Dom 05.08.2007
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BERGMAN, FIN > POR RODRIGO FRESAN

La sagrada familia

› Por Rodrigo Fresán

Por un lado están las películas que nos gustan mucho y, por otro –pero no muy lejos– están las películas que decidimos poseer y hacer nuestras. Tanto en sentido espiritual como físico, la revolución tecnológica en lo doméstico que venimos disfrutando en los últimos años (y padeciendo como una suerte de carrera armamentística imposible de concluir) nos ha dado la oportunidad de ir construyendo nuestra propia cinemateca como hermana siamesa de la biblioteca. Y, de acuerdo, todavía es más mecánicamente complejo ojear una película que hojear un libro; pero aun así ahí están todas imágenes, dormidas o en trance, esas cajitas zombis dispuestas a que las resucitemos electrizándolas cuando se nos antoje.

Dicho esto, confesaré sin problemas que la única película que tengo en casa de Ingmar Bergman es Fanny y Alexander. Dos veces. En dos versiones. La que se estrenó en los cines del mundo (de 188 minutos, que puede definirse como un bildungsroman, y que Bergman desarmó armando “con dificultad, como si cortara los nervios de su cuerpo”), y la que se emitió como miniserie por la televisión sueca (de 312 minutos y que crece a barroco retrato de familia). Ambas editadas y corregidas y aumentadas con abundante material extra por la nunca del todo bien ponderada The Criterion Collection.

Y otra confesión: no las vi nunca en esta presente y nueva encarnación aunque sí vi hace tiempo ambas versiones de Fanny y Alexander. La cinematográfica, en el momento del estreno internacional, en una sala de la calle Carlos Pellegrini cuyo nombre no recuerdo y que –en su momento–- se enorgullecía de sus proyectores última generación. La televisiva, en un DVD (la edición de Artificial Eye) que me compré en Londres a finales del 2003 y que vi de regreso en Barcelona una noche fría de enero del 2004.

Y cosas que recuerdo (y que nunca olvidaré) de Fanny y Alexander sin necesidad de volver a verla: el teatro en miniatura y el traje de marinerito de Alexander, los ojos de quien se sabe demasiado pequeña para sentir tanto miedo de Fanny, la larga intro navideña donde se baila recorriendo toda la mansión del clan Ekdahl, los pedos flamígeros del tío Carl (consulto nombres de personajes en el cuadernillo de 35 páginas), la visita de los fantasmas de parientes fallecidos, la sirvienta embarazada, la torpe puesta en escena de Shakespeare a cargo de la compañía familiar (toque genial: los Ekdahl son, todos, muy malos actores sobre las tablas pero excelentes intérpretes de sus propias existencias), la muerte del padre, las malas palabras como mecanismo de defensa durante la procesión funeraria, las paredes desnudas en la casa del vampírico obispo Vergerus y sus monstruosas hermanas dignas de fairy tale, la tienda de antigüedades del amigo judío y cabalista Isak Jacobi, y el hermafrodita Ismael y la momia viviente que allí moran, Dios materializándose en una marioneta, la mágica operación rescate de los niños, la terrible muerte del malo y los dos bautismos finales que cierran el círculo con otro gran jolgorio tribal.

Y descubro que recuerdo muchos más momentos de Fanny y Alexander que aquello que sucedió en una olvidable película que vi ayer. Y hasta es probable que recuerde cosas que nunca estuvieron allí pero es como si estuvieran y supongo que ése es uno de los signos inequívocos del Gran Arte: seguir creciendo, creando sobre sí mismo valiéndose de nuestros sueños despiertos, negarse a ir a dormir para seguir jugando un rato más.

Dije antes que Fanny y Alexander –considerada por muchos y por su mismo creador la summa creativa de una carrera al punto de que, luego de ganar el Oscar, el Golden Globe y el Bafta Award, Bergman anunciara su adiós al cine (“mi amante”) para regresar al teatro (“mi esposa”)– es la única película que tengo del director sueco y es más que probable que esta situación no vaya a modificarse.

