BERGMAN, FIN > POR RODOLFO RABANAL
› Por Rodolfo Rabanal
¿Cómo apostar por una sola de las obras de Bergman sin sentir que se traiciona al resto? ¿Cómo saber, en mi caso, si efectivamente hay una que yo prefiera sobre las otras? Cada una de las películas de Ingmar Bergman fueron y son para mí, todavía, capítulos diversos de un copioso libro de imágenes urdido sobre el deleite y la pasión –enigmática, reveladora– de representar el pensamiento y los conflictos del espíritu en estado vivo. Por eso, más que de un film en particular, llevo conmigo el registro, seguramente imperfecto pero genuino, de una serie de imágenes, secuencias y hasta escenas completas de su obra como si esa galería constituyera una sola e interminable película capaz de regenerarse a sí misma sin un principio ni un fin definitivo.
En cualquier momento, y bajo el efecto de algún estímulo o referencia ocasional que desate el recuerdo, reaparecen Bibi Andersson y Liv Ullmann confrontadas en el aire leve, transparente y nocturno de Persona. Pero asimismo el pintor Johan Borg en una secuencia del amanecer en La hora del Lobo. Y Liv Ullmann otra vez, y en el mismo film, lavándose en una tina de madera bajo un rayo de sol. Y luego, el oscuro contorno de Erland Josephson, uno de sus actores predilectos, acercándose al perfil inmejorable de Bibi Andersson en Pasión, ¿cómo superar ese encantamiento erótico, desprovisto de todo énfasis, limpio de cualquier innecesidad?
O si no, aquellos estremecidos y sombríos momentos de Gritos y susurros, cuando Ingrid Thulin se corta con un cristal roto, mientras tiene lugar la tremenda agonía de Harriet Andersson en la medialuz de un espacio rojizo donde va ganando terreno la sombra de la muerte. Y entonces se ve a la opulenta nodriza Kari Sylwan, semidesnuda, acunando a la muerta, o a la casi muerta, algo que sus hermanas –las que susurran en pasillos y rincones– son visiblemente incapaces de hacer. Tiendo a creer que nunca el cine alcanzó, ni osó alcanzar, por lo menos en ese terreno de una densa “materialidad espiritual”, semejante altura, semejante “rareza”, porque en esa magnífica secuencia se nos presenta a La Piedad encarnada en un acto de consolación extrema, de abrigo final, hecho con la propia carne y la propia piel, desafiando el horror, la indiferencia, el dolor mismo y, naturalmente, el misterio. Qué lejos estamos con Bergman del cine “interesante”, “no aburrido”, del cine hecho para el olvido inmediato que hoy nos impone la marea alta del entretenimiento que desdeña el arte. En ese sentido podríamos asimilar la muerte de Bergman (a la que se suma ahora la de Antonioni) a una de las clausuras estéticas del siglo XX, a uno de sus adioses más significativos. En un registro acaso demasiado personal (pero que seguramente comparto con muchos), Bergman es también el cine Lorraine y la calle Corrientes de mi juventud, cuando ir al cine no era sólo una diversión sino también un culto, un aprendizaje, una aventura.
Como ocurre con todo artista valioso, la visión de Bergman contribuyó a darle forma y contorno a nuestra propia visión de la realidad, a nuestra propia percepción de la fantasía, incrementando la potencia de la imaginación para mejor descubrir la sutil complejidad del mundo interior de las personas en el mundo palpable de las apariencias. He citado unas pocas imágenes pertenecientes a cuatro películas porque sospecho que son las que suelo tener más presentes. ¿Definirá esta elección una preferencia o será la síntesis de un homenaje espontáneo? Un lector anónimo deslizó días pasados en un diario de Buenos Aires su escueta opinión sobre la muerte de Bergman: “El alma humana está de duelo –dijo–, ya no tiene quien la filme”. Es verdad.
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