BERGMAN, FIN > POR HUGO SALAS
› Por Hugo Salas
Desde Un verano con Mónica (1952), y más aún tras el éxito en Cannes de Sonrisas de una noche de verano (1955), el nombre de Ingmar Bergman se convirtió en contraseña de la cinefilia internacional, situación que habría de perder toda proporción luego del estreno de El séptimo sello (1956), donde un caballero medieval jugaba al ajedrez con la Muerte. Según quiere la leyenda, Buenos Aires y Montevideo miraron al mundo jactanciosas: sus públicos habían descubierto al genio sueco mucho antes, pero de allí en más su producción acaparó la atención internacional, por más que las películas resultaran oscuras, intrincadas y, en ocasiones, herméticas. En el caldero de los años ’60 y ’70, donde no faltaron intelectuales-estrella, Bergman fue el artista cinematográfico por excelencia. Tenía todo para serlo: modernidad estética, desenfado temático, una mirada de la emocionalidad burguesa válida tanto para el análisis marxista como para el freudiano, e incluso –aunque parezca banal– osadía y desparpajo sexual. No resulta extraño que, en una muestra de buen olfato cultural, al llegar los ’80 anunciara su retiro del cine, luego de Fanny y Alexander (1982).
Desde ya, tanto protagonismo no fue gratuito, y Bergman comenzó a pagarlo con creces antes siquiera de dar su paso al costado. Para muchos se había convertido en el anatema absoluto, el signo de todo lo que el cine no debía ser: aburrido, solemne, teatral, excesivo, amanerado... los adjetivos sobran. Lo que pocos supieron es que había sido él mismo, bajo seudónimo, el primero en escribir uno de los artículos más ponzoñosos en su contra, en 1964, para la revista sueca de cine Chaplin. En sus libros autobiográficos (Linterna mágica e Imágenes), Bergman dedica a sus propias películas la misma mirada impertérrita, fría y desapasionada (casi cruel) con que flagela a sus personajes.
Como suele ocurrir, el cruce de imputaciones y defensas sepultó, en su virulencia, la posibilidad de pensar algunas características de su cine, por ejemplo su relación con el teatro. Ciertamente, el escenario no era para Bergman una pasión menor sino, como más de una vez aclaró, su lugar de creación favorito. Parte de sus constantes temáticas y de su concepción del personaje derivan de dos de sus dramaturgos predilectos: Ibsen y Strindberg. Quien lea Hedda Gabbler o sobre todo El sueño, no podrá dejar de advertirlo. Es más: el particular estilo de sus actores y actrices, de Max von Sydow a Erland Josephson, de Ingrid Thulin a Liv Ullmann, está atravesado por el naturalismo expresionista que este repertorio requiere, y el lugar que Bergman concede a la actuación dentro de sus películas, como espacio de construcción del sentido, apunta a un claro respeto, una íntima fascinación por el misterioso trabajo del actor (obsesión que habría de desarrollar puntualmente en su telefilm Después del ensayo, de 1983).
No obstante, y ya desde muy temprano, se advierte en sus trabajos, incluso los de juventud, un parejo entusiasmo técnico, una fascinación similar por el misterio de la máquina, sólo comparable al de otros modernistas de los años ’60. Ya sea en el decurso sonoro de El silencio (1963), los artificios de montaje de Persona (1966) o el osado uso del zoom en Gritos y susurros (1972), lo que se percibe es una extraña felicidad de la técnica que lo llevó a decir, sin ir más lejos, que una de las pocas cosas que extrañaba del cine era trabajar con Sven Nykvist, el fotógrafo de sus últimas películas. De hecho, una de las principales características de su obra vuelve indispensable la cámara: el escrutinio minucioso del rostro en primer plano, siguiendo la tradición instaurada por Carl T. Dreyer (evidente en uno de sus fugaces retornos al cine, el corto El rostro de Karin, de 1985, enteramente compuesto con retratos de su madre muerta).
Ocurre que Bergman practicó, de un modo incansable, el cine como provocación de los límites del propio cine, y fue para ello que echó mano al teatro. No vaciló en filmar toda una gama de tópicos hasta allí considerados infilmables (la angustia existencial, las ansiedades metafísicas, los planteos religiosos) sino también –y aquí aparecen Strindberg y el Ibsen de Peer Gynt– en practicar esa sutil variante del fantástico que no hace más que señalar una perturbación siempre presente en el espacio cotidiano. Hasta la aparición de Bergman, salvo raras excepciones (en su mayoría nórdicas), el espacio cinematográfico es en cierta medida unidimensional: o totalmente realista o totalmente fantástico o totalmente absurdo. Desde El séptimo sello, siguiendo una herencia que se remonta hasta Shakespeare (uno de los dramaturgos sobre los que más ha trabajado), Bergman procura fusionar estos planos, si bien con dispares resultados (como él mismo habría de admitirlo, envidiando la destreza de Tarkovski). En sus mejores películas –Persona, El silencio, Detrás de un vidrio oscuro, Gritos y susurros– cuesta establecer una nítida distinción entre lo real, lo imaginario, lo mental, lo onírico y lo decididamente fantástico, sin que esto implique abandonar la indagación de los sentimientos y la emocionalidad humana. Quizá sea esa perturbación, más que su mirada neutra y desaprensiva del mundo, la que continúa despertando polémicas, y es probable que el propio Bergman estuviese muy contento de que así fuera.
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