Dom 15.09.2002
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CINE

Entre botones

Después de su celebrado debut con Mundo Grúa, Pablo Trapero estrena una de las películas (por obvios motivos) más anunciadas y esperadas del año: El bonaerense. Sin ningún afán periodístico por denunciar las conocidas zonas oscuras de la Bonaerense, la iniciación de un pibe que entra a la cana precisamente para no caer en cana permite asomarse a los sobrecitos, los ascensos, los travestis, los desarmaderos, el chiquitaje y otras trenzas de poder alrededor de una comisaría al otro lado de la General Paz, sin por eso perder un ápice de la intriga del policial y la acción de una película del Oeste. Del Oeste del conurbano.

› Por Horacio Bernades


Lo primero que Pablo Trapero se empeña en aclarar es que El bonaerense no trata sobre La Bonaerense, sino sobre un bonaerense que entra en La Bonaerense. Más allá del juego de palabras, la aclaración puede sonar defensiva. Tratándose de un tema tan risqué como la policía de la provincia de Buenos Aires, podría pensarse que el director de la película prefiere no remover demasiado el avispero. No sea cuestión de que dos o tres muchachos vengan a golpearle la puerta de su casa cualquiera de estos días y le dejen algunos machucones, o algo peor. Sin embargo, cualquier duda, suspicacia o resquemor se avienta con sólo ver la película.
Desde que se oyen esos primeros compases de un extraño malambo abstracto que sirve de apertura y cierre (“A la voz de aura... ¡Aura!”) queda claro que El bonaerense no pretende convertirse en una denuncia sobre corrupción, aprietes, torturas, gatillo fácil o criminalidad en el ámbito de la policía de la provincia de Buenos Aires. Todo eso está en la película, en mayor o menor medida, y no por nada el nombre de Ricardo Ragendorfer (autor de La Bonaerense, la biblia sobre el tema) aparece en los créditos como asesor del guión. Pero ése es el contexto, el ambiente, y no el tema de El bonaerense. El tema es la iniciación de un tipo que se ve obligado a huir de su pueblito de provincia, y el único lugar que tiene para ir a parar es “La repartición”, como llaman los polis a la poli. Más allá de las diferencias, El bonaerense trata sobre el mundo policial tanto como Mundo grúa –la película anterior de Trapero– trataba sobre el mundo de las grúas, las obras en construcción, las canteras patagónicas y las bandas de garaje.
A la luz de su nueva película, parece confirmarse que lo que le interesa a Trapero es elegir un personaje, por lo visto vinculado siempre con algún ámbito laboral, y seguirlo a toda hora con esa mirada entre distante y empática, pudorosa pero levemente irónica, que va camino a convertirse en marca de fábrica y que le debe más de lo que parece al documentalismo cinematográfico. El lugar de El Rulo ahora lo ocupa El Zapa, un cerrajero de pueblo chico al que le piden hacer un “trabajito”, que consiste en hacer saltar una caja fuerte. Claro que en realidad lo están tomando de perejil, por lo cual su única forma de burlar a la Justicia será... ingresar en ella. O más precisamente en la policía, donde deberá aprender a manejar la 9 mm y comer de arriba, ver pasar sobres sin levantar la perdiz y ver pasar también las horas muertas en una garita. Más tarde, las cosas se pondrán más espesas, la plata se hará más grande y la sangre empezará a correr.
Allí habrá que detenerse, porque por mucho que beba del realismo y el documentalismo, la segunda película de Pablo Trapero no deja de ser un policial, de esos en los que es preferible no contar el desenlace. Aunque el único que no lo ve venir es El Zapa, que como buen pajuerano deberá pagar con una libra de carne su derecho de piso en la ciudad. O al borde de ella, porque allí es donde transcurre El bonaerense.

