› Por Rudy
Hace unos 40 años, a fines de los ’60, Adolfo (Linvel) Campanelli le decía su mujer Lucía (Menchu Quesada): “¡No hay nada más lindo que la familia unita!”. Esto ocurría luego de que toda la familia (incluidos invitados como Fabiana López, cuyo mérito fue ser abandonada por su marido, Mercedes Negrete, cuando él ganó el Prode) fuera apercibida por la paterna autoridad: “¡No quiero escuchar el volido de una mosca!”. Todos los domingos al mediodía, los argentinos almorzábamos al son de los Campanelli. Y también estaban los Falcón: “Juntitos, baú baú bauba, un hombre con su esposa, cuatro hijos y hasta un tío solterón”. Y vinieron los Ingalls... “¡pásame la sal, pásame la sal!”. Y los Drumonds, con Arnold y Willis, para demostrar en época de Ronald Reagan que blancos y negros podían convivir en la misma casa, siempre que los negros se educaran y los blancos fueran condescendientes.
Y vino Alf... y volvió a destacar los valores familiares, aun si en la casa hay un huésped de otro planeta que come gatos y juega al tenis con las latas de sardinas.
Hasta aquí, todo era normal. Quizás la excepción que confirma la regla, Los locos Addams, que podían amarse en medio de las tinieblas y ser una familia funcional con un tío puro pelo y un mayordomo que era una mano. Pero eran “locos”.
A fines de los ‘80 (para nosotros, en 1993) aparece “la familia” que, desde la tele, iba a “dar vuelta la tortilla”: Los Simpson.
Los Simpson se quieren, pero en el segundo capítulo, cuando van a terapia y son invitados a provocar una pequeña descarga eléctrica cada vez que uno se enoja con otro, dejan sin luz a la ciudad. Homero Simpson ama a su esposa Marge, pero cada vez que ella le habla él se pone unos anteojos con los ojos dibujados, y cierra los propios, que quedan ocultos. Bart es un buen muchacho, pero puede “vender su alma” a un amigo por 5 dólares, y después pasarse un capítulo tratando de recuperarla. Lisa es brillante, pero puede volverse adicta a los llamados telefónicos a la tevé. Los Simpson no son judíos, pero Bart y Lisa pueden convencer a un rabino de que perdone a su hijo Krusty por haber elegido ser payaso y no religioso, utilizando preceptos bíblicos. Tampoco son hindúes, pero Homero puede arruinar el viaje de su amigo Apu a la India, en busca de su ser interior. No son mafiosos, pero Bart puede ser llamado “Don Bartolomeo” cuando lo quieren culpar por un delito “del que fue cómplice, pero no autor”.
Los Simpson pueden parodiar Cabo de miedo y llamarse Los Thompson como parte del programa de protección de testigos. Barney, el rey de la cerveza, puede ser la voz de Los Borbotones, el grupo que parecía desplazar a Los Beatles, allá lejos y hace tiempo.
Los Simpson son divertidos, disfuncionales: sus vecinos los Flanders, correctiquirijillos, herederos de los Falcón, los Ingalls y los Campanelli, son religiosamente aburridos.
Bart Simpson debería tener ahora 25 años, pero sigue teniendo 10, como hace 15. El Abuelo Abe, capaz de enamorarse de la abuela Bouvier y raptarla al mejor estilo Dustin Hoffman en El graduado, sigue por los años de los años en el geriátrico, gracias al riñón que le donó su hijo Homero, no muy voluntariamente. Las tías Patti y Selma Bouvier (como Jacqueline) no pueden entrar a ningún bar de Buenos Aires, incapaces de apagar por un momento sus cigarrillos. Bart seguirá siendo “más tonto que un hamster”, de acuerdo al experimento de su hermana Lisa. Maggie seguirá arrastrándose y sin hablar. Homero seguirá agotando la producción nacional de donuts, hasta hallar la que finalmente lo deje satisfecho. Las decenas de personajes secundarios tendrán su protagónico, o al menos su sketch de Halloween. El Sr. Burns seguirá siendo el multimillonario que, al revés de Batman, usa su dinero para el mal. Los famosos de todo el mundo querrán tener su minuto en el show de Krusty. Y todos nosotros los seguiremos viendo, y si por mirar nos distraemos, y tiramos un florero al piso, y se rompe, diremos, con Bart, “¡Yo no fui!”.
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