Dom 29.07.2007
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MúSICA > EDITORS: LOS ’80 ESTáN DE MODA

Tocar y retocar

Desde hace años el rock se ha vuelto su propio arqueólogo y evoca una moda que ya pasó para volver a ponerse de moda. En esa rueda, ahora les toca a los Editors, una banda inglesa con hits que bien se podrían haber bailado en Paladium entre The Cure y Talking Heads. Pero eso no es todo: algo dice que no son sólo una moda de moda.

› Por Rodrigo Fresán

El enigma de por qué una banda decide llamarse Editors en lugar de Writers dura poco y se explica enseguida. Y es que este cuarteto de Birmingham parece más preocupado –lápiz azul y lápiz rojo– en retocar y recrear que en crear y tocar. Y, al mismo tiempo, de algún modo, aun así, la reescritura ajena como escritura propia.

Al menos eso me pareció cuando escuché, un par de años atrás, su triunfal single “Munich” extraído de su primer y muy exitoso álbum The Back Room. Una de esas canciones que parecía llegar, intacta, desde los momentos más decadentemente dorados de los años ‘80. Algo que podría haberse bailado –algo entre duro y líquido– antes de una de The Cure y después de una de Talking Heads cualquier noche blanca de Paladium, Reconquista entre Charcas y Paraguay. Un eco del latido de Joy Division y de Echo and The Bunnymen y todo eso. Canciones para sufrir sonriendo. Ahora, con An End Has A Start –capítulo dos grabado en un lodge irlandés y producido por Jacknife Lee, habiendo alcanzado el número 1 de las listas de ventas– la sensación retro se intensifica con canciones más poderosas y, habiendo triunfado ya en el último Glastonbury, con evidente inmediato futuro de estadio festivalero estival. Mezclar la extática agonía de Radiohead y el agónico éxtasis de U2. Y así –junto a Franz Ferdinand, Interpol, Bloc Party, The Departure– Editors se convierte en uno de los grupos insignia de la revisitación (son muy pocos los que se atreven a investigar en los ‘70 y así salen engendros del tipo Maroon 5) de la otra década más venerada del pop. Algo así como la New-New Wave o el Post-Post Punk y la respuesta más cromada y psicótica al terciopelo romántico de los neo-agonistas de finales de los ‘90, donde suspiran los talentos de Travis y Coldplay, la dulzura empalagosa de Keane y los pegajosos herederos y subproductos como The Fray.

Insisto: la canción con la que abre el segundo disco de Editors –“Smokers Outside the Hospital Doors”, gran título, seguramente a alguien se le ocurrirá incluirla en el soundtrack de la próxima temporada de Gray’s Anatomy o de Dr. House– produce en el que la escucha una rara emoción. Esa voz primero solitaria y enseguida envuelta en un torbellino de electricidad y el crescendo final y la prueba irrefutable de que la adolescencia no es una condición física sino un estado de ánimo que vuelve –o al que volvemos– en cualquier momento, en el instante menos pensado, como si se tratase de una fiebre fría. Una nostalgia presente. Un déjà vu cuyo núcleo sónico nos resulta perfectamente ubicable en tiempo y en espacio. Una alegría que Tom Smith, Chris Urbanowicz, Russell Leetch y Edward Lay –quienes se conocieron estudiando algo llamado Music Technolgy en la Staffordshire University– hayan decidido llamarse Editors y no, nunca, jamás, de ningún modo, Writers.

Lápiz azul

Aunque primero se hayan llamado The Pride y después Snowfield y no hayan corregido la situación casi hasta a pie de imprenta y firmar contrato con Kitchenware Records en septiembre de 2004. Dudas, tachaduras, borrones y lápiz azul o, mejor dicho, lápiz blue: porque las canciones de Editors no son musicalmente tristes pero tratan sobre la tristeza de saberse solo y único e incomprendido. En especial las de The Back Room. Un aire –una corriente de aire– de madura adolescencia que trepa escaleras arriba y convence sin esfuerzo de la posibilidad de la épica en una buhardilla pálida en cuyo armario sólo hay sweaters negros de cuello alto. En el revés de la puerta del armario hay, por supuesto, un espejo de cuerpo entero donde practicar guitarras que –cortesía de Chris Urbanowicz– más que guitarras de viento son guitarras de ciclón y recuerdan un poco a la juventud de The Edge (pero, si me lo preguntan, para mí el verdadero “inventor” de la guitarra mini-maximalista fue el por entonces casi niño guitarrista y fisurado de A Flock of Seagulls). Y –por supuesto– la voz muy personal de Tom Smith (líder, compositor y piano, poseído según muchos por el fantasma de Ian Curtis), que recuerda un poco a la del cantante de Tindersticks y otro poco al de Arcade Fire y algo del de Morphine y bastante a la de Nick Cave y que sorprende con sus imperfecciones en los sitios más perfectos donde quebrarse cantándole al indestructible sentimiento de saberse tan frágil. Una de esas voces que, a falta de mejor término, a mí me gusta definir como una voz sacra. Voz de predicador. Una voz que no es la de un virtuoso pero que sí resulta perfecta para predicar virtudes o amenazar delicadamente con lo que nos aguarda del otro lado si nos portamos mal en éste. Porque, sí, buena parte de las canciones de An End Has A Start se ocupa de todo lo que ocurre cuando dejan de ocurrir cosas. Es decir: son canciones tema La Muerte.

Lápiz rojo

Y los títulos de las canciones lo dicen todo: la ya citada del hospital, “The Racing Rats”, “And End Has A Start”, “Bones”, “Escape The Nest”, “Push Your Head Towards The Air”... y otra vez esa recurrencia en lo ya ocurrido y que a mí me causa tanta gracia pero que –también– hace que me pregunte, más o menos curioso, qué sentirá aquel que escucha a Editors sin tener idea de sus antecedentes y referencias. Y es que algo muy extraño –y acaso muy interesante– ha ocurrido con el rock y el pop. Aquella fuerza que se presentó como transgresora, cambiante y en constante evolución (por cortesía de Los Beatles) ha acabado rápidamente convertida en un motor de añoranza permanente donde cada generación (y aquí las generaciones duran dos o tres años) necesita como sea (y si no los consiguen se los inventan contagiados por la más voluntaria de las amnesias) a sus propios Beatles.

Vaya a saber uno por dónde andará Editors en el 2010. Si se habrán consolidado como promesa cumplida o si habrán pasado de moda porque la moda que ellos mismos evocan ha pasado. Mientras tanto, aquí están, sonando fuera del tiempo pero muy dentro de una cronología implacable donde –si a uno le gusta la arqueología– cada estilo y cada influencia resulta imposible de disimular y donde, paradójicamente, el bienvenido retorno de los alguna vez referencialistas Crowded House (en su brillante Time On Earth) suena ahora personal e inconfundiblemente a ellos y nada más que a ellos. A veces pasa. Pocas. Tampoco es que se lo intente demasiado. Lo de querer ser únicos desde el vamos, digo. No es grave y es comprensible. Lo mismo sucede –por más que los autores quieran convencerse de lo contrario, de que con ellos empieza algo flamante y novedoso y generacional– con los editores que sueñan mirando hacia atrás mientras trabajan alucinando hacia adelante. Por algo será.

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