TELEVISIóN > TERMINó GRAN HERMANO: MEMORIA Y BALANCE
Con esta edición de Gran Hermano, se dijo de todo: que un ex presidiario no podía ganar en la era Blumberg; que sí iba a ganar porque finalmente se había redimido; que el elenco estaba demasiado manipulado; que todos eran demasiado cínicos. Pero la verdad es que la gran revelación de estos 120 días fue que la televisión no refleja la realidad, y que los juegos, juegos son. Y que Gran Hermano es como la Iglesia Católica.
› Por Claudio Zeiger
Fue un poco duro ver –en la final de Gran Hermano– cómo a ojos vista de la ganadora –Marianela– y el segundo –Juan–, levantaban alfombras y corrían muebles apresuradamente para allanarles el paso a los famosos. A rey muerto, rey puesto, pase el que sigue. Gran Hermano fue literalmente desmantelado con sus cenizas aun tibias (y más que tibias calientes), y mientras se lo desmantelaba se pasaba el aviso del próximo programa. Mientras tanto, bailando por un sueño se confunde con patinando por un sueño y cuando se dice “Diego” puede ser Maradona o el vencedor moral de GH. Lo que se quiere sugerir es la naturaleza esencialmente mediática y autorreferencial de esta cuarta edición de GH en medio de la encarnizada lucha por el rating. Si la primera y la tercera (la segunda, confieso, ni me la acuerdo) fueron los realities de la experiencia y la historia de vida, ésta, comenzando por su conducción a cargo de Jorge Rial, fue una especie de casting en continuado con gente postulándose descarnadamente para trabajar en televisión, acceder a tapas de revista, modelar, ir a boliches a promocionar productos, etcétera, etcétera, etcétera. Pero la verdad es que en el fondo fue, es, el Gran Hermano de siempre, con sus personajes pueblerinos que vienen de lejos a triunfar, sus muchachones que apenas saben hablar, sus chicas ligeras y curtidas, sus largas horas muertas, su gay, sus crisis y minicrisis de identidad, sus pequeñas emociones que nos atragantaron el bocado de la cena, sus confesionarios, sus ¡estás nominado!... La gran novedad, en verdad, fue la nominación “espontánea”, que finalmente tuvo un importante protagonismo en las instancias finales.
Entre una sensación y otra (la de estar viendo algo nuevo, la de estar viendo lo de siempre), este programa con el cual crecimos a lo largo del verano y que nos acompañó a toda hora desde el canal 15, terminó repitiendo el esquema de dos hombres y dos mujeres en la final, y como el último, dio el triunfo a una chica: Marianela, Male, la chica de Tucumán. Pero ¿por qué ganó? ¿Quién es esta chica?
Para encontrar alguna respuesta a alguna de estas preguntas, conjeturamos, hay que abandonar el paupérrimo clasismo que se instaló en los debates y aprontes previos. O sea, según este pensamiento unilateral muy en boga, Diego tenía que ganar de punta a punta por ser el hijo del pueblo que dio un mal paso y fue a parar a la prisión, el “pibe chorro” redimido. O: Diego tenía que ganar porque tenía “la” historia de vida (y también hay que abandonar la “mirada Blumberg” sobre el tema: Diego no podía ganar porque como hay mucha inseguridad en el país, nunca puede ganar un ex presidiario). O: en último caso iba a ganar Juan el cordobé porque es un buen chico medio paspado, otro hijo del pueblo, un tanto indolente y de una belleza accesible pa’ la nena. Y Male –niña mal criada de provincias– jamás iba a tener el favor de la teleaudiencia. Señores: error, error, error, tres veces error. Algo ha cambiado.
Esto es televisión, y la televisión no es la realidad ni refleja la realidad sin matices, como en el espejo del realismo social. Aprendamos de una vez por todas. Más que la realidad, el símil de la TV es una burbuja de plástico a la que nos conectamos para no ver la realidad, y GH, una de sus máximas expresiones, es como la iglesia católica: pura arbitrariedad, abusa de sus propias reglas, las viola si quiere, y si se le canta, excomulga por lo mismo que mañana perdona. Esto quiere decir que las reglas del juego no son las reglas de la vida, y cuando todo el aparato mediático de Telefé se volcó a machacar que “esto es un juego”, lo que en verdad quería decir es que “esto es televisión”, mensaje aparentemente obvio pero de fuertes consecuencias.
Curioso giro discursivo, es verdad, curiosa mutación la que sufrió el universo de los realities en estos últimos años. Si todas las fichas estaban puestas en convencernos de que se trataba de “la vida misma”, ahora nos atosigan todo el tiempo con el mensaje contrario. En este contexto, permitásenos decir, el triunfo de Marianela es tan lógico, natural y tranquilo que todos debimos habernos dado cuenta, es tan evidente como la carta en el cuento de Poe, expuesta para estar escondida.
Pudo ser Mariela o pudo ser Nadia, ojo. Gran Hermano armó una trama de ficción televisiva, una red de pequeñas rencillas domésticas con fondo de telenovela. Los argumentos son de reality; los estereotipos de telenovela. La gran apuesta de Nadia fue ponerse en el lugar de la Malvada. Lógicamente, perdió. En cambio, Marianela fue ocupando sucesivos casilleros de esos que tienen buena prensa: la pobrecita, la apartada, la que va zafando, la resistente, la que engorda sin control, la imprevisible, la loca de la casa. Y, finalmente, con mucha audacia, ocupó el casillero que nadie se animaba a ocupar, rompió el tabú de los tabúes: jugó el rol de la jugadora. Adiós a los lugares comunes sobre la experiencia de vida, el compañerismo, el momento más loco de mi vida. Esta vez, jugar fue ganar.
Lamento contar esto con un tono un tanto lánguido. Es un efecto post mortem (pero no fui yo el que rompió la ilusión arrancando las alfombras a tirones en plena final) pero la verdad es que GH fue bueno mientras duró y logró un impacto social nada desdeñable. El triunfo de Male es una reivindicación de género que no vino nada mal en una casa tomada por el machismo poronga en el primer mes (cabe agregar que mientras los varones se juraban fidelidad de género, las mujeres ni reaccionaban, enfrascadas en sus miniguerras). Pero también hay que decirlo: este GH es el triunfo de la televisión entendida como iglesia católica. Se hace lo que yo quiero cuando yo quiero, y si no te excomulgo. O te hago la espontánea.
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