo. La precisa, contundente y bella traducción de Walsh tiene mucho que ver con esta elección.
Acordamos con él la publicación de Caso Satanowsky, otra de sus investigaciones minuciosas y políticamente significativas, acerca del autor de la muerte violenta de un conocido abogado comercialista, y sus móviles, vinculados a la tenencia de las acciones del diario La Razón, muy poderoso en aquella época. Rodolfo consiguió, no sabemos cómo, el carnet de la SIDE que portaba el asesino, para que se reprodujera en la tapa.
Nunca fuimos amigos íntimos, pero junto con su compañera y otros amigos festejamos juntos en mi casa el fin de año del ’74 o el ’75: una celebración que, por muchos motivos, recordaríamos más allá de la precisión sobre la fecha.
Sus visitas a la Editorial se fueron espaciando a partir de su entrega total a la militancia: venía solamente a cobrar sus liquidaciones de derechos. Nos pidió fueran poco precisas en la expresión del signo monetario en el que estaban practicadas: la inflación había obligado a uno de los tantos quites de ceros y nuevos bautismos del peso, y esa imprecisión permitía que pudiera invocar mayores ingresos en el caso de que fuera investigada su fuente de subsistencia. Todavía pensaba en la represión con mentalidad de ajedrecista.
Un crítico alemán escribió que al cruzarse con Bertolt Brecht en Berlín por la calle, meses antes de la muerte del dramaturgo, se le ocurrió que le veía cierto aire a Carlitos Chaplin: lamentaba no haberse detenido para decírselo, porque ya no alcanzó a hacerlo. Lo recordé al ver a Rodolfo por el Centro poco antes de que Kuki y yo fuéramos detenidos a disposición del Poder Ejecutivo –febrero de 1977– y de su desaparición en marzo de ese año. Estaba reconocible para mí, pero muy cambiado: no pude decírselo porque para protegernos nos había pedido muy insistentemente que no lo saludáramos si por casualidad nos encontrábamos. Una muestra más de eso que en otras épocas se llamaba “calidad humana”.
No soy crítico, y además, ya se ha escrito mucho y bien sobre la obra de Walsh. Solamente reitero en esta evocación mi admiración por su rigor intelectual y personal y el orgullo de que nuestra Editorial haya sido la elegida por él para publicar su obra.
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