Dom 05.08.2007
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BERGMAN, FIN > POR LUIS CHITARRONI

El golpe de la letra en la pantalla

› Por Luis Chitarroni

“Se lo oye teclear detrás de la pantalla”, me dijo Ricardo Zelarayán hace ya muchos años. Yo llevaba un ejemplar de Cuadernos de Mr. Crusoe con el guión de Persona, creo; no fue necesario que coincidiera con él. Ahora es necesario reafirmarlo: cierto, se lo oye teclear porque Bergman era también un gran escritor. Dicho a espaldas de su malhadada reputación de director genial por legiones de arribistas, pimpollos de crocante ignorancia, maniqueos enfermizos que confunden la introspección despiadada y reflexiva con un despilfarro de angustia del que nos salvan hoy, luminosa decrepitud, los efectos especiales.

Ignorante también soy –argentino Daneri– y nunca tuve paciencia ni paladar para los primeros films de Bergman, sobre los que leí interpretaciones y escuché homenajes (Robert Duncan, Scott Walker) de hombres de generaciones más despiertas. Creo que la historia para mí empieza con Persona, como dije, aunque la cronología no me asista. Y, máscaras aparte, es obvia, obtusamente personal.

De Bergman me gusta el sueco que no entiendo y que el doblaje me hace creer el idioma comprensible de una estación próxima: parada turística del abismo con significación, profundidad sin énfasis profundiota (Feiling dixit); el silencio pese al tecleo de la máquina, el silencio de fondo, como si hubiera un fondo silencioso de la vida en el que uno pudiera ponerse a pensar aisladamente sobre la experiencia vital: el aburrimiento de vivir, la tragedia de ser (y a la vez una sombra propia o de él proyectada sobre el blanco móvil o quieto de la pantalla). Me gustan las mujeres: sus mujeres a lo largo del cine (no tan suyas porque uno les iba robando superficie, robando planos, apropiándonos de esas partes para quererlas más), sobre todo Ingrid Thulin, una especie de silogismo sobre la voluptuosidad escandinava para uso adúltero, y la Lena Olin de Después del ensayo, de belleza casi local: sol de invierno obstruido por la carne que primero nos llega, que primero nos toca.

Del gran narrador, la madurez de la voz para distintas inflexiones que no intentan ocultar la quintaesencia del ibsenismo (acuérdense de Shaw). La gravedad del pecado para dejar caer a sus anchas una historia aparte, trazada esencialmente a partir de sílabas que son esquirlas bíblicas de la pérdida de sentido general. La ida y vuelta con cámara de eco escéptico de Escenas de la vida conyugal. La ronda y los milagros de aparición y desaparición de Fanny y Alexander. La elegancia de ese chico antílope, el miedo ante la muerte del padre, la cama de la muerte, el abrazo de backstage del demiurgo después.

Sí, una historia obvia de amor. Nada importante que decir, ninguna observación que aporte algo a la estética o a la historia del cine: una carta a ciegas, una carta a tientas...

(Antes de firmar, me da remordimientos la impudicia, me hace sentir que la admiración es un pecado capital al que se olvidaron de ponerle número.)

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