BERGMAN, FIN > POR EDGARDO COZARINSKY
› Por Edgardo Cozarinsky
Prefiero recordarla por el título original, no por la cita de Darío que le endilgó el distribuidor rioplatense. Juego de verano ha sido una larga fidelidad en mi vida: la vuelvo a ver más o menos cada diez años. En mi juventud me deslumbraron las noches claras de verano, el amor en una isla lejos de adultos, el despertar en una cabaña junto a un lago, y también los presagios de muerte encarnados en una anciana que juega al ajedrez con un cura en medio de la noche. Más tarde empecé a entender otras cosas: el diario del amante, muerto joven, que recibe la mujer después de años, al abrirlo le muestra en sobreimpresión la cara del muchacho que quiso, pero su lectura termina haciéndole entender algo sobre ella misma: antes de cerrarlo, es su cara la que aparecerá en sobreimpresión sobre la página. Como en toda gran poesía, lo que dicho con otras palabras resultaría obvio, lugar común, chatura, adquiere en este film una intensidad despojada: el necesario olvido de la juventud para poder seguir viviendo, el refugio en el trabajo, la aceptación de una felicidad relativa que no podrá nunca borrar la otra, esa felicidad absoluta fabricada por la memoria... Para mí la fuerza emocional del film no se ha desgastado con el tiempo, con las revisiones, con el cine posterior. Todas las figuras que serían el repertorio estable de Bergman (el mago, la muerte, el teatro como metáfora y vida cotidiana), y en la banda de sonido los graznidos de pájaros en la noche, y el roce del viento en el follaje, todo ya está presente en Juego de verano, en imágenes espectrales, puras y misteriosas, como sólo el cinematógrafo supo inventarlas, en 35 mm, en blanco y negro.
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