Me explico: comprendo y respeto el talento de Bergman, pero siempre lo he sentido como algo ajeno y generacional. Tal vez porque el nombre Bergman resonó tanto como el de Coca-Cola durante mi infancia y por eso lo perciba como algo que “no se toca” por considerarlo propiedad de mis padres y de sus amigos (que iban a ver a Bergman como quien va a recibir instrucciones para solucionar o complicar su vida, mejor, como quien va al psicoanalista) y cuyos códigos de conducta todavía hoy no consigo entender del todo. He visto buena parte de sus películas, sí, pero siempre como desde afuera. Distantes me resultan sus interiores matrimoniales que presagian la uniformidad supuestamente personal del Mondo Ikea, Liv Ullmann nunca me movió un pelo, siempre me irritaron sus primeros planos donde comulgan frentes y perfiles (truco que se robarían los millonarios de Abba para sus muy pobres videos), y jamás le perdonaré la nefasta influencia (aunque no sea su culpa) ejercida sobre Woody Allen.

Tal vez tenga que decir que –ya desde entonces-– yo era más de Fellini. Y ahora se me ocurre que tal vez Fanny y Alexander sea y funcione como el Amarcord de Bergman compartiendo con el cineasta italiano las mismas intenciones: proponer a la sagrada familia como entidad indestructible y sublimar lo autobiográfico (se sabe que el padre de Bergman fue un estricto clérigo que alcanzó la posición de capellán de la corona) hasta que alcance las alturas de lo mítico y lo mágico y, sí, lo popular. De ahí que muchos acólitos, en su momento, le reprocharon a Fanny y Alexander su “accesibilidad” y cierta “clara necesidad de agradar al gran público”. Lo siento (poco) por ellos y por sus exigencias autoflagelantes dignas de Vergerus. Lo que a mí más me gusta de Fanny y Alexander es, justamente, el modo en que Bergman se las arregla para congeniar su mundo personal con la gran tradición universal: ahí están Shakespeare (varias tramas de la trama pueden entenderse como variaciones sobre Hamlet), Ibsen, Dinesen, Strindberg, Walser, Kafka, Mann, Dickens, Schulz, Von Kleist, pero también (o al menos así lo sentí yo) Irving y Millhauser y Bradbury y Davies y hasta esa formidable novela sobre el bombardeo al núcleo de la sangre compartida que es El resplandor de King con, para mí, una perdonable pero inexplicable imperfección: la ausencia de Max von Sydow –que hubiera sido un gran Jacobi– en su robusto reparto.

Y El Tema, claro: la infancia como territorio liminar y frontera de absolutamente todo y el modo en que la imaginación desbordante de un niño acabará –luego de múltiples penurias y aventuras– encarrilándose hacia una recta vocación artística por más que a la autoridad no le cause la menor gracia y sí un inconfesable temor hacia todo aquello que no puede gobernar y someter aplicando la doctrina de rezos y mandamientos.

“El hacer películas tiene para mí sus raíces en el mundo de la niñez, el piso más bajo de mi taller”, escribió Bergman en un artículo de 1954. Tiempo después, a propósito de la planificación de Fanny y Alexander, apuntó: “Jugando puedo superar la angustia, aflojar las tensiones y triunfar sobre toda destrucción. Finalmente quiero enseñar el gozo que llevo dentro de mí a pesar de todo. Un gozo al que en tan pocas ocasiones y tan pobremente le he dado espacio en mi obra. Poder retratar esa energía e impulso, esa capacidad de vivir, esa amabilidad... No estaría mal conseguirlo no más sea por una vez”.

De ser así, Fanny y Alexander es el deseo concedido. Es sótano pero también recámaras y altillo y pararrayos y todos esos relámpagos. Pensar en Fanny y Alexander –viaje extático a la pérdida de un paraíso por el solo placer de recuperarlo luego de una temporada en el infierno– como en la combada cúpula del universo, estrellas pintadas de dorado, algo inmenso pero que al mismo tiempo cabe en las manos de un niño. Un niño que juega y ordena y desordena y, sí, dirige, como un pequeño pero poderoso dios, las piezas de una diminuta escenografía inmensamente detallada mientras, ahí, al fondo de un pasillo de una casa donde se preparan los festejos de una larga noche, de pronto y sin aviso, una estatua decide moverse.

Y –ahora presiono play, ahí está, vuelvo a verla– se mueve por amor al arte.

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