BERGMAN, FIN > POR ALFREDO GARCíA
› Por Alfredo García
Inspirado por una canción folklórica medieval, y también por el cine de Akira Kurosawa, Ingmar Bergman emprendió una de sus películas más fuertes y polémicas, La fuente de la doncella, de 1960. El argumento era simple: unos bandoleros violaban y asesinaban a una joven, luego gozaban de la hospitalidad de su familia, pero al ser descubiertos eran masacrados espantosamente por el padre, Max von Sydow.
La violencia del film estaba al límite de lo que podía soportar el público en aquellos tiempos, generando una fuerte polémica en la prensa sueca, que incluso llegó a pedir al Parlamento sueco que tome acción censora en contra del film (cosa que de todos modos no llegó a suceder). La película exhibe con maestría el genio narrador del director sueco, y también su capacidad para imponer su tema dilecto, “el silencio de Dios”, en un tipo de película mucho más ascética que obras maestras anteriores de corte más complejo y contemporáneo como Cuando huye el día o Un verano con Mónica.
En todo caso, los supuestos excesos de sexo y violencia sirvieron para sellar definitivamente el prestigio de Ingmar Bergman. El film ganó un premio honorario de la crítica en el Festival de Cannes, y se llevó el Oscar al mejor film extranjero en la edición de los premios de la Academia de 1961 (curiosamente también tuvo una nominación no ganadora al mejor vestuario para un film blanco y negro). Previamente también había ganado el Globo de Oro a la producción extranjera.
Tal vez el incremento en la violencia gráfica del film para los niveles de Bergman esté relacionado con la fuente: los films de samurais de Kurosawa. Al menos en una ocasión Bergman expresó su deuda con Rashomon para lograr el clima de La fuente de la doncella.
La violación y la sangrienta venganza posterior de este clásico bergmaniano son responsables del fenómeno gore que aún salpica desde el celuloide al público mundial. En 1972, un joven Wes Craven revolucionó los niveles de truculencia en el cine norteamericano con su temible Last House on the Left (La última casa de la izquierda), que no era otra cosa que una remake de La fuente de la doncella bastante lineal, aunque contemporánea, y sin que el tema de “el silencio de Dios” apareciera por ningún lado. Craven era un cinéfilo sin un centavo, y convenció al productor Sean Cunningham (luego culpable de la saga de Jason y los Martes 13) para que financie con un puñado de dólares su film ultrabarato en el que lo más caro del presupuesto eran litros de sangre. Créase o no, un clásico de Bergman inspiró un film que, entre otras bellezas, incluye una castración realizada en forma oral. La película que dio su primer éxito al papá de Freddy Krueger fue calificada X, e incluso solía ser cortada a discreción por los mismos dueños de los cines que la exhibían. En esta era de las remakes, ya se está preparando una nueva versión de La última casa de la izquierda a estrenarse el año que viene.
El mismo Sam Raimi incluyó una referencia a La fuente de la doncella en su máximo film de culto, Evil Dead 2 (Noche alucinante), que entre otras referencias cinéfilas también incluía citas a La sangre de un poeta de Cocteau. Pero volviendo al film de Bergman, la venganza de Max von Sydow también generó una remake no oficial tan fuerte, y quizás un poco más sórdida y realista que la de Craven. El clásico del euroxplotation era L’ultimo trenne della notte (Violación en el último tren de la noche, conocida en Estados Unidos como Night Train Murders), dirigida en 1975 por el prolífico Aldo Lado y protagonizada por Enrico Maria Salerno. Había tanto énfasis en el sexo como en la violencia (Franco Fabrizi encarnaba a un memorable pasajero perverso) y como broche de oro, uno de esos soberbios y poco conocidos scores del maestro Ennio Morricone.
No debería llamar la atención esta conexión entre el cine de arte y el cine explotation. Sin ir más lejos, en la Argentina no sólo descubrimos a Bergman sino también el potencial en la taquilla de sus escenas de sexo. A fines de la década del ’70, un distribuidor le pidió a un compaginador de cine publicitario nacional que editara El silencio para cortarle unos 40 minutos de “escenas plomas”, ya que, según el cliente, “el público sólo va a ver las dos escenas de sexo”. Con la versión criolla, el distribuidor podía meter una función más por día del film de Bergman. Nunca nadie se quejó, y el compaginador contaba orgulloso cómo, al menos en su opinión, había mejorado notablemente el ritmo del film.
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