CINE > LA HISTORIA FAMILIAR DE DAVID BLAUSTEIN
Después de los documentales sobre la historia de Montoneros (Cazadores de utopías) y las Abuelas de Plaza de Mayo (Botín de guerra), David Blaustein se decidió a hacer otra película sobre la memoria, pero esta vez con la historia de su familia, judíos polacos inmigrantes que huían del horror. Hacer patria es una posible historia argentina, hecha de recuerdos, testimonios y viejo material en Súper 8.
› Por Mariano Kairuz
“Vos estás loco si pensás que con la historia de tu familia podés hacer una película”. La frase de su madre, dice David Blaustein, lo persiguió durante todo el film. Incluso ahora, pocos días antes del estreno de Hacer patria, la pregunta acerca de si este extenso recorrido familiar podrá interesarle a quien no sea descendiente de los Blaustein o de los Korogodzky (la familia de su madre) sigue acosándolo. Es que, después de contar la historia de Montoneros en su primer documental Cazadores de utopías (1996) y la de las Abuelas de Plaza de Mayo (Botín de guerra, 2000), dos grandes relatos colectivos, pareció que se sumergía sin retorno en el territorio de lo personal, lo íntimo y lo anónimo. Pero la sucesión y suma de relatos personales que van desde la llegada de los padres, polacos judíos, al recuento del exilio durante la dictadura, trazando más de 80 años de historia familiar ofrecen un aporte a la radiografía de un país de inmigrantes.
“En algún lugar”, dice Blaustein, “Hacer patria es tributaria de El mar que nos trajo de Griselda Gambaro, de La novia de Odessa de Edgardo Cozarinsky, de El tren de la victoria de Cristina Zucker; de una gran literatura argentina que hay sobre el mundo de la inmigración contando tragedias personales, esa cosa de tragar y tragar y tragar y de ‘llegamos acá y hay que sobrevivir’ y por lo tanto qué carajo nos vamos a estar acordando de la tragedia que dejamos atrás. Fue de una gran ayuda también haber leído Sombras sobre el Hudson; El certificado; Amor y exilio; yo llegué recontra tarde a Isaac Bashevis Singer, pero cuando lo hice y vi esos judíos neoyorquinos e intelectuales de izquierda me dije ¡pero estos tipos son mi familia!”.
Ese carácter a la vez nacional y universal le permite a la película abrirse al terreno que a Blaustein más le interesa: ni testimonio sobre la identidad judía ni sobre la extranjería, sino, o en todo caso también, película sobre la memoria. Sobre lo importante y lo saludable (lo “terapéutico”) de hacer memoria, y la dicha que puede provenir del proceso de rescatar recuerdos.
Blaustein arma su relato entre las entrevistas a más de una decena de familiares –madre, tíos, primos, hermanos– y un material de archivo ilustrativo –de los pogroms a los que venían escapando los Blaustein y los Korogosdzky, de la travesía de puerto a puerto–. “No es que me lo haya planteado como un modo ideal de acercarme a un tema”, dice Blaustein: “Uno quiere echar luz sobre ciertas cosas que le aparecen en la vida como una especie de necesidad. Y a mí me apareció la necesidad de preguntarle a mi papá por qué no me contó su infancia en Polonia, y su infancia y adolescencia en Buenos Aires, en Lugano, en Lobería y en el Once. A la mitad de la película me di cuenta de que la mitad de la gran respuesta es que él no me contó pero yo no le pregunté. Papá murió en el ’90, yo lo tuve hasta los 37 años, así que hay una responsabilidad compartida. El disparador final me lo dio (la sobreviviente de la ESMA) Graciela Daleo, cuando le pedí su testimonio para Cazadores de utopías. Ella me retrucó pidiéndome que le contara mi historia, y cuando empieza a preguntar por las vivencias de papá en Polonia, Tandil, su fábrica de jabón, y el exilio de mi hermano y el mío en México, que es donde empiezo a trabajar en la búsqueda de desaparecidos, me miró y me dijo: ‘Qué loco, de tu viejo judío fabricante de jabón a tu cierre en México buscando desaparecidos’. Trazó un arco, y yo me dije que sí, ‘esto es una película’”.
La serie de testimonios superpuestos y a veces contrapuestos en el montaje tiene el efecto de exponer diferencias de percepción y de clase dentro de la familia. Los primos acostumbrados desde chicos a una vida más acomodada, y los Blaustein, reunidos alrededor de un firme concepto de no–ostentación. “Esas diferencias forman parte de esta historia familiar con toda naturalidad. Cuando el primo Goody cuenta lo que eran esos viajes desde La Paternal hasta la casa de Olivos Golf –como remarca a propósito–, lo recuerda con el profundo afecto que nos teníamos. Para mí preguntarle al primo Alex cómo era mi viejo, y que él me dijera en cámara ‘tu viejo era un tipo que si te podía comprar una zapatilla Adidas o una marca Cuchuflito, te compraba la Cuchuflito aunque tuviera plata’, me hace mucho bien, porque es un recuerdo que habla claramente de algo, de valores, y yo siento que tiene que causar el mismo tipo de conmoción en parte del público, porque la austeridad no es solamente de los paisanos que vinieron de Polonia, sino también la de los vascos republicanos y de los italianos; forma parte de este país inmigrante”.
A su vez, dice Blaustein, el proceso de investigación de la película, la exhumación de recuerdos orales, fotos y filmaciones familiares, fue uno de una enorme alegría. “Me hacía terriblemente feliz encontrar todas las fotos de mis primos, y mostrarlas. Esos materiales de Súper 8 con esos gorditos rechonchos que se ven, recuperaron la historia de mi familia, la pusieron en acto; me impresionó poner esa cara de felicidad de mi abuela materna rodeada de sus nietos; o a mi abuela paterna junto a la vieja. Me impresiona el país que veo ahí: un país con futuro, un país brillante comparado con la tragedia anterior y la que se venía después. En ese Súper 8 solo veíamos una tierra que da leche y miel, y la enorme felicidad, y nunca pensamos en lo que iba a venir”.
“Hay que hacer un cine que eche luz sobre algunas zonas oscuras de la historia, pero lo importante es conmover”, dice Blaustein. Poco después de estrenarla en el Bafici, llevó su película al festival de Tribeca, en Nueva York, donde pudo apreciar algunas de las primeras impresiones que su historia era capaz de dejar en el público. “En el debate posterior a la segunda proyección neoyorquina, una japonesa levantó la mano y dijo que su padre era un combatiente sobreviviente de Okinawa, y que recién unos cuatro meses atrás se había animado a ponerle un grabador enfrente para pedirle que le cuente lo que fue esa guerra; pero mientras decía esto se quebró y no pudo seguir hablando. Ojalá que esta película sirviera para que cada uno al terminar de verla corriera a buscar su propia historia familiar. Y que lloren como lloré yo cuando Paula y Tamara, las dos investigadoras de la película, me llamaban desde el museo de los inmigrantes para decirme que habían encontrado la fecha de arribo de mis viejos y el nombre de sus barcos. Lloré como un imbécil, a lo largo de toda la película, y les deseo a todos que puedan encontrar el barco y la fecha y las fotos y las casas, y el puerto y los mapas de sus propias historias familiares”.
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