NOTA DE TAPA
Mostraron en horario central lo que hasta entonces nadie se había animado. Hicieron masivas las protestas sarcásticas sobre el estado del mundo: el trabajo, la familia, la política y hasta la religión. Y los chicos y los intelectuales los adoran por igual. El año en que Los Simpson cumplen 18 temporadas en televisión, cuando sus fans ya no esperaban que se hiciera realidad, llega su primera película a los cines.
› Por Rodrigo Fresán
En el principio fue y es y –todo lo indica– seguirá siendo el color. Amarillo. Hubo otros amarillos antes, claro: el amarillo en los cuadros de Van Gogh, el Yellow Kid, el amarillo de la amenaza amarilla, el amarillo del submarino beatle, los yellow taxis neoyorquinos o el “Yellow” en la canción de Coldplay. Y hasta existe, creo, un pueblo en Texas que se llama Amarillo.
Pero al final, a la hora del gran y definitivo resumen cromático, lo que se impondrá por encima de todas las variedades del color en cuestión, y reinará en la Galaxia Pantone, será el Amarillo Simpson. Una mezcla de tonalidad hepatítica con fosforescencia pop. El color de la piel de una familia de una ciudad llamada Springfield fundada el 17 de diciembre de 1989 (en el primero de los muchos antológicos episodios navideños; aunque ya se supiera de ella en los cortos emitidos desde 1987 en The Tracey Ullman Show) y que hoy ya es todo un mundo. Uno de esos tantos otros planetas que están en éste y que –como tantas otras cosas– comenzó a latir en nuestros televisores para después, casi enseguida, hacerlo dentro de nuestros corazones y de nuestros cerebros.
No conozco a nadie a quien no le guste Los Simpson, pero sí conozco bastante bien a uno que demoró lo suyo en que Los Simpson le gustasen. Ese uno –lo confieso– soy (fui) yo. Recuerdo que Los Simpson estaban en todas partes: en camisetas, en la tapa de Rolling Stone, en la boca de un presidente norteamericano que los satanizaba como pésimo ejemplo para la juventud, sugiriendo la opción catódica mucho más cívica y depresiva de Los Walton de la Gran Depresión. Y recuerdo también que yo me mostraba indiferente (para mí, Homero Simpson era por entonces nada más que un patético personaje de Nathanael West en la nunca del todo bien ponderada El día de la langosta) y ponía la excusa de que no los veía porque, en la Argentina, comenzaron a emitirse por cable y yo no tenía cable, y todos los muchos fans-seguidores-adictos de la serie me miraban con cara de esa no es una excusa válida para perderte el acontecimiento artístico más importante de los últimos tiempos. En algún momento –habrá sido en 1990 o 1991, sí, era inevitable– fui expuesto a la radiación de mi primer episodio de Los Simpson. Fundido a negro aquí (o a amarillo) y veloz fast-forward al presente y el otro día vi en el cine, en pantalla grande, inmensa, uno de los varios avances del largometraje de Los Simpson. La idea para presentarlo eran tan sencilla y obvia como inevitable y perfecta: allí, lo único que se hacía era mostrar y enumerar –a velocidad de vértigo– a todos y a cada uno de los personajes de la serie y habitantes de Springfield: el núcleo duro de la familia protagonista y, enseguida, todas esas decenas de secundarios de primera en rápida y encandilante sucesión conformando una vital y poderosa fauna (más de 320 personajes reconocibles) a la altura de las de Tolstoi y Dickens y Proust y Faulkner. Y otra confesión que de algún modo me disculpa de la confesión anterior: entonces, al ver todo eso y a todos esos, yo casi lloré de la emoción.