YO QUIERO SER POLICIA
“No creo en el cine de denuncia. Creo que eso es para el periodismo, e incluso en ese punto prefiero el periodismo de investigación”, se apresura a decir Trapero, que a los 29 años y desde las épocas de Mundo grúa viene intentando aclarar a quien quiera oírlo cuál es su posición frente a lo real. Frente al realismo, también.
¿Te asumís como un cineasta realista?
–A mí lo que me interesa de la realidad no es copiarla, ni siquiera ser demasiado fiel a ella. En El bonaerense ocurren cosas frente a las que, si te ponés muy verosimilista, podrías hacer objeciones. Pero las dejé así como estaban, porque a mí el verosimilismo mucho no me calienta. Lo que me atrae de la realidad es la posibilidad que brinda de descubrir algo que noconocés, mundos que te son ajenos. Sólo en ese sentido podría calificar lo que hago de realismo. Lo que me mueve a hacer una película no es decir algo, bajar línea o dar-mi-opinión-sobre-lo-que-está-pasando, sino cosas con las que me cruzo en mi vida cotidiana y me llaman la atención. Mundo grúa empezó el día en que levanté la vista y vi una grúa industrial bajando y subiendo, y me puse a pensar cómo sería la vida del tipo que estaba trepado allá arriba.
¿Y El bonaerense, cómo surgió?
–Yo soy de la misma zona que muestro en la película, esa línea del oeste que va de San Justo a La Matanza y de Laferrere a Isidro Casanova, al borde de la Ruta 3. De hecho, en la película aparece el negocio de venta de repuestos de mi viejo, el edificio donde mi hermana tiene su consultorio de psicóloga, y además actúan mis viejos y mi abuela. Yo mismo hago un cameo, rapado y con uniforme policial, durante la escena de entrega de premios a los nuevos cadetes. Volviendo a la pregunta, cuando empecé a estudiar en la FUC cruzaba todos los días la General Paz, y me planteé qué cosas traía aparejadas ese cruce de provincia a Capital, de la periferia al centro. Así que empecé a bosquejar la historia de un tipo que hacía ese mismo trayecto. Pero era una cosa demasiado autorreferente, no tenía mucho atractivo en términos dramáticos. Esto se resolvió a partir del día en que me empezó a despertar curiosidad la forma en que a un tipo le cambia la vida el hecho de entrar en la policía.
¿Cómo se la cambia?
–La cana es como un mundo paralelo, hecho de reglas y códigos bien cerrados, donde se mata y se muere. Los que entran son tipos comunes, más allá de que siempre pinte algún loquito, de esos a los que les tiran los fierros. Pero la mayoría de los que entran son tipos que no quieren matar, afanar, coimear o currar, sino simplemente tener un sueldito mejor que el de albañil o lavacopas. Buscan estabilidad, obra social, jubilación y vacaciones. A matar o afanar aprenden después, pero de entrada lo único que quieren es ganarse el mango. Lo que yo me preguntaba es qué es lo que lleva a un tipo a decir un día: “Voy a ser policía”.

LA DELGADA LINEA AZUL
El Zapa, en realidad, jamás dice “Voy a ser policía”. No se lo propone: entrar en la cana es, paradójicamente, su única salida para no caer en cana. De entrada nomás, Trapero muestra que la línea que separa el delito de su combate en realidad no existe: al Zapa lo agarran, y así como lo agarran lo sueltan, gracias a su tío. Del pueblo, de la cárcel del pueblo, El Zapa va a parar a una comisaría del conurbano. Allí lo destinan a una garita, al borde mismo de la General Paz, después de que un comisario conocido se ocupa de que le bajen la edad (el Zapa tiene 32, y la edad para ser aspirante es de menos de 30). “Con 28 va a andar bien”, dice el comisario amigo, mientras le pasa a una administrativa un cigarrillo, a modo de módica coima.
De ahí en más, todo es cuestión de tráfico de influencias, favores que se pagan, devolución de gentilezas, una permanente puesta en práctica de ese “hoy por mí y mañana por ti” que funciona como espada de Damocles y terminará atrapando al Zapa en una red de complicidades compartidas de las que nadie escapa. Lo que practica Trapero a lo largo de El bonaerense es una verdadera anatomía policial. Una anatomía de base, no de las altas jerarquías. Absolutamente respetuoso del punto de vista elegido para narrar la historia, Trapero nunca muestra más allá de lo que los ojos del Zapa pueden ver. Y lo que ve son los límites de la circunscripción: la comisaría, la garita, el subrepticio ascenso de un subcomisario a comisario, el chalet sospechosamente bacán donde éste vive, el sobrecito que le pasa un desarmador de autos a un superior, un travesti a un cabo, la confiscación de unos pandulces el día de Navidad, un festejo deNochebuena a tiro limpio, la ejecución por la espalda de unos pibes, el enfrentamiento a tiros sobre un puente, el mejicaneo de un botín.

UNA PELICULA DEL OESTE
Como El Rulo, El Zapa es pura pasividad. Jamás decide nada. Desde el momento en que acepta abrir una caja fuerte, es arrastrado por el encadenamiento de las circunstancias, y éstas lo llevarán hasta uno de esos lugares desde los que no se vuelve, cuando se convierte en brazo derecho de un maldito oficial. Si El bonaerense tiene un aura más trágica que Mundo grúa, donde la fatalidad ya tejía lo suyo, es porque lo que está en juego no es una cuestión de edad y sobrepeso sino la vida misma. Y porque, en su condición de pajuerano aterrizado en la zona caliente del conurbano, El Zapa es un ser aún más desvalido que El Rulo. Menos escrupuloso también. Así como se ocupa de mostrar que la garita se asienta justo de este lado de la General Paz, Trapero pone al Zapa al borde del pathos trágico, pero nunca lo lleva hasta el lado de allá.
Película de iniciación, desde que el comisario le da la bienvenida a La Bonaerense (después de haberle preguntado si sabe en lo que se mete, como si se tratara de un nuevo capitán Willard), Trapero muestra todos los ritos de pasaje del Zapa: el rape a máquina, el uniforme, las felpeadas de los superiores, el no tener dónde dormir, los favores concedidos, la instrucción. Cuando acepta apretar al dueño de un comercio en nombre del comisario, El Zapa pasa del otro lado, como lo hacía Willard en Apocalypse Now al cruzar el puente de Do Lung. La referencia puede parecer desproporcionada, pero un enfrentamiento a tiros sobre un puente de la General Paz recuerda muchísimo a esa escena de la película de Coppola en la que un morocho alucinado dispara a ciegas desde su trinchera, en medio de la noche cerrada. El bonaerense como película de guerra, pero sobre todo como película del Oeste. Del Oeste del conurbano.

