CINE > LA VIDA DE EDITH PIAF
Es extraño que no se haya intentado antes, porque la figura de Edith Piaf lo tiene todo: la infancia en un burdel y en el circo, las actuaciones callejeras, los amores trágicos, el enorme éxito final, la muerte prematura. Y, por supuesto, la voz inconfundible que marcó la canción francesa. Ahora, el director Olivier Dahan se atrevió a retratarla, y en La vie en rose lleva a la perfección el género de la biografía musical y deja que sea el gorrión de París quien cuente su propia historia.
› Por Diego Fischerman
La biografía de una cantante es su voz. El relato dirigido por Olivier Dahan, un artesano con antecedentes menores en el mundo del cine (Déjà mort, Le petit poucet, La vie promise, Rivières pourpres 2 - Les anges de l’apocalypse), parte de allí y encuentra en ese punto una de sus mejores virtudes. Las otras son una admirable reconstrucción de épocas –las calles parisinas en los ’20, el music hall de los ’40, los finales de los ’50 en Estados Unidos–, un trabajo musical impecable y la memorable actuación de Marion Cotillard. En cada uno de sus gestos, en la dicción, en el cuidadísimo doblaje de las escenas en que canta, en su risa, en la detallada progresión del deterioro de su cuerpo, ella es Edith Piaf, esa mujer que cuando se presentó en el Olympia, en 1961, ya no podía casi sostenerse y que, cuando murió dos años después, antes de cumplir 48 años, parecía una anciana de más de noventa.
Las escenas de su decadencia, a partir del colapso mientras actuaba, durante la gira por Estados Unidos en 1959, puntúan la narración, que va y vuelve desde allí a su infancia en el burdel regenteado por su abuela paterna y, luego, en el circo en el que actuaba su padre, las actuaciones callejeras, los comienzos de su carrera profesional y el éxito final. Ambas líneas del relato confluyen en la actuación en el Olympia de 1961, donde estrena “Je ne regrette rien”. El periodismo decía que su carrera había terminado. Se sabía que estaba por morir. La única manera en que podía actuar era inyectada con morfina. Y muchos de los que fueron a verla al teatro lo hicieron pensando que cumpliría su profecía de morir en escena. La última escena de La môme, bautizada para su distribución fuera de Francia como La vie en rose, no es la de Piaf agonizante sino la del final de esa canción. En el momento de los aplausos, el silencio y la pantalla en negro indican que el relato ha terminado.
La môme (“La nena”) era el apodo con que Francia llamó siempre a Edith Giovanna Gassion, bautizada Piaf (pequeño gorrión) por Louis Leplée (el dueño de un club que la escuchó en la calle). Y la niñez y lo aniñado son dos ejes fundamentales en la manera en que se decidió contar esta historia. El segundo título, La vie en rose, tal vez sea menos pertinente, pero aporta una interesante dosis de ironía. Los niños –la pequeña Edith llorando mientras su madre canta en un umbral, jugando con otros niños con los ojos vendados, durante el período en que quedó ciega, su hija Marcelle, que había tenido de adolescente, muerta a los dos años de meningitis– marcan el pulso, en todo caso, de esta vida en rosa que marcó para siempre la historia de la canción popular francesa.
El film no ahorra ninguno de los tópicos comunes al género biografía musical –diarios con fotos y artículos sobre el biografiado, lecturas colectivas de las críticas publicadas, aplausos de pie, caras del público–- y aporta algunos de claro cuño francés. En una escena en que el padre contorsionista, que ha decidido irse del circo, actúa con poco éxito en la calle mientras Edith sostiene la gorra, cuando uno de los transeúntes pregunta burlón si ella no es parte del acto, ella entona, para emoción de los presentes, su primera canción, La Marsellesa. En un momento anterior, cuando ella todavía vive en el circo, mira un ensayo del lanzallamas frente a su carromato y en las chispas que quedan flotando en el cielo ve la imagen de Santa Teresa, quien, demostrando la predilección que los santos siempre han tenido por los niños franceses, ya desde Juana de Arco, le dice que cuente siempre con ella.
Pero la biografía de una cantante es su voz. Y en este caso la voz es la de Edith Piaf. No sólo se ha realizado un fantástico trabajo de procesamiento sonoro para dar actualidad a los viejos registros de la cantante sino que, para reemplazar aquellos que no tenían la calidad necesaria, Christopher Gunning, que además compuso algunas canciones nuevas en el estilo de los años ‘20 y ‘30 para ambientar el relato, consiguió un verdadero clon, capaz de cantar exactamente igual a Piaf. Y la actriz se ocupa, también, de que la duplicación sea exitosa. La película se da el lujo, incluso, de poner falsos documentales –con el nuevo cuerpo y la nueva voz– donde podría haber colocado los verdaderos –-un reportaje, la actuación en el Olympia– y el efecto no podría ser más convincente. La môme es una biografía musical en el más absoluto de los sentidos. Peca de aquello que peca el género en su conjunto. Y lo que para el género son aciertos –la re-producción, en sentido literal, de un artista y de aquello que todos saben de su vida y esperan ver en escena–, esta película lo lleva a un nivel de perfección. Si para un amante de los policiales negros pocas cosas podrían tener menos sentido que la crítica a la aparición de la rubia platinada en la oficina del detective fracasado –-salvo un policial en que no entrara ninguna rubia–, a este film mal podría achacársele como defecto lo que el film se ocupa de explicitar con decisión y orgullo. La môme, en ese sentido, tiene una contraindicación necesaria. Ni los que abominan de las biografías cinematográficas –en particular las musicales– ni los que son insensibles a Piaf podrán entender jamás su encanto. Para los demás, todo está exactamente en su lugar –la rubia entra precisamente cuando tiene que entrar–; la infancia pobre en París es la infancia pobre en París, Louis Leplée es Gérard Depardieu, el éxito, el fracaso y la soledad son como se espera que sean y, sobre todo, la que cuenta la historia es la voz de la cantante.
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