Y mientras escribo esto, varias poblaciones estadounidenses llamadas Springfield compiten encarnizadamente escenificando lugares y situaciones de la serie, imponiendo los hábitos de un fiction universal a la non-fiction de su patria pequeñísima para reclamar y merecer el honor de ser la Springfield de Los Simpson (y mientras corrijo esto ya se eligió a una de las muchas Springfield y lo veo en televisión y no alcanzo a registrar cuál es y dónde queda porque lo que allí veo es a un hombre con aspecto de Homero corriendo por una calle detrás de un neumático de tractor pintado como si fuera una donut). Y las hordas de adictos se preparan para hacer largas colas en cines para después, acto seguido, polemizar on line si la espera valió la pena, si hay vida más allá de los 23 minutos, y si el largometraje asienta una genialidad sin límites a la vista o si se trata del principio del fin. La verdad –más allá de las virtudes o defectos de la película– que no creo que la cuestión importe demasiado. A esta altura, lo cierto es que Los Simpson no tienen nada que probar y –más allá del elocuente dato de ser la serie animada con más tiempo en el contaminado aire Made in USA, lo que le ha valido la graciosa definición de “Los Rolling Stones de los dibujitos”– su importancia ha consistido y sigue siendo la de arreglárselas para consagrarse como un perfecto artefacto no sólo para todo público sino para todo coeficiente intelectual. Porque a no olvidarlo, aunque en más de una ocasión la sencilla pero eficiente línea de los personajes nos hagan obviarlo: Los Simpson son dibujos animados. Los más humanos y humanistas jamás trazados, sí, pero dibujos al fin. Esa ambigua condición y mecanismo à la Caballo de Troya que le permite ocuparse de temas tabú y tocar asuntos intocables para actores de carne y hueso y, al mismo tiempo, alentando la existencia de audacias como Los Soprano o The Office cuya existencia sería impensable si Homero y los suyos no hubieran abierto antes la puerta para ir a jugar. Y acaso lo más trascendente y personal y característico del asunto: Los Simpson funcionan tanto para el consumidor de caricaturas básicas (los clips de los sangrientos Itchy y Scratchy así como las travesuras paradigmáticas de Bart son perfecta muestra de ello) sin por eso privarse de hacer sofisticadísimas bromas y guiños y cruces entre alta y baja cultura (recurso que la posterior Family Guy maneja con incontinente y diarreica torpeza). Un ejemplo en uno –aunque nada cuesta más que escoger uno, unos cuantos, unas docenas– de mis episodios favoritos de Los Simpson: aquel en el que el magnate C. Montgomery Burns pierde su osito de peluche (trama para niños sensibles) al que se equipara con el trineo de Citizen Kane (caramelo para adultos cultos), como siempre, condimentado por la omnipresente sabia idiotez de Homero (factor para todos los paladares). Y es que ahí, para mí, está la clave del éxito tanto comercial como artístico de Los Simpson: funcionar en todos los niveles simultáneamente, comentándolo todo, no dejando piedra por voltear o arrojar o tropezar. Así lo define Chris Turner en su más que recomendable libro Planet Simpson: How a Cartoon Masterpiece Documented an Era and Defined a Generation: “La importancia de Los Simpson va mucho más allá de su popularidad global. Porque además de ser la piedra fundamental de su era, el show también funciona como el propio comentario de esa misma era. Hay muy pocos acontecimientos o temas que, de un modo u otro, no hayan sido tratados por la serie, proveyendo así una lente con un aumento sin precedentes para comprender los veinte años que ya tiene de existencia”. Y en el prólogo al libro antes mencionado, el escritor Douglas Coupland apunta acaso uno de los datos clave del fenómeno: “El desafío al que se enfrenta el equipo creativo de Los Simpson es el de mantener el paso y estar a la altura de la creciente habilidad de nuestra sociedad para ironizar sobre sí misma; pero ese siempre ha sido el desafío de la serie. La gente se la pasa diciendo ‘Los Simpson ya no son lo que eran’ o ‘Los Simpson vuelven a ser lo que fueron’; pero esas son tonterías. Si los guionistas de Los Simpson no lo han estropeado en tantos años, difícilmente vayan a hacerlo ahora”.
Pero hay algo todavía más interesante y meritorio y que nos lleva otra vez a los muchos Springfields desesperados por ser la cuna de estos patriotas disfuncionales: Los Simpson no sólo comentan la realidad sino que la modifican, la hacen mutar, la –digámoslo– simpsonizan de manera inequívocamente simpsoniana. Los Simpson son un virus que no dejan cuerpo ni alma sin contaminar, y que no se detienen ante nada ni nadie. Así fue como –superada la cautela inicial– el ser un famoso parodiado en Los Simpson pasó a ser el honor de que Los Simpson te invitaran a su Springsfield y te tiñeran de amarillo simpson y te convirtieran –como cantaban los freaks de Freaks en “One of us!”– en uno de ellos para, recién después, luego de haber puesto tu voz, poder sentirte famoso en serio y parte del todo. Buscar y encontrar en la Wikipedia la lista de celebridades que participaron en Los Simpson y experimentar un mareo VIP de incontables very few, todos juntos ahí adentro, imposibles de reunir aquí afuera. Y a no olvidarlo: hasta el invisible Thomas Pynchon –con una bolsa de papel cubriendo su cabeza– aceptó encantado la invitación y estuvo allí. Oír su voz...
Y han pasado muchos años desde el momento en que el dibujante Matt Groening –mientras aguardaba en la sala de espera para una entrevista que le cambiaría la vida– descartó súbitamente la propuesta que le traía en la carpeta al director de cine James L. Brooks (animar su comic Life in Hell y súbitamente comprendiendo que, de ser aceptada, debería renunciar a los derechos de publicación de su hasta entonces magnum opus) y se puso a garabatear a toda velocidad los personajes de una familia disfuncional.