MAS ALLA DE LAS NOTICIAS
Esta película del Oeste tiene, sin embargo, una fuerte impronta documental. Esta se manifiesta en el propio origen de la película, cuando Trapero repara por primera vez en el sentido que tiene cruzar la General Paz. Pero también en esa ética, muy propia del documentalista, de querer aprender de lo real antes que imponerle una tesis. Si se trata de una película de iniciación, esto corre también para el espectador. Viendo El bonaerense, cualquier hijo de vecino puede percibir que está yendo más allá de las noticias de los diarios, hasta ese corazón de las tinieblas que todos los días bombea sangre ajena sobre los titulares.
¿Hiciste algún trabajo de investigación sobre el tema?
–Leí todos los libros que pude, me asesoré con Ricardo Ragendorfer (que además hace un cameo, como un borrachín de comisaría), me puse con policías retirados como Luis Decats (que hace el papel del comisario que mete al Zapa como aspirante) e hice una especie de “trabajo de campo” no muy sistemático, consistente en pasarme horas enfrente de una comisaría o de una garita y en hablar con policías con cualquier excusa. Iba y hacía una denuncia de robo o extravío, me acercaba y le pedía fuego o la hora a un agente de guardia, y después le sacaba conversación para que me contara cosas. Pero hasta ahí: te repito que no soy un fundamentalista del detalle realista, no pretendo que la película sea un calco de la realidad. Sólo uso el realismo como plataforma de despegue. Una vez que tengo los datos que necesito, me pongo a trabajar en el guión. Y en ese terreno tuve también mi consultor, Doddy Scheuer, uno de los tipos que más saben del tema y que también tiene su cameo en la película, en la escena en la que asume el nuevo comisario.
¿Dejaste mucho material afuera?
–Sí, junté mil anécdotas, muchas de ellas increíbles. Pero no me servían para la película, porque yo tenía que ajustarme a lo que le ocurre al Zapa, a lo que él vive o ve a su alrededor. Ese era mi tema, y cuando elegís un tema te tenés que circunscribir a él, ponerte límites, porque si no terminás haciendo cualquier cosa. Lo que yo quería contar era la historia íntima de este tipo que de la noche a la mañana se encuentra metido en la policía, como quien se mete en un sueño del que no puede salir. Para mantener el punto de vista, yo tampoco podía salirme de ese sueño.

LA PISTOLA DEL ZAPA
El interés por la intimidad del protagonista llevó a Trapero a incluir un elemento que, llamativamente, hasta ahora el nuevo cine argentino había dejado completamente afuera: el sexo. Hasta el momento, lo más parecido a eso había sido el sandwichito de milanesa que la dueña del kiosco le ofrece al Rulo en Mundo grúa, los roces entre hermanos de La ciénaga o el apriete, con la ropa puesta y de parados, que Freddy le hace a Rosa en un pasillo de pensión en Bolivia. Peligros del minimalismo a ultranza, esa fórmula de “menos es más” que parece obsesionar a nueve de cada diez realizadores jóvenes puede terminar dando por resultado un puritanismo empobrecedor.
“Yo quería mostrar qué le pasa al Zapa. Pero como el tipo casi no habla, tenía que buscar por otro lado. Me quedaba el cuerpo, y ahí fue que decidí mostrar sexo, porque me daba la posibilidad de que el personaje expresara por ese lado lo que no decía. A su vez, como el medio en el que El Zapa se mueve está cargado de violencia, esa violencia debía transmitirse también al sexo”. Ahí es donde aparece Mimí Arduh, ex vedette que hace de instructora del Zapa, y que más temprano que tarde estará manoseándolo y dejándose manosear dentro de un auto, al borde de la Ruta 3, mientras, trepada sobre él, repite que mejor no. No sólo está absolutamente notable Mimí Arduh en su papel de veterana algo quemada pero todavía capaz de galopar, sino que esas escenas abruptas, transpiradas y urgentes –además de la del auto hay otras dos, en un pasillo y sobre el piso– son una verdadera clase práctica de cómo filmar a una pareja cogiendo. Cogiendo en crudo, sin esos cortes y fundidos que suelen convertir el sexo en cine en algo tan soso y falso como un aviso de champú.
Ventajas del realismo bien entendido, ése en el que los personajes hacen las cosas que hace la gente. Aunque sea una película sobre policías, El bonaerense es también una sobre gente.

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