BERGMAN, FIN > POR GUILLERMO SACCOMANNO
› Por Guillermo Saccomanno
Casado con una tendera de moda, un hombre de negocios oculta su homosexualidad en el matrimonio. Frecuenta una puta, se desgarra y se analiza. En tanto, su mujer se acuesta con su psiquiatra. El hombre asesina a la puta. Después, la investigación policial. Resumidísima, ésta es la trama de De la vida de las marionetas (1980). Es una película atípica de Bergman: entrevera lo documental con el thriller. Arranca con colores furiosos y continúa en blanco y negro, compuesta por testimonios, diferentes puntos de vista. Nadie es dueño de la verdad. Al salir del cine, me costaba encajar en la realidad. Era, creo, la época de la dictadura. Había una normalidad en la calle. Pero era para desconfiarle. El espectador que yo era antes de la película no era el mismo después de haberla visto. Pero no tenía a quién contárselo. Estaba solo. ¿Quién tira de los hilos?, me preguntaba.
La relación con la fe, como la que se tiene con una película, es de orden personal, secreto, e intransferible. (Una digresión: ¿es casual que los cines de antes, auténticas catedrales, se hayan transformado en templos de las más diversas corrientes evangelizadoras en el país en que se asesinaron a los curas que proponían la liberación del dolor?) Podría justificar este sentimiento religioso que me inspira el cine en el galpón parroquial donde las seriales alborotaban al piberío. Si asistías a misa los curas te recompensaban la fe con una entrada para el cine de la iglesia. Los pibes gritábamos, reíamos, nos quedábamos mudos de espanto frente a las seriales de aventuras. Después, cuando comentábamos la película yo tenía la impresión de que cada uno había visto una distinta. Lo mismo pasaba, a fines de los ’60 y en los ’70 con las películas de Bergman. Después de cada uno de sus estrenos, muchas veces censurados por la dictadura de turno, sus films eran el pretexto para discusiones secantes: mucho café, polera y cigarrillos negros. Como a la salida del cine parroquial, me daba la impresión de que cada uno había visto una película distinta.
Tal vez estas meditaciones deberían empezar de otro modo. Por ejemplo, así: cuando me enteré de la muerte de Bergman pensé en Dios. Cada una de sus películas (y creo, con más devoción que petulancia, haber visto buena parte de su producción) me transmitía una inquietud que duraba varios días y, con el tiempo, se depositaba en mi memoria con la intensidad de lo vivido. Nada más lejos de su cine que la bajada de línea. No hay en ninguna de sus películas una sola frase que afirme la existencia de Dios y que le reste trascendencia a la distinción entre culpa y responsabilidad. Bergman siempre pregunta. Nunca declama. Interroga. En principio, a sí mismo. Asumiendo el riesgo, nos confiesa su desesperación, un vacío que si debe tener un nombre es el de Dios. Planteada su pregunta, estamos más solos que nunca.
Temor y temblor del dinamarqués Soren Kierkegaard (1813-1855), existencialista pionero, se centra en la terrible prueba de fe que Dios le impone a Abraham: el sacrificio de su hijo Isaac. Este pasaje bíblico dispara en Kierkegaard un ensayo donde, por encima de su convicción teológica, se anima a formular todas y cada una de las preguntas que habrán de atormentar al padre en su camino a la montaña donde debe acuchillar al hijo. ¿De qué Dios hablamos?, se pregunta uno. ¿De qué padre? Y en esencia, ¿de qué clase de fe? Si algo exige la vida espiritual es compromiso con el amor en esta tierra, un compromiso solidario con el prójimo y su dolor. Hay afinidades entre Kierkegaard y Bergman. Kierkegaard era hijo de un pastor. Su padre le selló el destino imponiéndole el estudio de la teología como el ejercicio del dogma. El padre de Bergman también era pastor. La relación entre ambos fue dramática. Bergman habría de recordar los castigos del padre. Y cómo, una vez, retobándose, le pegó una paliza al padre y después escapó. En su juventud, Bergman pasó un período en Alemania y no fue ajeno a las vibraciones del nazismo. Todavía hoy muchos compatriotas no le perdonan ese pecado de juventud y lo aprovechan para descalificarlo. No obstante, ahí hay una obra, El huevo de la serpiente, que contesta todo reproche.
En los ’80 Bergman litigó con las autoridades suecas negándose a pagar impuestos. Se trasladó entonces a Alemania, donde filmó, además de El huevo de la serpiente, De la vida de las marionetas. (Otra digresión: no es desatinado arriesgar que Bergman es quien precede y habilita con estos ejemplos el cine de Fassbinder.) Hay alrededor de veinticinco años de distancia entre aquella tarde en que entré solo a un cine de Corrientes a ver De la vida de las marionetas y esta línea. Un sentimiento de rareza en el mundo.
Los títeres juegan también un alegórico rol importante en Fanny y Alexander. La historia de esos dos chicos y su descubrimiento de las tensiones entre juego y pérdida, placer y castigo, vida y muerte, podía ser la de mi hermana y la mía, pero también la de todos los chicos del mundo. Han pasado los años, nuestros padres han muerto. Mi hermana tiene una relación con la fe y yo otra. Mi hermana visita sus tumbas. Yo prefiero creer en Dios de otra forma. Un último recuerdo ahora: antes de morir, entre sus libros, mi padre tenía La linterna mágica, las memorias de Bergman.
¿Qué Dios mueve los hilos pidiéndoles a los hombres ser sus embajadores haciéndose sacerdotes o curadores psi del alma atormentada? ¿Quién se cree el psiquiatra que analiza al asesino de la puta? ¿Quién se cree el temible pastor padrastro de los hermanitos Fanny y Alexander, tan parecido a Von Wernich? ¿Existirá Dios? Si no hay Dios, ¿a quién adjudicarle nuestras miserias y vergüenzas? Bergman tiene un mensaje (término desacreditado si lo hay): no tenemos otra alternativa que hacernos cargo de la desesperación que produce la responsabilidad.
El desesperado es un enfermo de muerte, escribió Kierkegaard. Bergman era uno y tenía conciencia de su mal, lo que no le impidió vivir 87 años para contarlo. Tampoco me da vergüenza confesarlo públicamente: como cada tanto necesito volver a Kierkegaard, también necesito volver a Bergman. Es decir, volver a Dios.
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