Y allí estuvieron y allí siguen estando siempre presentados por el ya clásico theme compuesto en dos días por Danny Elfman. La Sagrada Familia. Con mayúsculas.
Y ahora llega el momento de The Movie, que en principio se pensó que sería una versión expanded del genial episodio del Kamp Krusty. Pero no. Parece –luego de descartar un plot en el que la familia descubría, como en The Truman Show, que eran celebridades televisivas– que la cosa viene en plan catástrofe ambiental. Y que Homero aparece desnudo y está muy bien dotado.
En realidad qué importa (y la dificultad de una película de Los Simpson es, a escala, la misma de escribir una nota sobre Los Simpson: ¿qué dejar afuera? Hay tanto para mencionar y recordar...).
Porque como bien dijo Matt Groening: “La gente no decide ver Los Simpson porque trate de esto o aquello. La gente ve a Los Simpson porque trata sobre los Simpson”.
Y, sí, The Simpson –la película– trata, seguro, exactamente de eso. Y todos felices. Muy.
Y ahora hago memoria y descubro que no hay memoria suficiente en mi disco duro para atesorar todos esos grandes momentos. Así, destellos inolvidables que son más que episodios sueltos, porque si algo caracteriza a Los Simpson es que siempre se vuelve. Ya sea al pasado como al futuro, para hacer aún más sólida la textura del presente. Así, los formidables Especiales de Halloween recorriendo la historia del terror y de lo fantástico. Homero volviéndose inteligentísimo y renunciando a la tristeza de la genialidad para volver a ser un feliz tarado. El amor adolescente de Marge por Ringo Starr. La saga criminal del psycho-killer Robert “Sideshow Bob” Underdunk Terwilliger. La ternura del loco gordo y blanco que se cree Michael Jackson. Los furibundos blues de Krusty El Payaso (cuyo nombre real es Herschel Schmoikel Pinkus Krustofski). Homero manifestándose frente a la central nuclear entonando el cántico “¿Dónde está mi burrito? ¿Dónde está mi burrito?”. Aquel otro episodio en el que se alude a Futurama (la otra obra maestra de Groening, bendito sea el mex-robot Bender). Los delirios memoriosos del Abuelo Simpson. Las angustias existencialistas de Lisa. Aquel día en que el beatífico Ned Flanders se vuelve muy pero muy malo. Los problemas sentimentales de Moe. Los tomates adictivos. La sordidez de la vida del director Skinner. Las fantasías gay de Smithers. Aquel capítulo parodiando el formato de The E! True Hollywood Story y aquel otro como documental Behind the Scenes revelando los falsos y primeros torpes bosquejos de Los Simpson... y, por supuesto, cualquier cosa que haga y deshaga y diga Bart “Ay, Caramba!” Simpson, autor de las inmortales frases: “No puedo asegurarte que lo intentaré, pero sí que intentaré intentarlo” y “Yo no lo hice”.
Y llegado este punto entiendo algo que –afortunadamente, como sucede con los verdaderos y contados milagros– jamás entenderé del todo: Los Simpson han alcanzado esa cima donde sólo llegan los buenos de verdad. El sitial en el que –una vez abarcado el infierno grande del pueblo chico– se pudieron permitir la conquista del universo para, una vez agotado también éste, regresar sobre sus pasos y comentar y reírse ya de su propia (i)rrealidad tanto más sólida que unas cuantas realidades.
Recordar “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, aquel gran cuento de Jorge Luis Borges, tan cómodo y práctico de citar para cualquier cosa, como si se tratara de un igualmente práctico y cómodo y citable episodio de Los Simpson. Allí se nos advierte de una sutil invasión extraterrestre a partir de una entrada en una enciclopedia dispuesta a crecer y a devorarlo todo. Algo parecido –me parece– sucede con Los Simpson. Y no me refiero tan sólo a que ya exista una cerveza marca Duff o que haya una versión Simpson del juego de mesa Monopoly o que los parques de atracciones de la Universal Studios anuncien para 2008 atracciones simpsonianas o que el monosilábico y multiuso “D’oh!” de Homero figure ya en el Oxford English Dictionary.
No; hablo de algo mucho más profundo y radical.
Un nuevo salto en la evolución humana o una forma de extinguirnos, plácidamente, frente al televisor o, ahora, la pantalla del cine. Ser abducidos y consumidos por aquello que tanto placer nos produce consumir. Sentados en una butaca o en ese sillón al final de los títulos de apertura. Desaparecer ahí adentro. Descubrir –parafraseando a Borges– que “El mundo será Springfield”.
Y que tal vez así y sólo así alcanzaremos la inmortal grandeza de estar tanto mejor dibujados y de tener y contar y reír con –ya saben cuál es– el mejor de los colores posibles.
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